domingo, 13 de marzo de 2022

Mis gafas

 




Mis gafas son mi antifaz

guardan una identidad

que muchos llaman secreta.


Sus cristales engrandecen

los rincones más ocultos

y ven con gran claridad

lo que piensan los demás

aunque finjan disimulo.


Mis gafas son mi disfraz

cuando me pongo a estudiar

lo que esconden las palabras,

y mis ojos no se cansan

de viajar con los secretos

que ha guardado el alfabeto

encadenado a un gran mapa

de cuentos llenos de islas

donde habitan los piratas.


Mis gafas son catalejo

donde puedo imaginar

lo que sucede a lo lejos.


Poema de Ana Merino

Ilustraciones de Fernando Noriega

viernes, 11 de marzo de 2022

Los pájaros no tienen dientes

 


Los pájaros no tienen dientes,

Con el pico se apañan.

Los pájaros pescan peces

Sin red ni caña.

Los pájaros, como los ángeles,

Tienen alas.

Los pájaros son artistas

Cuando cantan.

Los pájaros colorean el aire

Por la mañana.

Por la noche

Son músicos dormidos

En las ramas.

Da pena ver a un pájaro en la jaula.


Autora del poema: Gloria fuertes

El amor siempre vence

 


En la China imperial reinaba un emperador que estaba desesperado porque su única hija, llamada Turandot, era fría, caprichosa, despiadada… y encima no quería casarse. El emperador, harto de esta situación, le dio un ultimátum:

– «O te casas o te echo del palacio sin contemplaciones».

La princesa aceptó, pero puso una condición: los pretendientes se someterían a una prueba, y si no la superaban, ella misma les cortaría la cabeza. Al cabo de los días, las cabezas de los pretendientes se amontonaban en el palacio, y la princesa ardía de satisfacción.

Pero se presentó un apuesto guerrero para afrontar el reto. La princesa le propuso un acertijo:

– «Lo mata todo, pero el agua lo mata»…

– «¡El fuego!», contestó el joven.

La princesa propuso una segunda adivinanza:

–  «Soy duro como una roca, pero la gente me bebe»…samurai

El joven contestó:

– «¡El hielo!».

Y llegó el momento del último acertijo:

–  «Es un hielo que te da fuego, y cuanto más fuego te da, más hielo se vuelve»…

El joven pensaba sin encontrar respuesta, pero al ver a la fría princesa sintió tal ardor en su corazón que…

– «Turandot!», exclamó plenamente seguro.

Y la princesa no tuvo más remedio que caer rendida a sus brazos.


La mayoría de nuestros deseos los conseguimos con la sabiduría del corazón y no con la necedad de la violencia.


(Cuento tradicional chino)

Dos ranas

 



Este cuento se explica a los niños de la India para enseñarles el poder de las buenas palabras en la amistad.

La historia explica que un grupo de ranas caminaban por el bosque cuando dos ranas cayeron en un pozo muy profundo. Inmediatamente todas las demás ranas pensaron que no podrían salir de allí y no paraban de gritar:

– ¡No podéis salir!, ¡No saltéis!, ¡Cuidado os podéis ahogar!

Las dos ranitas atrapadas no hicieron caso de sus palabras y saltaron con todas sus fuerzas. Sin embargo, una de ellas pronto se desanimó por los gritos de sus compañeras. Dejó de saltar y se ahogó. La otra rana continuó saltando sin parar, a pesar de los gritos de las otras ranas:

– ¡No podéis salir! ¡No saltéis! ¡Cuidado os podéis ahogar!

Gracias a que continuó saltando consiguió salir de ese pozo tan hondo y se salvó. Cuando salió del pozo, las otras ranas no se lo podían creer:

-¡Te has salvado! Es un milagro! ¿Pero no oías nuestros gritos de desánimo?

La ranita se consiguió salvar porque era sorda, y se pensaba que los gritos eran de ánimos. La otra ranita, en cambio, oía los gritos y se desanimó tan rápido que se ahogó.

Esta historia nos explica el poder de las palabras bondadosas. Una palabra bonita cuando un amigo está triste le puede ayudar mucho, y una palabra de desánimo le puede hacer sentirse aún peor.

Todos podemos decir todo tipo de palabras pero sólo las personas especiales saben dar ánimos y decir lo mejor para ayudar a los demás.

La pequeña luciérnaga

 


. Cuento de Tailandia 


Había una vez una comunidad de luciérnagas que vivía en el interior del tronco de un altísimo lampati, uno de los árboles más majestuosos y viejos de Tailandia. Cada anochecer, cuando todo se quedaba a oscuras y en silencio y sólo se oía el murmullo del cercano río, todas las luciérnagas abandonaban el árbol para llenar el cielo de destellos. Jugaban a hacer figuras con sus luces bailando en el aire para crear un sinfín de centelleos luminosos más brillantes y espectaculares que los de un castillo de fuegos artificiales. 

Pero entre todas las luciérnagas que habitaban en el lampati, había una muy pequeñita a la que no le gustaba salir a volar. 

—No, no, hoy tampoco quiero salir a volar —decía todos los días la pequeña luciérnaga—. Id vosotros que yo estoy muy bien en casita. 

Tanto sus abuelos, como sus padres, hermanos y amigos, esperaban con ansiedad a que llegara la noche para salir de casa y brillar en la oscuridad. Se lo pasaban tan bien que no comprendían cómo la pequeña luciérnaga no les acompañaba nunca. Le insistían una y otra vez para que fuera con ellas a volar, pero no había manera de convencerla. La pequeña luciérnaga siempre se negaba. 

— ¡Qué no quiero salir a volar! —Repetía la pequeña luciérnaga—. ¡Mira que sois pesados, eh! 

Toda la comunidad de luciérnagas estaba muy preocupada por la actitud de la pequeña. 

—Hemos de hacer algo con esta hija —decía su madre angustiada—. No puede ser que la pequeña no quiera salir nunca de casa. 

—No te preocupes, mujer —añadía su padre intentando calmarla—. Ya verás como todo se arregla y cualquier día de éstos sale a volar con nosotros. 

