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miércoles, 4 de enero de 2012

La llegada de los Reyes Magos



Reyes que venís por ellas,
no busquéis estrellas ya,
porque donde el sol está
no tienen luz las estrellas.

Reyes que venís de Oriente
al Oriente del sol solo,
que más hermoso que Apolo,
sale del alba excelente.

Mirando sus luces bellas,
no sigáis la vuestra ya,
porque donde el sol está
no tienen luz las estrellas.

No busquéis la estrella ahora,
que su luz ha oscurecido
este sol recién nacido,
en esta Virgen Aurora.

Ya no hallaréis luz en ellas,
el niño os alumbra ya,
porque donde el sol está
no tienen luz las estrellas.

Aunque eclipsarse pretende,
no reparéis en su llanto,
porque nunca llueve tanto
como cuando el sol se enciende.

Aquellas lágrimas bellas,
la estrella oscurece ya,
porque donde el sol está
no tienen luz las estrellas.


Lope de Vega

La niña rosa


Cristal, oro y rosa. Alba en Palestina.
Salen los tres reyes de adorar al Rey,
flor de infancia llena de una luz divina
que humaniza y dora la mula y el buey.
Baltasar medita, mirando la estrella
que guía en la altura. Gaspar sueña en
la visión sagrada. Melchor ve, en aquella
visión, la llegada de un mágico bien.
Las cabalgaduras sacuden los cuellos
cubiertos de sedas y metales. Frío
matinal refresca belfos de camellos
húmedos de gracia, de azur y rocío.
Las meditaciones de la barba sabia
van acompasando los plumajes flavos,
los ágiles trotes de potros de Arabia
y las risas blancas de negros esclavos.

¿De dónde vinieron a la Epifanía?
¿De Persia? ¿De Egipto? ¿De la India? Es en vano
cavilar. Vinieron de la luz, del Día,
del Amor. Inútil pensar. Tertuliano.
El fin anunciaban de un gran cautiverio,
y el advenimiento de un raro tesoro.
Traían un símbolo de triple misterio,
portando el incienso, la mirra y el oro.
En las cercanías de Belén se para
el cortejo. ¿A causa? A causa de que
una dulce niña de belleza rara
surge ante los magos, toda ensueño y fe.
- “¡Oh, reyes!” -les dice- “Yo soy una niña
que oyó a los vecinos pastores cantar,
y desde la próxima florida campiña
miró vuestro regio cortejo pasar.
Yo sé que ha nacido Jesús Nazareno,
que el mundo está lleno de gozo por El,
y qué es tan rosado, tan lindo y tan bueno,
que hace al sol más sol, y a la miel más miel.
Aún no llega el día…¿Dónde está el establo?
¡Prestadme la estrella para ir a Belén!
No tengáis cuidado que la apague el diablo
con mis ojos puros la cuidare bien!”
Los magos quedaron silenciosos, bella
de toda belleza, a Belén tornó
la estrella y la niña, llevada por ella
al establo, cuna de Jesús, entró.
La madre miraba a su niño lucero
las dos bestias buenas daban su calor
sonreía el santo y viejo carpintero,
la niña estaba temblando de amor.
Allí había oro en cajas reales,
perfume en frascos de hechura oriental,
incienso en copas de finos metales,
y quesos y flores y miel de panal.
¡Qué dar a ese niño, qué dar sino ella!
¿Qué dar a ese tesoro divino, Señor?
Le hubiera ofrecido la mágica estrella,
la de Baltasar, Gaspar y Melchor.
Mas a los influjos del hada amorosa,
que supo el secreto de aquel corazón,
se fue convirtiendo poco a poco en rosa,
en rosa más bella que las de Sarón.
La metamorfosis fue santa aquel día
(la sombra lejana de Ovidio aplaudía)
Pues la dulce niña ofreció al Señor,
que le agradecía y le sonreía,
en la melodía de la Epifanía,
su cuerpo hecho pétalos y su alma hecha flor…
 Rubén Darío

sábado, 24 de diciembre de 2011

Cuento de Noche Buena


El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano. Su eminencia el cardenal -que había visitado el convento en un día inolvidable- había bendecido al hermano, primero, abrazándole enseguida, y por último díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y por la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: "!Eh! Venid acá, hermano Longinos, y tomareis un buen vaso..." Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas.

