A veces es difícil ganarse la vida y entonces hay que derrochar ingenio para poder salir adelante. Algo de esto le pasaba a un cocodrilo que vivía a orillas del río, en plena selva.
Confundido con el fango, acechaba a los animales que se acercaban al agua a beber, inmóvil bajo el sol, como una estatua de piedra. De esta forma. lograba atrapar a muchos de ellos.
Tanto fue el cántaro a la fuente que nuestro cocodrilo acabó siendo muy conocido por estos pagos. Para poder comer tuvo que inventarse un nuevo método.
Este consistía en liarse un pañuelo a la boca y comenzar a lloriquear. Los animales de la selva, creyendo que le pasaba algo malo, se acercarían a echar un vistazo y entonces... ¡zás!, podría comerse a los incautos.
El método empezó a salirle bien.
Una tarde, bajó al río una bandada de patitos. No tardaron algunos de ellos en escuchar el llanto del cocodrilo. Curiosos de remate, se fueron acercando uno a uno y el cocodrilo terminó dando buena cuenta de ellos. Sólo quedó el patito más pequeño, quien, siendo más listo que los demás, no se creyó la comedia del cocodrilo y se marchó, diciéndole que iba a avisar al médico.
Pilló distraido al cocodrilo, y le puso una estaca entre las fauces. De este modo quedó su boca tan abierta que todos los patitos que estaban en el vientre del cocodrilo, pudieron salir sanos y salvos.
Una vez más el ingenio se impuso a la glotonería y a la fuerza.
Y colorín colorado...
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