Pero pasaban los días y la pequeña luciérnaga seguía encerrada sin salir de casa. Un anochecer, cuando todas las luciérnagas habían salido a volar, la abuela luciérnaga se acercó a la pequeña y le preguntó con toda la delicadeza del mundo: 

— ¿Qué te sucede, mi pequeña niña? ¿Por qué nunca quieres salir de casa? ¿Cuál es la razón por la que nunca quieres venir a volar e iluminar la noche con nosotros? 

— No me gusta volar —respondió la pequeña luciérnaga. 

—Pero ¿por qué no te gusta volar ni mostrar tu luz? —insistió la abuela. 

—Pues. —Explicó por fin la pequeña luciérnaga—, para qué he de salir si con la luz que tengo nunca podré brillar como la luna. La luna es grande y brillante y yo a su lado no soy nada. Soy tan pequeñita que a su lado no soy más que una ridícula chispita. Por eso nunca quiero salir de casa y volar, porque nunca brillaré como la luna. 

La abuela escuchó con atención las razones que le dio la pequeña luciérnaga. 

—¡Ay, mi niña! —Dijo con una sonrisa—. Hay una cosa de la luna que has de saber y que, por lo visto, desconoces. Y lo sabrías si al menos salieras de casa de vez en cuando. Pero como no es así, pues, claro, no lo sabes. 

— ¿Qué es lo que debo saber de la luna y que no sé? —preguntó la pequeña luciérnaga presa de la curiosidad. 

—Has de saber que la luna no tiene la misma luz todas las noches —Respondió la abuela—. La luna es tan variable que cambia todos los días. Hay noches en que está radiante, redonda como una pelota brillando desde lo más alto del cielo. Pero, en cambio, hay otros días en que se esconde, su brillo desaparece y deja al mundo sumido en la más profunda oscuridad. 

— ¿De veras que hay noches en que se esconde la luna? —se sorprendió la pequeña. 

— ¡Que sí, mi niña! —continuó explicando la abuela—. La luna cambia constantemente. Hay veces que crece y otras que se hace pequeña. Hay noches en que es enorme, de un color rojo, y otros días en que se hace invisible y desaparece entre las sombras o detrás de las nubes. La luna cambia constantemente y no siempre brilla con la misma intensidad. En cambio tú, pequeña luciérnaga, siempre brillarás con la misma fuerza y siempre lo harás con tu propia luz. 

La pequeña luciérnaga se quedó asombrada ante las explicaciones de la abuela. Nunca se habría podido imaginar que la luna fuera tan variable que brillaba o que se apagaba según los días. Esa noche, la pequeña luciérnaga salió del lampati para iluminar la noche, y salir a volar con su familia y sus amigos. Y así fue cómo la pequeña luciérnaga aprendió que cada uno ha de brillar con su propia luz.

jueves, 10 de marzo de 2022

Downie el guerrero de chocolate

 


Con la ayuda de un pequeño guerrero Downi, Jamal fue capaz de marcharse de su aldea para conocer el mundo y así vivir las más apasionantes aventuras...¿quieres conocer su historia? 

En un pueblo muy pequeño al norte de la India vivía un niño que se llamaba Jamal. Era de familia muy humilde, compartía habitación con sus cinco hermanos y niñó hindú nunca había ido más allá del bosque que rodeaba su aldea. Se dedicaba a ayudar en las tareas de casa, cuidar el ganado y en los ratos libres jugar con sus amigos a construir grandes figuras de barro que los pequeños bautizaron con el nombre de Downies, con el deseo que esas figuras se convirtieran en los guardianes de su humilde aldea.

Pero llegó un día que esa rutina de todos los días no fue suficiente para Jamal. Sintió un cambio en su interior, era la necesidad de conocer otras realidades y visitar otros lugares.

Jamal explicó a sus padres esa nueva necesidad que sentía y los dos lo comprendieron pero su padre le contestó que, después de su viaje, regresara al pueblo cargado de riquezas, que esa sería la forma de ayudar a su familia a salir de la pobreza. Su madre en cambio desapareció unos minutos y regresó con un pequeño guerrero de barro, semejante los guerreros Downi que Jamal solía construir con sus amigos, envuelto en un pañuelo. «Ves tal lejos como te lo pida el corazón, él te protegerá», le dijo depositando la pequeña figura en su mano.

Así fue como el pequeño Jamal dejó el lugar que lo había visto nacer y crecer y se adentró en el bosque, cruzó montañas, malvivió en grandes ciudades, aprendió a meditar en los grandes templos hinduistas, se refugió en la guarida de sabios expertos en la sanación con yerbas mágicas, lucho contra animales y aprendió a respetarlos y domesticarlos. Vivió mil y una aventuras que lo formaron y lo enriquecieron como persona.

Jamal regresó a su poblado años después pero no cargado de riquezas como le exigió su padre, sino cargado de experiencias y conocimientos. Jamal se había convertido en uno de los hombres más sabios del país y trajo a su pueblo la riqueza soñada por su padre pero gracias a la astucia que había adquirido durante su viaje.

Desde aquel día en el poblado de Jamal, todas las mujeres cocinan deliciosos downies de chocolate en forma de guerrero que les recuerdan a los niños de la aldea que con el conocimiento pueden llegar hasta donde quieran.

(Cuento hindú)

Con el conocimiento podemos llegar a donde nos propongamos.

El cuento de los detalles con significado

 


Cuento tradicional Oriental 

Hubo un tiempo en que, en un lugar remoto de Asia, existió un rey conocido como "el Prudente". ¿Quieres descubrir por qué? Hace mucho tiempo, en un lugar remoto de Asia un joven rey gobernaba a su pueblo con justicia y sobriedad. Este rey se ocupaba del bienestar de sus súbditos, los impuestos que cobraba eran los imprescindibles para cubrir eficazmente las necesidades generales y dedicaba su jornada a atender puntualmente los asuntos de estado. 