  Avino, pues, que un día de Navidad, Longinos fuese a la próxima aldea...; pero ¿no os he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien Dios nos guarde. Los vientos del cielo llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches o en los serenos crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores sonores..., era el órgano de Longinos que acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos. Fue, pues, en un día de Navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería paciente y filosófica:

-!Desgraciado de mi! !Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la vida a pan y agua! !Cómo estarán aguardándome en el monasterio!

Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se encaminó por la vía de su convento. Las sombras invadieron la tierra. No se veía ya el villorrio; y la montaña, negra en medio de la noche, se veía semejante a una titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios.

Y fue el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras pater y ave, advirtió con sorpresa que la senda que seguía la pollina, no era la misma de siempre. Con lágrimas en los ojos alzó éstos al cielo, pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: -Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso. No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitas aromas. Y vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodíaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él, con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario.


Y sucedió que -tal como en los días del cruel Herodes- los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes...

Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:

-Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su convento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mi? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte.

Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre.

Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano? ¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista... ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza... De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar... resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia...

El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial, labrada en mármol.

Rubén Darío


viernes, 23 de diciembre de 2011

El camello de Melchor







El camello de Melchor
mete la pata y se emboba,
porque anda enfermo de amor,
¡y le tiembla la joroba!

Se enamoró sin remedio
de una camella en la duna,
hace ya más de año y medio,
y ahora está siempre en la luna.

 Desde el hocico a la cola,
le corren escalofríos.
No da el pobre pie con bola
y causa mil extravíos.

Al repartir los juguetes,
suspira el camello tanto
que confunde los paquetes
y forma un lío de espanto.

¡Qué soberana tragedia!
Agobiados, sus altezas
les dan cien vueltas y media
a sus reales cabezas.

 Melchor cavila y razona
por el pasillo adelante.
Le arde a Gaspar la corona,
y a Baltasar, el turbante.

 ¡Tanto pensar da mareo…!
Hasta que por la mañana
Papá Noel, en trineo,
se cuela por la ventana.

Viene a echarles una mano
con sus seis renos glotones;
que, como aún es temprano,
se zampan seis polvorones.

Unidos en Navidad,
con un solo corazón,
transportan felicidad
al más lejano rincón.

 Lo pasan de rechupete
viajando hasta el quinto pino,
y no dejan ni un juguete
sin llevar a su destino.

 Mientras, camello y camella
se arrullan y se dan besos.
Está él chalado por ella;
y ella, loca por sus huesos.

Poesía de Carmen Gil Martínez 

domingo, 2 de enero de 2011

Los doce meses


Una vez, en la noche de fin de año, los doce meses del año se reunieron alrededor de un árbol de Navidad y comenzaron a discutir sobre cuál de ellos era el más importante.

-Esta discusión es una bobada -habló Diciembre-, está claro que yo soy el más importante. A todo el mundo le encanta que llegue yo, porque en Diciembre está la Navidad. Este árbol tan bien adornado es una prueba de lo que digo.

-Estás equivocado -replicó Agosto-. La gente me prefiere a mí. Mis días son cálidos y soleados. Y en Agosto, todo el mundo se va de vacaciones.

-¡De eso nada! -protestó Julio-. Mucha gente también se va de vacaciones mientras estoy yo.

-¡Yo soy más importante! intervino Marzo!-. Traigo la primavera, que es la estación más hermosa. Y en Marzo las flores comienzan a brotar.

-Sí, pero es en Mayo cuando están más bonitas -dijo Mayo.



Y así cada mes fue defendiendo su importancia. Uno porque en él se tomaban las vacaciones de Pascua. Otro porque en su calendario estaba tal o cual otra festividad...

-Y tú Enero -preguntaron al único mes que no había hablado-. Aún no has dicho nada.

-Es que, en mi opinión, todos somos igual de importantes -contestó.

-A ver, explícate -le dijeron.

-Veréis. Yo llego en primer lugar, y en Enero es cuando la vida comienza a germinar bajo la tierra. En Febrero la naturaleza revive. Y Marzo barre definitivamente el polvo del invierno. Abril trae algo de calor a las flores y plantas, hasta que Mayo y Junio toman el relevo. Es para entonces cuando la vegetación está llena de vida.

Siguen Julio y Agosto, que la hacen madurar gracias a la longitud y al calor de sus días y a la tibieza de sus noches. En Septiembre y Octubre llega el tiempo de las cosechas. Después los hombres necesitan reposo y por eso Noviembre alarga las noches. Por último los hombres necesitan alegría, y Diciembre trae la fiesta de Navidad.

Como veis, sin el trabajo que cada uno realiza no podrían sobrevivir los demás.
Todos los meses admiraron la sabiduría de Enero y nunca más discutieron.

