jueves, 23 de abril de 2020

Pulgarcita

Había una vez una mujer que quería tener una niña muy pequeñita pero no sabía dónde encontrarla. Así que fue a ver a una vieja bruja y le dijo:
–¡Me gustaría tanto tener una niña muy pequeñita!
¿Cómo podría hacer para conseguirla?
–Es muy sencillo –dijo la bruja–. ¿Ve este grano de cebada? No es de la misma que crece en el campo y que comen las gallinas. Plántelo en una maceta y verá… lo que verá.
–¡Gracias! –dijo la mujer; y le dio doce centavos a la bruja. La mujer volvió a su casa y plantó el grano de cebada.
Enseguida creció una flor grande y hermosa, parecida a un tulipán; tenía los pétalos muy cerrados porque todavía era un pimpollo.

–Es una flor hermosa –dijo la mujer, y besó los pétalos  rojos y amarillos. Entonces, apenas les dio un beso, los pétalos se abrieron con un estampido. Sin duda, era un tulipán. Y allí, en el medio de la flor, sentada entre los estambres verdes había una niñita graciosa y delicada. Era apenas un poco más grande que medio dedo pulgar y por eso la mujer la llamó Pulgarcita.
Media nuez lustrada le sirvió de cuna; el colchón estaba hecho con pétalos de violetas y la colcha era un pétalo de rosa. Allí dormía de noche. Durante el día, Pulgarcita jugaba sobre la mesa; la mujer había
colocado un plato con una coronita de flores alrededor que mojaban sus tallos en el agua. En el medio flotaba un pétalo de tulipán, y Pulgarcita, sentada sobre él, navegaba de un borde al otro del plato
ayudándose con dos crines blancas que le servían de remos. ¡Era tan lindo verla! Y también escucharla, porque sabía cantar tan dulcemente como nadie. Pero una noche, mientras reposaba en su linda cuna, una Sapa vieja entró por un vidrio roto de la ventana. Era verdaderamente feísima, grandota, toda húmeda. De un salto cayó sobre la mesa donde dormía Pulgarcita, cubierta con sus pétalos de rosa roja. –¡Ah! Esta sí que sería una bonita esposa para mi hijo! –dijo la Sapa. Tomó entonces la cáscara de nuez, saltó afuera a través del vidrio roto y salió al jardín.
El arroyo era grande y ancho; sus orillas, lisas y barrosas; allí vivía la Sapa con su hijo. ¡Huy! ¡Sí que era feo! El vivo retrato de su madre. Cuando vio a la encantadora Pulgarcita en su cuna de nuez, todo lo que se le ocurrió decir al hijo de la Sapa fue:

–¡Croac! ¡Croac! ¡Brek, kek-kek!
–No hables fuerte que puede despertarse– dijo la Sapa–. Todavía puede escapársenos, porque es liviana como una pelusita de cisne. Vamos a dejarla en el medio del arroyo, sobre una hoja de nenúfar. Es tan pequeña que, para ella, será como estar en una isla. De allí no podrá escapar; nosotros, mientras tanto, arreglaremos el precioso salón debajo del barro donde vivirán ustedes dos.

En el arroyo crecían muchos nenúfares de anchas hojas que parecían flotar en el agua. La Sapa fue andando hasta el nenúfar que estaba más alejado de la orilla -que era también el más grande de todos- y depositó en él a Pulgarcita. La pobre se despertó muy temprano a la mañana siguiente y, cuando vio donde estaba se puso a llorar tristemente. El agua rodeaba la hoja por todos lados y no había forma de llegar a tierra. La vieja Sapa trabajaba en el barro; estaba adornando el salón con lirios y nenúfares amarillos, pues tenía que quedar muy bonito para su nuera.
Luego, acompañada por su feísimo hijo, nadó hasta la hoja donde estaba Pulgarcita; iban a buscar la cama para ponerla en el dormitorio antes de que llegara Pulgarcita en persona. La vieja Sapa le hizo reverencia desde el agua y le dijo:

–Te presento a mi hijo, que va a ser tu esposo. Muy pronto van a vivir juntos y como príncipes en el barro.
–¡Croac! ¡Croac! ¡Brek, kek-kek! –eso fue todo lo que supo decir el sapito.