En el reino había paz y prosperidad. Y a su lado siempre estaba su fiel y sabio consejero, que ya había servido como tal a su padre. Pero un día, el joven rey dijo en una comida a su mayordomo: -Estoy cansado de comer con estos palillos de madera, soy el rey, así que da orden al orfebre de palacio de que me fabrique unos palillos de marfil y jade. Oída esta orden, el consejero se dirigió inmediatamente al soberano: -Majestad, os pido que me relevéis lo antes posible de mi cargo. No puedo serviros por más tiempo. El monarca, extrañado, preguntó cuál era el motivo de aquella repentina decisión. -Es por los palillos, señor -respondió el consejero-. Ahora habéis pedido unos palillos de jade y marfil, y mañana querréis sustituir los platos de barro por una vajilla de oro. Más adelante desearéis que vuestros vestidos de tela sean reemplazados por otros de seda. Otro día, en vez de conformaros con comer verduras y puerco, solicitaréis lenguas de alondra y huevos de tortuga. De este modo, llegará el momento en que vuestros caprichos y el mal uso del poder os harán ser injusto con vuestro pueblo. Entonces, yo me rebelaré contra su majestad, y por nada del mundo deseo ver amanecer ese día. 


Dicen que el rey canceló la orden dada al orfebre y siguió comiendo con sus palillos de madera. Desde ese día fue llamado y conocido por todo el reino como «el Prudente». Y conservó al viejo consejero a su lado hasta su muerte.

Lo que se puede inventar

 



Érase una vez un joven que estudiaba para poeta. Quería serlo ya para

Pascua, casarse y vivir de la poesía, que, como él sabía muy bien, se

reduce a inventar algo, sólo que a él nada se le ocurría. Había venido al

mundo demasiado tarde; todo había sido ya ideado antes de llegar él; se

había escrito y poetizado sobre todas las cosas.


—¡Felices los que nacieron mil años atrás! —suspiraba. ¡Cuán fácil les

resultó ganar la inmortalidad! ¡Feliz incluso el que nació hace un siglo,

pues entonces aún quedaba algo sobre que escribir. Hoy, en cambio, todo

está agotado. ¿De qué puedo tratar en mis versos?


Y estudió tanto, que cayó enfermo y se encontró en la miseria. Los

médicos nada podían hacer por él; tal vez la adivina lograse aliviarlo. Vivía

en la casita junto a la verja, y cuidaba de abrir ésta a los coches y jinetes;

pero sabía hacer algo más que abrir la verja: era más lista que un doctor,

que viaja en coche propio y paga impuestos.


—¡Tengo que ir a verla! —dijo el joven.


La casa donde residía era pequeña y linda, pero de aspecto tristón. No

había ni un árbol ni una flor; junto a la puerta se veía una colmena, cosa

muy útil, y un foso, donde crecía un endrino que había florecido ya y tenía

ahora unas bayas de aquellas que no se pueden comer hasta que las han

tocado las heladas, pues hacen contraer la boca.


«He aquí el símbolo de nuestra prosaica época», pensó el joven; aquello

era al menos un pensamiento, un granito de oro encontrado a la puerta de

la adivina.


—Anótalo —dijo ella—. Las migas también son pan. Sé para qué has

venido: no se te ocurre nada, y, sin embargo, quieres ser poeta antes de

Pascua.


—Ya lo han escrito todo —dijo él—. Nuestra época no es como antes.

—No —contestó la mujer—. En aquellos tiempos quemaban a las brujas, y

los poetas paseaban con el estómago vacío y los codos rotos. Nuestra

época es muy buena, la mejor de todas. Pero tú no sabes captar bien las

cosas, no tienes el oído aguzado, y seguramente por la noche no rezas el

Padrenuestro. Los temas son inagotables, si uno los sabe manejar.


Puedes extraerlos de las plantas de la tierra, de las aguas fluyentes y de

las estancadas, pero necesitas comprender, tienes que aprender a coger

un rayo de sol. Prueba mis gafas, ponte al oído mi trompetilla, ruega a

Dios y deja de pensar en ti mismo.


Esto último era muy difícil, más de lo que puede exigir una adivina.

Le dio las gafas y la trompetilla, y lo condujo al centro del campo de

patatas. La mujer le puso en la mano un grueso tubérculo, que resultó

sonoro; salía de él una canción con palabras: la historia de las patatas. He

ahí una cosa interesante: una historia cotidiana en diez líneas; diez líneas

bastaban.


¿Y qué cantaba la patata?


Pues cantaba de sí misma y de su familia, de la llegada de las patatas a

Europa, de los desprecios que habían debido sufrir antes de ser como son

hoy, una bendición mayor que un terrón de oro.


—Por mandato del Rey fuimos distribuidas en las casas consistoriales de

todas las ciudades y se publicaron bandos acerca de nuestro gran valor,

pero la gente no les hizo caso, no sabían plantarnos. Uno abría un hoyo y

metía en él toda una fanega de patatas; otro plantaba una aquí y otra allí y

se quedaba esperando que saliera un árbol para sacudirle los frutos.

Brotaron plantas, flores, tubérculos, pero todo se marchitó. Nadie

adivinaba lo que podía haber en la tierra, en la bendición que eran las

patatas. Sí, hemos resistido y sufrido; es decir, nuestros abuelos, pero

ellos y nosotros somos una sola y misma cosa. ¡Qué historia la nuestra!


—Bueno, basta de esto —dijo la adivina—. Ahora mira el endrino.


—Tenemos también próximos parientes en la tierra de las patatas, sólo

que más al Norte que ellas —dijeron las endrinas—. De Noruega vinieron

unos normandos que, a través de la niebla y desafiando las tempestades,

navegaban con rumbo a un país desconocido; allí, más allá del hielo y la

nieve, encontraron hierbas y verdes prados, y unos arbustos que daban

unas bayas de color azul negruzco: los endrinos. Los racimos maduraban

al helarse, que es lo que hacemos también nosotras. A aquel país le

pusieron por nombre Vinlandia, la tierra del vino, que es lo mismo que

Groenlandia, o tierra verde, tierra del endrino.


—Es una narración muy romántica —dijo el joven.


—Lo es, en efecto, pero sígueme —dijo la adivina, conduciéndolo a la

colmena.