Y colorín colorado...

(desconozco el autor del cuento)


domingo, 19 de diciembre de 2010

Befana

La noche del 5 de enero, mientras esperamos la llegada de los Reyes Magos, en Italia se guarda con similar paciencia la visita de un entrañable personaje que tiene para los niños italianos la misma importancia y significación que tienen los Magos para los niños españoles. Este personaje es la Befana.

Befana, tiene la apariencia de una bruja. Va vestida de negro, vuela sobre una escoba por encima de las casas y los campos, y lleva un enorme saco a la espalda. Pero ese saco está repleto de regalos para todos los niños que se lo han merecido. Para los que no, Befana lleva provisión de trozos de carbón.

Según cuenta la leyenda, Befana vivía en Belén. Era viuda, y se sentía muy triste por no haber tenido ningún hijo. Cierto día, mientras recogía leña en el bosque, unos extranjeros montados sobre camellos se acercaron a ella y le preguntaron cuál era el camino de Belén. Tras indicárselo, ella les dijo:

-Parecéis personas muy importantes, ¿qué buscáis en Belén?
-Buscamos al niño- dios -respondieron los Magos, pues de ellos se trataba-. Una estrella nos ha guiado hasta aquí, y ahora sabemos que nuestro viaje está a punto de concluir.

En el interior de Befana nació el deseo de conocer al Niño. Su primera intención fue la de unirse a la caravana de los Magos, pero antes volvió al bosque en busca de leña que había ido recogiendo
en pequeños montones. Cuando regresó al camino los extranjeros ya se habían marchado.

Befana, agobiada por el peso de la leña, tardó bastante en llegar a Belén. Para entonces, aunque lo buscó por cada rincón, no puedo encontrar al niño. Sin desanimarse, continuó su búsqueda por todas las partes, preguntando a los hombres y también a los animales, a quienes la mula y el buey habían hablado de la buena nueva. Se dice que recorrió el mundo entero, al tiempo que en su saco iba guardando regalos y presentes para dárselos al Niño cuando lo viera.

Finalmente se le apareció San José, quien, lleno de piedad hacia ella, le explicó que el niño-dios estaba en todos y cada uno de los niños.

Desde entonces, Befana reparte sus juguetes y regalos entre todos los niños que esperan su llegada la noche del 5 de enero.



domingo, 12 de diciembre de 2010

La Navidad del petirrojo


¡Qué frío hacía! La gente corría las cortinas y se acurrucaba junto al fuego.

-Este año vamos a tener unas navidades blancas, ya lo veréis -decían los más viejos.

Todos los niños estaban muy excitados.
-¡Una blanca Navidad! -decía Clara.

-Podremos patinar y hacer muñecos de nieve -anadía Tomás.

Por fin, una noche se puso a nevar. Los niños se despertaron por la mañana y encontraron el jardín completamente cubierto por una suave capa blanca.

-No debemos olvidarnos de los pajaritos... -dijo Clara al ver a un petirrojo saltar alegremente junto al umbral de la puerta de la cocina.

Y salió afuera y le echó miguitas de pan. También les puso agua, y Tomás colgó una cestita de frutos secos en la rama del viejo peral. Y todos los días, el petirrojo volvía a estar a la puerta de la cocina.

Clara enseñó a los otros niños lo que tenían que hacer para alimentar a los pájaros y todos pusieron migas, frutos secos, granos de maíz, de arroz y otras cosas. Todos los días dejaban comida para los pájaros y luego observaban cómo los gorriones, los petirrojos y los mirlos bajaban a comer.

La Navidad se acercaba. Clara y Tomás empezaron a preparar guirnaldas de papel, estrellas de papel de plata y otros muchos adornos para el árbol.

-Pero no tenemos acebo -dijo mamá-, ni acebo ni muérdago. Necesitamos acebo con muchas bolitas rojas.

Clara y Tomás, junto con su hermana Olga, fueron de compras al pueblo con su mamá y se encontraron con la granjera. Les sonrió amablemente a los pequeños.

-¡Qué! ¿Preparando las fiestas de Navidad? No olvidéis que podéis venir a buscar todo el acebo que os haga falta a nuestro bosque.

La mamá de los niños le dio las gracias.

-¡Esto es fantástico! -exclamó-. Iremos mañana sin falta.

Y Clara decidió que dibujaría una tarjeta de Navidad muy especial para los granjeros.

Al día siguiente los niños se abrigaron bien, se equiparon con botas de nieve y gorros y bufandas de lana y se fueron con su mamá al bosque.