Después tomaron la linda camita y se la llevaron. Pulgarcita, sola en medio de la hoja verde, siguió llorando; no quería vivir en la casa de la vieja Sapa, ni casarse con el feísimo sapito. Los pececitos del arroyo, que también habían visto a la Sapa y habían escuchado sus palabras, asomaron las cabezas fuera del agua para conocer a la niñita. Cuando la vieron tan hermosa, les dio mucha pena. ¡Pensar que tendría que vivir en medio del barro! No, de ninguna manera: ¡los pececitos no iban a permitirlo!
Todos se reunieron alrededor del tallo que sostenía la hoja de Pulgarcita y lo royeron hasta cortarlo. Y la hoja, libre, se fue navegando por el arroyo llevándose a Pulgarcita, lejos, muy lejos, adonde la Sapa no pudiese alcanzarla. Una mariposa blanca revoloteó sobre ella y, por fin, se posó en la hoja. Las dos estaban contentas: la mariposa, porque le encantaba Pulgarcita, y Pulgarcita, porque se alejaba cada vez más de la Sapa. Pasaron por lugares maravillosos, y el sol reflejaba su oro en el agua. La pequeñita se sacó el cinturón y ató una punta a la mariposa y la otra a la hoja. Entonces, la mariposa levantó vuelo y la hoja se deslizó rápido por el agua.
Un abejorro grandote que volaba por allí, al ver a Pulgarcita, fue hasta ella, la tomó con sus pinzas de la cintura y, volando, se la llevó a un árbol. La hoja verde siguió flotando, y la mariposa con ella, atada con la cinta, sin poder desprenderse. ¡Cielos! ¡Qué susto se dio Pulgarcita cuando el abejorro la llevó al árbol! Pero, sobre todo, ¡qué pena le dio la bella mariposa blanca, atada a la hoja! Seguramente, nunca iba a poder liberarse y moriría de hambre. Pero al abejorro nada de esto le importaba un comino. Se posó con la niña sobre una de las hojas más grandes del árbol, le dio a comer la parte dulce de las flores y dijo que Pulgarcita era muy linda, aunque no se pareciese en nada a un abejorro.

Más tarde llegaron de visita los otros abejorros que vivían en el árbol. Las señoras abejorros miraron a Pulgarcita, se encogieron de antenas y dijeron:

–¡Qué fea! ¡No tiene más que dos piernas!
–¡Y ni una sola antena! –gritó otra señora abejorro.
–¿Y ese talle tan fino? ¡Puaj! Parece un ser humano. ¡Es horrible!

Las señoras abejorros estaban todas de acuerdo. Sin embargo, Pulgarcita era tan encantadora, que hasta el abejorro que la había raptado se daba cuenta. Solo que, cuando escuchó decir que era feísima, él mismo llegó a creerlo y ya no quiso tenerla junto a él, ¡que se fuera adonde se le diese la gana!
La bajaron del árbol entre todos y la colocaron sobre una margarita; Pulgarcita lloró: ¿era tan fea, que los abejorros no podían ni verla? Y, sin embargo, era lo más encantador que uno pueda imaginarse, delicada y tierna como un pétalo.
Durante todo el verano vivió sola en el gran bosque. Se tejió una cama con briznas de pasto y la colgó debajo de una planta de hojas anchas, para estar al abrigo de la lluvia. Se alimentaba del néctar de las flores y bebía el rocío que amanece sobre las hojas. Pasaron el verano y el otoño; y llegó el invierno, largo y frío.
Los pájaros que habían cantado para ella con dulzura, volaron lejos; las plantas y los árboles quedaron desnudos; la gran hoja que le servía de techo se encogió hasta no quedar de ella más que un tronco seco y amarillo. Entonces sintió un frío tremendo porque su ropa estaba hecha jirones. ¡Pobre Pulgarcita, tan pequeña y frágil y a punto de helarse!
Comenzó a nevar, y cada copo de nieve que le caía encima era como una palada que cayese sobre uno de nosotros, porque nosotros somos altos y grandes, pero ella medía menos de una pulgada. Se envolvió con una hoja seca, pero no consiguió calentarse; siguió temblando de frío.
Cerca del bosque se extendía un gran campo de trigo; hacía ya tiempo que había sido cosechado y solo quedaba el rastrojo seco sobre la tierra helada. Para ella, ese campo de trigo era como una selva por la que se aventuró a caminar,  ¡ay!, temblando de frío. Caminando, llegó a la puerta de la Rata de Campo.
La Rata de Campo había hecho su cueva bajo el rastrojo. Allí vivía, cómoda y abrigada; tenía un cuarto colmado de granos de trigo, que era una maravillosa cocina y despensa.
La pobre Pulgarcita se detuvo en la puerta como una mendiga y pidió un trocito de cebada, pues hacía dos días que no probaba ni el bocado más pequeño.