Él miró al interior. ¡Qué vida y qué ajetreo! Había abejas en todas las

galerías, ocupadas en hacer aire con las alas para ventilar el edificio;

aquélla era su misión. Luego llegaron otras abejas del exterior; habían

nacido con cestitos en las patas y los traían llenos de polen, que una vez

vaciado y separado, sería convertido en miel y cera. Entraban y salían,

volando sin cesar; también la reina hubiera querido ir con ellas, pero

entonces habrían tenido que marcharse todas las abejas. No era hora

todavía. Ya le llegaría su turno. Y mordían las alas a Su Majestad para

forzarla a quedarse.


—Te sube al borde del foso —dijo la adivina—. Echa una ojeada a la

carretera; verás gente en ella.


—¡Qué bullicio! —exclamó el joven—. ¡Esto es historia tras historia! ¡Qué

manera de zumbar! Lo veo todo revuelto. ¡Me caigo de espaldas!


—Nada de eso, anda siempre derechito —dijo la mujer—. Métete entre el

gentío, aguza el ojo, el oído y el corazón, y no tardarás en encontrar algo.

Pero antes de que te marches devuélveme mis gafas y la trompetilla.


Y le quitó los dos objetos.


—Ahora no veo nada en absoluto! —dijo el joven—. Ni oigo nada.


—En tal caso, no serás poeta para Pascua —respondió la adivina.


—¿Cuándo, pues?


—Ni la primera Pascua ni la segunda. No aprenderás a inventar nada.

—Entonces, ¿qué debo hacer para ganarme el pan con la poesía?


—¡Oh, si sólo quieres eso, puedes conseguirlo antes de carnaval!

Arremete contra los poetas. Si matas sus obras, los matarás a ellos

mismos. Pero no te andes con miramientos. Duro con ellos, y tendrás

bollos de carnaval para hartarte tú y tu mujer.


—¡Lo que uno puede inventar! —dijo el joven, y arremetió contra todo

poeta que encontraba, sólo porque él no podía serlo.


Lo sabemos por la adivina; ella sabe lo que se puede inventar.


Cuento  de Hans Christian Andersen

Oro líquido

 


Muchas veces hay que encajar un buen golpe para descubrir quiénes somos en realidad... Es doloroso, pero merece la pena. 

Los seres vivos no podemos vivir sin agua. ¿Qué pasará cuando este preciado bien empiece a escasear...? 

Los aborígenes de una aldea australiana tenían sus corazones tan endurecidos que no hacían ni caso a Kubu, un chico huérfano y mudo que vagaba por las calles mendigando. Así es que Kubu se encaramaba a los árboles, sus únicos amigos, desde donde veía el horizonte teñirse de colores hermosos y así olvidaba el hambre y la sed. Un buen día todos se fueron de caza, pero antes escondieron sus provisiones, y sobre todo el agua, para que el huérfano no pudiera quitársela. Pero cuando Kubu se quedó solo en la aldea, un árbol comenzó a mover sus ramas de forma extraña. Kubu entendió su lenguaje y se aproximó hasta el tronco, donde descubrió el escondite secreto de los aldeanos. Se dio un buen festín y después se subió al árbol. 

Cuando regresaron los aborígenes se pusieron tan furiosos que treparon hasta el huérfano y le lanzaron al vacío y cuando Kubu despertó estaba en el suelo rodeado de rostros expectantes. No entendía por qué le miraban así, hasta que se dio cuenta de que su cuerpo estaba cubierto de pelo y de que se había convertido en un pequeño oso. 

El espíritu de los árboles le dio el don de ser el único animal que no necesita agua para vivir. Y por eso se le llama koala: "el que no necesita agua". 


Cuento tradicional Australiano

Juan el de la vaca

 




Esto había de ser un hombre que tenía un hijo y una vaca. La vaca era muy hermosa y el hijo algo tonto. El padre lo mandó un día a vender la vaca, porque les hacía falta el dinero. A Juan, que así se llamaba el hijo, le daba mucha pena, porque estaba muy encariñado con el animal, pero no tuvo más remedio que obedecer. Al pasar un monte, le salieron unos ladrones y le robaron la vaca. Pero él fue siguiéndolos y los vio entrar en la casa donde vivían. Volvió a la suya y el padre le preguntó:- ¿Cómo es que vuelves tan pronto? ¿Ya has vendido la vaca?- No, padre, que me la han robado.- Corno que eres tonto.-No se preocupe usted, padre, que la vaca me la cobro.-¡Tú qué vas a cobrar! -dijo el padre muy enfadado. Entonces Juan se disfrazó de doncella y fue a casa de los ladrones. Preguntó si necesitaban criada y ellos dijeron que sí. De manera que se quedó a servir con ellos. Por la noche el capitán la llamó a su habitación y dijo a los ladrones:- Esta moza parece un poco arisca. Si oís gritar, no acudáis ni hagáis caso, que esto es cosa mía .Bueno, pues ya el capitán apagó la luz y entonces Juan sacó una correa que llevaba debajo de las sayas y empezó a darle correazos al capitán, venga correazos. Y aunque éste gritaba, nadie acudió a socorrerlo. Cuando ya el capitán estaba sin poder moverse, Juan cogió todo el dinero que encontró por allí y se escapó por una ventana, diciéndole:- Que no se te olvide que soy Juan el de la vaca. Cuando llegó a su casa, le dice al padre:

- Tome usted, padre, que ya me he cobrado la vaca. Pero ahora tengo que cobrar más. Mandó hacerse un traje de médico, y así vestido se acercó otra vez a la casa de los ladrones. Estos andaban buscando precisamente un médico, desde que vieron cómo había quedado su capitán. Así que, nada más ver al médico, le pidieron que entrase. Entró el médico, reconoció al capitán y dijo:- Esto es de una soberana paliza que le han pegado.- ¡Sí, señor! -dijeron los ladrones-. ¡Qué médico tan sabio! Entonces el médico mandó a cada uno de los ladrones a buscar una cosa distinta por todos aquellos pueblos. A uno lo mandó por vendas, a otro por alcohol, a otro por algodón, a otro por una pomada, así hasta que no quedó ninguno en la casa. Y en ese momento se fue otra vez para el enfermo, se sacó la correa y se lió a correazos con él diciéndole:- ¡Que soy Juan el de la vaca! ¡Que soy Juan el de la vaca! Cuando se cansó de darle correazos, llenó unos cuantos bolsos de dinero y se fue de allí. Al día siguiente Juan se disfrazó de cura. Como el capitán había quedado bastante grave, Los ladrones estaban a la puerta por si pasaba un cura, y en cuanto lo vieron venir, le pidieron que entrara a asistir a un moribundo. Juan subió a ver al enfermo y dice:- ¡Huy, este hombre se va a morir ya mismito! Corriendo, id al pueblo y uno que me traiga el copón, otro el santóleo, otro el roquete, otro la estola, otro el hisopo... Así fue diciendo, hasta que no quedó ningún ladrón en la casa. Entonces otra vez se fue para el capitán, que nada más verlo gritó:- ¡No, por favor, otra vez el de la vaca no! ¡Llévate todo el dinero que quieras, pero no me des más correazos! Mira, ahí está la caja. Coge todo lo que quieras.

 Juan cogió todo el dinero, menos tres pesetas para que comieran aquel día; pero todavía antes de irse le dio un par de correazos al capitán. Cuando llegó a su casa y le entregó a su padre todo el dinero, le dice éste:- Hombre, pues no eres tan tonto como yo creía. Pero Juan estaba preocupado, porque sabía que de un momento a otro se presentarían los ladrones a ajustarle las cuentas. Así que no se despegaba de la chimenea, y tenía preparado un caldero de pez, por lo que pudiera ocurrir. Una noche sintió pasos por el tejado y se dice:- ¡Ahí están! Oyó que uno les decía a los otros:- Bajadme con una cuerda poquito a poco .Entonces Juan atizó la lumbre y el otro que venía para abajo mete los pies en el caldero y se abrasa. Dice:- ¡Arriba, arriba!- ¿Qué te pasa? -le preguntaron los otros.- Nada, ... que está muy oscuro y me da miedo.- ¡Pues vaya un ladrón que estás tú hecho! -dijo otro, y empezó a bajar por la cuerda. Cuando llegó al caldero, también se abrasó los pies y gritó:- ¡Arriba, arriba!- ¿Qué te pasa?- Nada, ...que hay muchos mosquitos.- ¡Pues vaya ladrón que estás tú hecho! -dijo otro, que era el capitán-. Ahora bajaré yo y, aunque diga «arriba, arriba», vosotros más me bajáis. Empezó a bajar el capitán por la cuerda y al momento se puso a gritar:- ¡Arriba, arriba, que está aquí el de la vaca, que está aquí el de la vaca! Pero los otros, ni caso. Cada vez más abajo, hasta que el capitán cayó enterito en la pez hirviendo y se quedó como un chicharrón.


Y colorín  colorao, este cuento se ha acabao


Cuento popular de Castilla y León

La carreta vacía

 



Cuentos Sufíes 

Caminaba con mi padre cuando él se detuvo en una curva y después de un pequeño silencio me preguntó: Además del cantar de los pájaros, ¿escuchas alguna cosa más? Agudicé mis oidos y algunos segundos después le respondí: Estoy escuchando el ruido de una carreta. Eso es, dijo mi padre, y es una carreta vacía. ¿Cómo sabes que es una carreta vacía, sí aún no la vemos?, le pregunté. Entonces mi padre respondió: Es muy fácil saber, a través del ruido que hace, cuando una carreta está vacía. Cuanto más vacía está, mayor es el ruido que produce. Me convertí en adulto y hasta hoy cuando veo a una persona hablando demasiado, interrumpiendo la conversación de todos, siendo inoportuno o violenta, presumiendo de lo que tiene, y considerando de menos a la gente, tengo la impresión de oír la voz de mi padre diciendo: “Cuanto más vacía la carreta, mayor es el ruido que hace”. 


La humildad consiste en callar nuestras virtudes y permitirle a los demás descubrirlas. Nadie está más vacío que aquél que está lleno de sí mismo.


El koala y el emú

 


Cuento tradicional australiano 

¿Por qué el koala vive subido a los árboles si no es un pájaro? ¿Por qué el emú no puede volar si es un ave? 

Si quieres conocer los secretos que esconden estos animales australianos, lee el cuento de el koala y el emú:


 Hace mucho tiempo, cuando el mundo vivía en el "Tiempo de los sueños", los animales convivían en la más absoluta armonía y tranquilidad, ya que más o menos todos llevaban la misma vida, tranquila y sosegada. Pero un día estalló una discusión de enormes dimensiones que les encerró en el silencio más absoluto: se retiraron la palabra los unos y los otros. Pasaron las horas, los días y las semanas, y ni con el tiempo se devolvieron el saludo. Muchas gotas de lluvia cayeron de las nubes hasta que, finalmente, se dieron cuenta de que ni siquiera recordaban el motivo que les había llevado a enfrentarse. 

Era tan ridículo continuar en aquellas circunstancias que decidieron volver a ser amigos otra vez, como si nada hubiera pasado. Todos se hicieron amigos menos el emú, un animal lleno de orgullo y tozudez, y que se resistía a relacionarse con sus semejantes que vivían en los árboles, a los que consideraba inferiores. Una vez, el emú se encontró al koala, y le dijo: -Tenemos que resolver esta cuestión de una vez por todas, y ver finalmente quién tiene razón en nuestro debate. -¿A qué te refieres? -le preguntó el koala- pero si ya nadie recuerda el motivo que nos llevó a enfrentarnos... lo mejor es que volvamos a ser amigos, como antes lo fuimos, y nos olvidemos de la cuestión. Pero el emú entendía esto como una derrota. Era demasiado orgulloso y se creía mucho mejor que los demás. Esto hacía que de tantos elogios que se lanzaba a sí mismo, se fuera hinchando cada vez más y más, volviéndose grande y pesado, como un enorme globo cubierto de plumas: -¡Seguro que éramos los pájaros los que teníamos razón! Por eso somos superiores a los animales que viven en los árboles. Además somos muy inteligentes y sabemos volar... Tanto llegó a crecer su cuerpo orgulloso que cuando quiso pavonearse levantando el vuelo, el peso de su enorme cuerpo no le dejó volver a volar. Furioso y asustado, el emú empezó a correr arriba y abajo, estirando el cuello tanto como le era posible hacia el cielo, intentando tirar de él sin ningún resultado. Cuando se volvió hacia el koala que contemplaba la escena, el emú tenía un gesto tan aterrador que el pobre koala se encaramó de un salto al árbol más cercano. 