-¡Mirad las huellas que voy dejando! -gritaba Tomás, lanzándose a toda velocidad sobre la nieve y señalando las marcas que dejaban sus pasos.

De pronto, se oyó un piar melodioso.

-Parece el canto de un petirrojo -dijo la mamá-. Sí, fijaos, está cantando porque es Navidad.

-Está cantando <<¡seguidme, seguidme!>> -dijo Clara.
-Puede que sea eso .dijo la mamá, riendo.


En un recodo del camino había una mata de acebo cubierta de bolas de un rojo brillante. Precisamente lo que buscaban.

Pero tan sólo los niños vieron algo más: vieron elfos y criaturas del bosque correteando junto al sendero. Clara quiso decírselo a su mamá, pero apenas empezó a decir: <<¡Oh, mira...!>> se desvanecieron.

-Yo no veo nada -dijo su mamá.

Pero se oían ruidos por debajo delos arbustos, y Clara comprendió que los pequeños seres habían corrido a esconderse para que nadie los viera.

Siguieron por el camino con sus ramas de acebo hasta que el sendero se ensanchó. Clara estaba segura de seguir oyendo piar al petirrojo: "Seguidme, seguidme".

Y por fin llegaron a un pequeño claro del bosque: Y todos lanzaron un grito de admiración: en el centro había un maravilloso muñeco de nieve.

Llevaba un viejo sombrero de fieltro y una corbata a rayas blancas y rojas. Los brazos eran dos palos con dos guantes de cuero en los extremos. La boca y los ojos estaban hechos con piedrecitas, y llevaba una pipa en la boca.

Parecía sonreír.

Olga lo miró fijamente y dijo:
-Hola, señor muñeco de nieve.

-¿A quién se le habrá ocurrido hacer un muñeco de nieve en este sitio? - se preguntó la mamá-. ¡Esto sí que es un misterio!

A los pies del muñeco había varias bolas de nieve, pero sólo los niños podían ver subidos en ellas a los elfos y a los ratoncillos del bosque y escuchar sus risas y sus gritos.

El viejo búho sabio se asomó desde su agujero, en un árbol, y meneó la cabeza:
-Seguro que va a seguir nevando -dijo. Y se volvió adentro.

Y de nuevo, Clara oyó piar al petirrojo: <<¡Muchas gracias>>!, le pareció entender que decía. Y Clara pensó que quizás era la manera de agradecerle la comida y el agua que le había dado en lo más duro del invierno.

-Ya va siendo hora de volver -dijo su mamá.

De modo que se volvieron a casa por el camino que llevaba al pueblo.

-Me sigo preguntando quién ha podido hacer ese muñeco de nieve -volvió a decir la mamá, por la noche-. Ha sido una sorpresa muy agradable.

Bien arropada en su camita, antes de dormirse, Clara se estuvo acordando del petirrojo. Estaba segura de que era el mismo que venía cada mañana a la puerta de su cocina. Y ¿estaría de verdad diciendo: "Gracias"?

Bueno..., ¿por qué no?


Cuento e ilustraciones de Mabel Lucie Attwell

EL CAMELLO COJITO (auto de los Reyes Magos)







El camello se pinchó
Con un cardo en el camino
Y el mecánico Melchor
Le dio vino.

Baltasar fue a repostar
Más allá del quinto pino....
E intranquilo el gran Melchor
Consultaba su "Longinos".

-¡No llegamos,
no llegamos
y el Santo Parto ha venido!

-son las doce y tres minutos
y tres reyes se han perdido-.

El camello cojeando
Más medio muerto que vivo
Va espeluchando su felpa
Entre los troncos de olivos.

Acercándose a Gaspar,
Melchor le dijo al oído:
-Vaya birria de camello
que en Oriente te han vendido.

A la entrada de Belén
Al camello le dio hipo.
¡Ay, qué tristeza tan grande
con su belfo y en su hipo!

Se iba cayendo la mirra
A lo largo del camino,
Baltasar lleva los cofres,
Melchor empujaba al bicho.

Y a las tantas ya del alba
-ya cantaban pajarillos-
los tres reyes se quedaron
boquiabiertos e indecisos,
oyendo hablar como a un Hombre
a un Niño recién nacido.

-No quiero oro ni incienso
ni esos tesoros tan fríos,
quiero al camello, le quiero.
Le quiero, repitió el Niño.