–¡Pobre criaturita! –exclamó la Rata de Campo, que era buena en el fondo–. Entra a mi cuarto tibio y come conmigo.

Pulgarcita le resultó simpática, y le propuso:

–Si lo deseas, puedes quedarte todo el invierno, pero tendrás que limpiar y ordenar el cuarto, y contarme cuentos, que eso me gusta mucho.

Pulgarcita hizo todo lo que le pidió la vieja Rata y lo pasó muy bien.

–Pronto tendremos visitas –dijo la Rata–. Mi vecino tiene por costumbre venir una vez a la semana. Está aun en mejor posición que yo; tiene grandes salones y luce una hermosa piel negra aterciopelada. Si consiguieses casarte con él podrías darte por muy contenta. Eso sí, te advierto que no ve nada. Cuando venga, le contarás tus cuentos más bonitos.

Pulgarcita no se entusiasmó; ni soñaba casarse con el vecino, que era un Topo. El Topo llegó de visita vistiendo su chaqueta de terciopelo negro. Y la Rata de Campo no se cansó de repetir que era muy rico y entendido, que tenía una casa veinte veces más grande que la de ella y que a pesar de tener tantos conocimientos, no le gustaban el sol ni las flores y hablaba muy mal de ellos, aunque no los había visto jamás. Pulgarcita tuvo que cantar, y cantó “Vuela, Abejorro” y “Cuando el monje viene al campo”. Al escuchar su voz deliciosa, el Topo se enamoró de ella, pero no se le declaró, porque era de carácter tranquilo.
Poco tiempo atrás había cavado un largo túnel que unía las dos casas; Pulgarcita y la Rata de Campo tenían permiso para pasearse por él todo lo que quisieran. Para que no se asustaran, el Topo les previno que en la mitad del pasadizo había un pájaro muerto. Era, dijo, un pajarito completo, con alas y pico. Parecía muerto hacía poco, al comienzo del invierno, y estaba enterrado precisamente donde él había hecho el túnel.
El Topo tomó entre sus dientes un trozo de madera podrida, que resplandeció como una llama en la oscuridad y, yendo delante de ellas, les alumbró el camino por el corredor largo y sombrío.
Cuando llegaron al sitio donde estaba el pájaro muerto, el Topo apoyó el ancho hocico contra el techo y empujó la tierra hacia afuera, abriendo un hueco por donde entró la luz del día.
En el piso había una Golondrina muerta, que tenía las hermosas alas muy apretadas contra el cuerpo y las patitas y la cabeza ocultas entre las plumas.
Ciertamente, la pobre había muerto de frío. Pulgarcita sintió una pena muy grande; quería mucho a todos los pájaros que habían piado y cantado tan dulcemente durante el verano. Pero el Topo la hizo a un lado con una de sus patas cortas y dijo:

–Por fin se dejó de aturdir. Qué desgracia nacer pájaro. Gracias al cielo, eso no le ocurrirá a ninguno de mis hijos. Los pájaros no tienen otra fortuna que “tuit-tuit” y después, a morirse de hambre en el invierno.
–Eso es, muy bien dicho, como persona sensata que es usted –agregó la Rata de Campo–. ¿Para qué les sirve todo ese “tuit-tuit” cuando llega el invierno? ¡Para pasar hambre y helarse! ¡Ah, pero ellos creen que eso es muy aristocrático!

Pulgarcita no dijo nada, pero cuando los otros dos le volvieron la espalda al pájaro, ella se inclinó, separó las plumas que le cubrían la cabeza y besó sus ojitos cerrados.“Tal vez sea la misma que me cantaba en verano –pensó–. ¡Qué feliz me hacías, hermosa Golondrina querida!”.