Una vez allí decidió que jamás volvería a poner un pie en el suelo, temiendo que el emú la emprendiera con él. Ni cuando la sed le asaltaba cedió en su empeño, pues descubrió que en las hojas verdes se escondía un poco de agua, quizás menos de la que cabía en una sola gota, pero suficiente para poder sobrevivir. Desde entonces el koala ya no bebe nunca agua como los otros animales, y se pasa los días y las noches subido a los árboles. La vida del emú también cambió pues desde entonces, no ha dejado de correr agitando sus alas cada vez más pequeñas, intentando sin éxito, volver a volar como lo hacía en aquél "Tiempo de los sueños".

La boda de los ratones

 


 

Cuento tradicional japonés

¿Qué es lo más fuerte del mundo? Piénsalo y después lee este cuento tradicional japonés. ¡Te sorprenderá! 


Érase una vez, en Japón, dos ratoncitos que se querían mucho. Tanto él como ella estaba muy enamorados, pero tenían un grave problema: el padre de la ratoncita que estaba obsesionado con la fuerza, quería casarla con el Sol porque decía que el Sol era el más fuerte del mundo. 

Los dos ratoncitos no sabían qué hacer. Se amaban mucho pero sabían que el padre de la ratoncita jamás permitiría que se casara con un simple ratón. Así estaban los dos ratoncitos lamentándose de su suerte, cuando una ratona ya anciana pasó por su lado. Al verlos tan tristes se acercó y les preguntó que qué les pasaba. Así la ratoncita le dijo: "Mi padre, es muy bueno, pero un poco terco y quiere casarme con el más fuerte del mundo, que es el Sol. ¡Pero yo no amo al Sol! Yo quiero casarme con mi novio porque es a el a quien amo" La anciana ratoncita les miró seriamente y luego sonrió. Se levantó y muy solemne dijo: "Voy a conversar con tu padre". 

Al cabo de caminar un rato, se encontró con el padre de la ratoncita y se le acercó. -Buenos días, sr. Ratón -Buenos días, Sra. Ratona. ¡Cuánto tiempo!- dijo el ratón. - Me he enterado que quiere casar a su hija con el Sol, pero ¿de veras el sol es el más fuerte del mundo? Lo digo porque el sol se oculta tras las nubes. -¡Es verdad! ¡Entonces tengo que casar a mi hija con una nube! - Sí, pero las nubes pasan llevadas por el viento? - Entonces ¿es el viento es el más fuerte del mundo?- preguntó el padre. - No. Ni siquiera un viento fuerte puede pasar una pared de la forma en que nosotros la horadamos. 

El sr. Ratón se quedó un momento pensativo y exclamó: -Entonces, ¡nosotros somos los más fuertes del mundo! ¡Tengo que casar a mi hija con el ratón más fuerte entre todos los jóvenes! Así, el padre decidió que su hija se tenía que casar con el ratón más fuerte del país y empezó una competición de fuerza entre todos los jóvenes. 

El joven ratón sentía que al menos tenía una oportunidad de casarse con su amada y se enfrentó al más fuerte de los ratones. Era imposible que él pudiera ganar pero no quería renunciar al amor de la ratoncita. En el combate, aunque él era el más débil, cada vez que se caía se volvía a levantar. Finalmente, el adversario, admirado por su fuerza de voluntad dijo: -No puedo vencer a su fuerza de voluntad. Es increíble. Así, el padre dijo al enamorado de su hija: ¡Cásate con mi hija.! ¡Una resolución firme es lo más fuerte del mundo!" ¡Los novios se pusieron muy contentos y vivieron felices para siempre!

Buen niño

 


En la casa sólo viven Mauricio y su abuelita. Cuando la criada dice: -«Ya está la sopa en la mesa», Mauricio, que tiene cinco años, corre al cuarto de la abuelita y la ayuda a levantarse del sillón. La buena señora, apoyada en el niño, va hacia el comedor. Y durante la comida, Mauricio le acerca los manjares y la divierte refiriéndole cosas muy interesantes. Por la tarde, si la abuelita sale al jardín para tomar el fresco, Mauricio, después de ayudarla a sentarse en el banco, se retira precipitadamente hacia el fondo del patio. ¿Es que está ansioso por ir a jugar? No. Sigámosle con la vista, y veremos lo que hace. Miradlo: está cortando una azucena. Esa azucena es la más grande, la más blanca, la más linda. Y una vez que la tiene en su mano, corre con ella... ¿hacia dónde? Hacia allá, hacia la sombra de las parras, hacia el banco donde está sentada la abuelita. Se llega afanoso, contento, y alargando la flor a la señora, le dice sencillamente: -Abuelita querida, te traigo esta azucena... Y parece que esa flor es cosa más grande que un tesoro, porque la abuelita, que siempre está preocupada y triste, recibe la flor sonriendo, y después que la mira largamente, la coloca en su regazo, junto al libro de oraciones.

Una mariposa pasa volando, y el niño dice: -Yo quisiera dártela también. La abuelita hace en el aire un movimiento con la mano, como si fuera a cazar la mariposa, y exclama: -Ya la tengo aquí...

-¿De veras? -dice el niño. -¡De veras! -responde la abuelita. Entonces Mauricio, contento porque la abuelita tiene una mariposa y una azucena, pone su cabeza en el regazo de la señora, y queda allí en reposo, como un pajarito acurrucado. -¡Buen niño! -dice don Julio, el viejo amigo de la casa, entrando en el jardín. Y Mauricio, al oír esa exclamación, siente que un hermoso orgullo palpita dentro de su pecho.