A pie vuelven los tres reyes
Cabizbajos y afligidos.
Mientras el camello echado
Le hace cosquillas al Niño.


viernes, 10 de diciembre de 2010

La diligencia de doce asientos


¡Qué frío hace! El cielo es terciopelo negro, y no sopla ni un poquito de viento.

¡Pum! ¡Catacrac!

Una serie de porrazos interrumpen el silencio. Son los habitantes de la pequeña ciudad, que empiezan a arrojar por las ventanas viejos platos desportillados, cazuelas de barro, vajillas viejas.
¡Pam! ¡Pum! ¡Bum! ¡Cracracracrac! ¡Bang!

Estos otros, que hacen eco a los primeros ruidos, son cohetes. Lo habéis adivinado: en el
campanario acaban de dar los doce repiques de la medianoche del día de San Silvestre.

¡Troc! ¡Totroc! ¡Totocroc!

¿Y esos otros? Éstos los hace la diligencia, un carruaje tirado por caballos. En cuestión de minutos, el vehiculo estará frente a la puerta norte de la ciudad. En él viajan doce pasajeros, que
ocupan los doce únicos asientos que hay dentro.

-¡Por el año nuevo! ¡Felicidades! -gritan las gentes en sus casas, levantando las copas llenas de champán.

Tintinean las copas, la alegría está en su apogeo. En ese preciso momento, la diligencia, con sus doce pasajeros, se detiene frente a la puerta.

¿Quiénes son, estos viajeros? Todos tienen el equipaje a punto y los pasaportes
en regla. Y llevan también consigo una bonita ¿colección? de regalos. ¿que para quién son? ¡Pues para mí, para ti, para todos! ¿Pero quiénes son?

-¡Feliz año tenga, buen hombre! -le gritan al centinela de guardia de la puerta.

-¡Feliz año tengan ustedes, señores! -contesta el centinela. Y, acercándose a la carroza, abre la puertecilla, ayuda a bajar al primero de los pasajeros y le pregunta -: ¿Nombre, apellido, profesión?

-Mire en mi pasaporte -responde el individuo-.
¿Qué quiere que le diga? ¡Yo soy quien soy!

Es un tipo curioso, embutido en un abrigo de pieles de oso.

-Son muchos los que ponen en mí sus esperanzas, ¿sabe? Venga mañana a mi casa y le haré un
hermoso regalo de fin de año. Aguinaldos y regalos, tengo siempre para todos; en cuanto a fiestas, más de treinta y una no puedo dar. ¿Mi profesión? Comerciante al por mayor.
¿Mi nombre? Enero, y viajo con montones de cuentas de recibos y de liquidaciones.

Ahora desciende el segundo pasajero. Éste es un vividor: empresario teatral, organizador de bailes de disfraces.

-Cuando hay de esto, hay de todo, o casi -setencia- Me gusta que la gente se divierta pero también a mí me gusta divertirme, porque por desgracia no me va tan bien: veintiocho días sólo, si te paras a pensar. Verdad es que, de vez en cuando, me conceden uno más. No es gran cosa, pero en el fondo, ¿qué más da?

-No se precipite, por favor -le advierte el centinela.

-Jovenzuelo, yo puedo hacer tanto escándalo como me venga en gana, que para algo soy el Príncipe Carnaval, aunque viaje con nombre falso... Pero puedes llamarme Febrero. -Le guiña un ojo y pasa adelante.

¿Y el tercero? El tercero es más delgado que el hambre, tieso como un palo de escoba, siempre con la cabeza en otra parte, Es pariente de los magos, meteorólogos y astrólogos de todo el mundo. A juzgar por su aspecto, su negocio no debe irle demasiado bien. En el ojal de su largo baladrán lleva prendido un ramito de violetas.

-Señor Marzo -lo llama el cuarto pasajero, dándole un golpecito en el hombro-. ¿No huele este aroma a té? ¡Entre enseguida en la aduana y haga que le den una taza!

¿Aroma? ¡Pero qué aroma ni aroma! Es una broma, una broma de Abril, para ser exactos, que
hace su aparición con este primer chiste. Parece -lo está- muy alegre; dicen las malas lenguas que no se mata a trabajar, pero no es ningún vago.

-Todo se arreglaría con que este mundo fuera un poco más estable -dice-. En cambio, unas veces estamos contentos, otras melancólicos. Tan pronto llueve, como sale el sol; partimos, regresamos. ¿que cuál es mi trabajo? Si quiere, puede escribir que tengo una empresa, de pompas fúnebres. Río o lloro según me da. ¿Lo ve? En esta maleta llevo ropa de verano, ¡pero estaría loco si quisiera ponérmela! Los domingos por la mañana voy a misa con el impermeable, y debajo llevo camisa de manga corta.