  No hay orgullo más noble que el de ser bueno.

Del libro Rosas de la Infancia de María Enriqueta Camarillo

La muchacha caracol

 

Cierta vez y en cierto lugar había tres hermanas: la hermana Oro, la hermana Plata y la hermana Caracol. Las tres eran inteligentes, laboriosas y bellas como los crisantemos de la montaña. La hermosura de las muchachas cobró fama por lo que el ir y venir de los jóvenes de las aldeas cercanas y lejanas para proponerles matrimonio era tan interminable como la ronda de las abejas en la primavera. Sin embargo, las hermanas Oro y Plata tenían muchas pretensiones, con mucha malicia; a éste lo encontraban pobre, aquél otro era feo, de forma que escogiendo y escogiendo no habían encontrado todavía uno que las satisficiera. Pero la hermana Caracol no se parecía en nada a las otras dos. Aunque muy pequeña, era bondadosa y sólo pretendía un joven laborioso como compañero para sus días. 


 Una madrugada, cuando la hermana Oro se disponía a ir a buscar agua con el cubo áureo a la espalda, abrió la puerta de la casa y se pegó tal susto que tuvo que retroceder. Y es que en el umbral estaba durmiendo un mendigo viejo, sucio y harapiento, que le obstaculizaba el paso. La joven agitó la mano y dijo, fastidiada: - Apártate, apártate, deja pasar a la joven Oro que va a buscar agua. 

El anciano pordiosero despegó un poco los párpados y dijo indiferente: - ¿Necesitas el agua para algo importante? - Mi padre la necesita para fermentar vino, mi madre para hacer mantequilla, y yo para lavarme la cabeza, ¿cómo no va a ser importante? – replicó con una mueca de desprecio. - Yo no me puedo levantar – contestó el mendigo, al tiempo que volvía a cerrar los ojos –. Si quieres ir a buscar agua, pasa por encima mío. 

La muchacha levantó la cabeza y respondió, completamente indiferente: - He franqueado el lugar de reunión de mi padre y el sitio donde mi madre conversa, ¿por qué no habría de pasar por encima de ti?

Y dicho y hecho, pasó muy enojada por encima del cuerpo del mendigo. Al día siguiente le tocaba a la hermana Plata ir a buscar agua. Iba con el cubo plateado a cuestas cuando abrió la puerta de la casa y viendo que allí dormí aun mendigo se pegó tal susto que retrocedió dos pasos, al tiempo que decía:

- Apártate, apártate, deja pasar a la joven Plata que va a buscar agua. El mendigo le lanzó una mirada y contestó: - ¿Necesitas el agua para algo importante? A la muchacha, impaciente, se le inflamaron los ojos de cólera y replicó: - Mi padre la necesita para fermentar vino, mi madre para hacer mantequilla, y yo para lavarme la cabeza, ¿cómo no va a ser importante? El mendigo se envolvió en su ropa de arpillera, cerró los ojos y contestó: - Si quieres ir a buscar agua, pasa por encima mío, yo no me puedo levantar. 


 La joven se levantó un poco la falda que le llegaba a los pies y dijo: - He franqueado el lugar de reunión de mi padre y allí donde mi madre habla, ¿por qué no voy a poder pasar por encima tuyo? Y acto seguido pasó por encima del hombre y se fue a buscar agua. 


 El tercer día le tocaba a la hermana Caracol ir a recoger agua. Se levantó por la mañana muy temprano, se cargó muy contenta a la espalda el cubo de concha y cuando abrió la gran puerta para salir se sobresaltó al ver que allí estaba durmiendo un viejo y sucio pordiosero. La hermana Caracol sintió pena por el hombre de edad avanzada y no quiso molestarlo por lo que lo llamó suavemente: - Por favor, déjeme pasar que voy a buscar agua. Pero el mendigo ni se movió ni abrió los ojos. - No estoy obstaculizando tu camino – dijo el anciano – puedes pasar por encima mío. - No he franqueado el lugar donde se reúne mi padre ni el sitio donde conversa mi madre, tampoco puedo pasar por encima de ti. La joven, muy suavemente, dio la vuelta alrededor del cuerpo del viejo y cantando llegó a la orilla del río.

 El sauce de la orilla ya exhibía sus brotes verdes y las aguas corrían armoniosamente. Ella descargó el cubo de conchas, se arrodilló, bebió unos sorbos de agua cristalina y luego fue llenando el recipiente con el cucharón de conchas. En ese momento se las vio negras. ¿Cómo cargar el cubo sin la ayuda de otra persona? La joven miró en derredor suyo pero no divisó ni una sombra. Ya estaba muy inquieta sintió como un destello ante sus ojos: hete aquí al mendigo parado delante suyo. Ya no parecía aquel viejo medio moribundo sino que se le veía muy animado.

- Jovencita Caracol, voy a ayudarte a levantar el cubo – le dijo. La joven se puso muy contenta, se arrodilló y pegó la espalda al cubo, luego se colocó la pértiga en el hombro. El hombre en cuestión parecía querer crearle dificultades al levantar la pértiga un poco más arriba a veces y otras más abajo, de manera que ella no encontraba una manera cómoda de llevarla. La muchacha intentó pararse varias veces pero no lo logró. Finalmente, cuando ya lo había conseguido, como el cubo no había sido bien amarrado a la pértiga resbaló por ésta hasta caer hecho añicos. La muchacha, afligida por la pérdida del cubo y con miedo de que sus padres la rezongaran al volver a la casa se tapó la cara y sollozó. En cambio, el viejo no se inmutó para nada, por el contrario le dijo sonriendo: - ¿Qué tiene de especial este cubo? Yo puedo darte uno. La joven no contestó sino que lloró con más fuerza, pensando: “Este pobretón, ¡con qué me lo va a poder devolver! Este no es un cubo común, está hecho de conchas y no se vende en ninguna parte.” Quién se imaginaría que el viejo tenía su solución. Asió una a una las conchas, las mezcló y luego le dijo: - Mira, muchacha Caracol, ¿acaso no está bueno el cubo?

¡Cómo le iba a creer la joven! Ella pensaba: “Evidentemente se ha roto, no te rías de mí.” Pero no pudo contener la curiosidad y miró: qué curioso, el cubo de conchas estaba enterito.

Además, estaba lleno de agua cristalina. Se alegró tanto que hasta le vinieron deseos de cantar y pensó: “Este pordiosero no es una persona del montón seguramente, tal vez sea un genio”. - Eres realmente una buena persona, me has salvado, ¿te puedo ayudar en algo? – le manifestó agradecida.

-No tengo donde dormir esta noche, me gustaría descansar sólo por hoy en la cocina de tu casa.

- Temo que mi madre no acepte, ella odia a los mendigos.

Pero no te preocupes, yo se lo voy a rogar.

- No es necesario que lo hagas, muchacha. Si ella no está de acuerdo, tú le das lo que está dentro del cubo.

La chicuela no tenía claro qué es lo que había dentro del recipiente. Pero impresionada por quien creía un genio no preguntó más nada y retornó a su casa cargando el cubo con la pértiga.

Una vez en el hogar, al tiempo que vertía el agua en el recipiente de bronce, le comentó a su madre que un mendigo quería pasar la noche en la cocina de la casa. La señora frunció las cejas y reflexionó.

- ¿Cómo vamos a permitir que un viejo y sucio vagabundo pase la noche en la cocina de nuestra casa?... En ese mismo momento ¡plaf! se oyó el ruido de una cosa amarilla que había caído dentro del cubo. Fue entonces que la muchacha recordó las palabras del mendigo y dijo: - Además, él me dijo que le diera a mi madre lo que hay dentro del cubo. La madre observó: aquello que había sonado era un anillo de oro por lo cual desfrunció el ceño y sonrió. - Bueno, dejémoslo que duerma esta noche en la cocina – dijo. Después de la cena toda la familia se reunió a charlar. El padre bebía té con mantequilla y la madre tejía. Hablando y hablando se tocó el tema del casamiento de las muchachas. 

- Yo me quiero casar con el rey de la India – dijo la hermana Oro. - Y yo con el rey de aquí – dijo la hermana Plata. Cuando el padre le preguntó a la tercera, ésta se quedó sin saber qué decir. En ese momento entró sin anunciarse el mendigo y se dirigió a los mayores. - Quiero hacerle de casamentero a la joven Caracol. Alguien tan hermoso y bueno como ella debe casarse con Gongzela. ¿Quién era ese Gongzela y dónde vivía? Nadie lo sabía ni había oído hablar de él. Los padres pensaron: “Este mendigo loco ¿a qué persona de renombre y posición puede conocer? Seguramente está proponiendo a otro pordiosero”. Cuando sus pensamientos llegaron a este punto los dos menearon la cabeza negativamente.

Las otras dos hermanas estaban cuchicheándose al oído sin poder dejar de mirar a la otra con una sonrisa fría. El mendigo se dio vuelta y le preguntó a la hermana Caracol: - Gongzela es una buena persona, ¿estás dispuesta a casarte con él? - No sé quién es – dijo ella. - Confía en mí, no te engañaré, Gongzela podrá hacerte feliz. La joven recordó lo que había sucedido aquella mañana. Ella sabía que el mendigo no haría trampas y asintió con la cabeza. - Te creo y quiero casarme con Gongzela, pero, ¿dónde vive? ¿Y qué tipo de persona es? - Eres realmente una muchacha inteligente. Si quieres buscar a Gongzela vente conmigo. Siguiendo las huellas de mi bastón llegarás hasta el lugar donde él habita. Y dicho esto el anciano se dirigió hacia la puerta. 

La chica lo siguió mientras los padres, al ver que no la podían detener, montaron en cólera: - Si te vas, no te vayas a arrepentir luego, porque en esta casa ya no podrás entrar. Las otras dos jóvenes estaban a un lado sonriendo irónicamente. La hermana Caracol atravesó el umbral de su casa pero ya no se veía ni la sombra del viejo mendigo. Del cielo colgaba una luna brillante que alumbraba el camino y ella encaminó sus pasos siguiendo las huellas del bastón del viejo. Cuando la luna se iba escondiendo por el occidente y el sol se elevaba por el oriente, la joven, que no sabía cuánto había caminado ya, llegó a un gran dique. Sobre éste retozaba un rebaño de cientos de ovejas que semejaban en su conjunto un ramo de flores. Ella le preguntó al niño pastor: - ¿Has visto pasar por aquí a un viejo mendigo? No, - contestó el anciano sonriente – por aquí sólo acaba de pasar Gongzela.

La muchacha señaló el palacio a lo lejos y preguntó: 

- Dígame por favor, ¿qué templo es aquél? ¿Qué buda hay allí? - Muchacha, ese es el palacio de Gongzela, no es un templo. Sigue este camino, él te está esperando – expresó lleno de amabilidad. La muchacha agradeció al hombre de pelo cano y se encaminó hacia el palacio. Por cada lugar por donde pisaban sus pies iban surgiendo del suelo flores, como por arte de magia, que compitiendo en colorido e inundando el aire de perfume parecían estar dando la bienvenida a quien llegara. Las flores lozanas se abrían al paso de la muchacha, formando así un camino florido que la condujo al frente del palacio. Cuando ella pisó la escalera del edificio, la gran puerta se abrió inmediatamente. Gongzela junto con su séquito, vestido del color del arco iris, portando perlas, turquesas y corales, salió a recibirla y a pedirla en matrimonio. Ella notó impactada que Gongzela era un rey joven y guapo, por lo cual lo aceptó sin reservas: en ese momento supo que Gongzela no era otro que el viejo mendigo disfrazado. Gongzela se sentó en una cama de oro y la muchacha vistió la ropa irisada, se enjoyó y se sentó en una cama de plata. Escogieron de mutuo acuerdo un día apropiado y se unieron como esposos viviendo muchos años felices en aquel palacio.


Y Colorín Colorado...


* Cuento popular tibetano