Justo después se apea una muchacha. Se llama Mayolina/Maya: lleva un vestido ligero, veraniego, color verde y calza zapatos livianos, sobre los que lleva unos llamativos chanclos de
goma. Entre sus cabellos rubios luce un ramillete de flores.

Es tan hermosa como afinada: es que, además, es cantante. Pero no canta en los teatros, quede claro, sino al aire libre, en los bosques, por pura pasión. Lleva en la mano un maletín de trabajo, y dentro, dos libritos: uno de poesía, otro de cuentos.

-¡Paso, que baja la Señora! -grita el cochero, haciendo sonar la fusta.

Una joven dama apoya un piececito en tierra. Es bonita como Mayolina, pero su porte es más orgulloso. ¿Qué de quién se trata? De la Dama de Junio, naturalmente. En el día más largo del año da una fiesta espléndida, en la que sus invitados pueden degustar todos los platos de su bien provista mesa.

Tiene una carroza propia, pero prefiere viajar en diligencia con todos los demás para no ganarse la fama de persona altanera.

La acompaña un joven rellenito que luce un sombrero de paja de ala ancha y un vistoso traje de baño. ¿No lo habéis reconocido? Se trata nada menos que de su hermano, el señorito Julio.

¿Y quién más? Pues doña Agostina, verdulera al por mayor y propietaria de grandes haciendas. Es regordeta y está siempre acalorada. No se las da de señorona, pero le gusta hacer las cosas por sí misma: dicen es ella en persona quien les lleva al campo a los labriegos sus buena jarras de cerveza.

-¡Te ganarás el pan con el sudor de tu frente! -exclama-. Los bailes, las excursiones al campo y los paseos por la montaña vienen después.

¡Vaya, pero si tenemos también un artista! Pintor, por más señas. ¿Que cómo se llama esta celebridad? Profesor Septiembre, maestro del color. No hay bosque que no lo conozca; no tiene
más que echar mano a la paleta y ya las hojas, de verdes, se hacen amarillas, rojo subido, oro viejo. Mientras trabaja, silba como los mirlos, y mientras silba, enrolla zarcillos de lúpulo en torno a su jarra de cerveza. Por equipaje lleva su maletita de pintura.

Detrás de él viene todo un señorón de los campos, el conde Octubre. Al igual que
soña Agostina, se toma también muy en serio su trabajo: no habla más que de vendimiar, de arar, de sembrar, de roturar. Lleva consigo una garrafa, y sobre el techo de la diligencia ha mandando colocar un bonito arado inglés último modelo. Mientras menciona con entusiasmo una nueva variedad de trigo, su vecino le interrumpe varias veces con sus toses y con su ruidoso sonarse. Se trata del señor Noviembre; se ve a las claras que está molesto por su resfriado.
Con una mano sujeta el pañuelo y con la otra empuña un hacha: es presidente honorario de la Hermandad de Leñadores.

Ya se ha quedado vacía la diligencia... Ah, no, perdón, es que ese viejecito ha tardado una barbaridad en bajarse.

El abuelo Diciembre: ¿cómo iba a faltar él a la reunión? En sus manos arrugadas lleva un braserito, y su nariz aguileña no deja de moquear. Va encorvado y está entumecido, pero los ojos le brillan vivarachos como dos estrellas al ordenar que bajen de la diligencia una maceta en la que crece un pequeño abeto.

-Bajenlo con cuidado, por favor -dice-. Tiene que crecer tieso para estar bonito en Nochebuena. Lo adornaremos con muchas velas de colores, con bolas brillantes, con dulces y juguetes. Y entonces yo sacaré mi libro de cuentos y haré que los niños se porten bien.

-¡De acuerdo entonces, que siga la diligencia! -le interrumpe el centinela-. Todos los viajeros han bajado. ¡Arre , cochero!

-Pero primero que pasen a verme -dice el jefe de aduanas-. ¡Adelante, señores! Los pasaportes me los tienen que dar a mí. Tienen un mes de validez, pasado el cual escribiré en ellos las observaciones sobre su conducta. ¡Señor Enero, empecemos por usted!

Y Enero se presenta.

Dentro de un año podré deciros qué presentes nos han hecho los viajeros. Ahora no lo sé. ¿Lo sabrán ellos?

¡Hoy en día pasan tantas cosas!


Es un cuento de Hans Christian Andersen