El Topo cerró el agujero por donde entraba la luz y acompañó a las señoras hasta la casa. Esa noche, Pulgarcita no pudo dormir; se levantó y tejió una gran manta de pasto seco; después la llevó al túnel y cubrió con ella al pájaro muerto; también llevó algodón que había encontrado en el cuarto de la Rata, y lo acomodó a los costados del cuerpo para protegerlo del piso tan frío.

–¡Adiós, hermosa Golondrina! –le dijo–. Adiós y gracias por las canciones que me regalabas cuando los árboles eran verdes y el sol tibio brillaba sobre nosotras dos.
Apoyó entonces la cabeza en el pecho del pájaro y enseguida se sobresaltó, porque sintió como un latido allí adentro. Era el corazón del pájaro. No estaba muerto, sino solo adormecido por el frío; ahora, al calentarse, le volvía la vida.
Sucede que, en el otoño, las golondrinas vuelan hacia los países cálidos, pero si una de ellas se retrasa, se congela y cae como muerta; ya no se levanta y la cubre la nieve.
Pulgarcita casi temblaba, tanto se sorprendió; la Golondrina era grande, grandísima comparada con ella, que no medía ni una pulgada. Pero se hizo de coraje, apretó aún más el algodón alrededor del pobre pájaro y fue a buscar una hoja de menta que le servía de colcha para cubrir la cabeza de la Golondrina.
A la noche siguiente volvió a visitarla a escondidas: estaba viva, sí, pero muy débil. Todo lo que pudo hacer fue abrir los ojos y mirar a Pulgarcita, que estaba junto a ella con un trocito de madera en la mano como única linterna.

–Gracias, linda pequeñita –murmuró la Golondrina enferma–. Siento un calor maravilloso. Pronto recuperaré la fuerza y podré volar a la luz del sol.
–No te imaginas el frío que hace afuera –dijo Pulgarcita–. Está nevando y helando. Mejor quédate en tu cama tibia; yo voy a cuidarte.

Después le llevó agua en el pétalo de una flor. La Golondrina bebió y le contó que se había lastimado un ala en un arbusto espinoso; por eso no pudo volar tan rápido como las otras, que se marcharon lejos, muy lejos, a los países cálidos. Solo recordaba que se había caído, pero no tenía la menor idea de cómo se encontraba en ese lugar. Permaneció allí el invierno entero, y Pulgarcita la atendió y la cuidó con todo cariño. No les dijo una palabra de todo esto a la Rata de Campo ni al Topo, ya que no sentían simpatía por la Golondrina.

Tan pronto como llegó la primavera y el sol comenzó a calentar la tierra, la Golondrina se despidió y Pulgarcita abrió el agujero del techo para que saliese por allí. El sol esplendoroso las alumbró, y entonces el pájaro le preguntó a Pulgarcita si no quería irse con ella; podría sentarse sobre su lomo y volarían juntas hasta los bosques verdes. Pero la niña sabía que la Rata de Campo iba a disgustarse mucho si la abandonaba.
“Tuit-uit! ¡Tuit-uit!”, cantó el pájaro y se alejó hacia el bosque. Pulgarcita se quedó muy triste. No le daban permiso para salir afuera ni caminar al sol. El trigo que habían plantado sobre la casa de la Rata ya estaba muy crecido y formaba un verdadero bosque para la pobrecita, que apenas medía una pulgada.

–Este verano tendrás que trabajar en tu ajuar –le dijo la Rata de Campo; el vecino, ese Topo aburrido con chaqueta de terciopelo, ya había pedido su mano–. Tendrás ropa de lana y ropa de hilo. Y cuando seas la esposa del Topo no te faltará nada.
Pulgarcita tuvo que dedicarse a hilar; el Topo alquiló cuatro arañas para que hilaran y tejieran para ella día y noche. Todas las tardes, el Topo llegaba de visita y hablaba siempre de lo mismo: que cuando estuviese por terminar el verano, el sol no calentaría tanto como ahora, que calcinaba la tierra y la endurecía como una roca. Sí, cuando terminara el verano iban a celebrarse sus bodas con Pulgarcita. Pero ella no podía alegrarse, porque cada día le gustaba menos ese Topo aburridor.
Todas las mañanas, cuando amanecía, y por las tardes, a la puesta de sol, salía a escondidas a la puerta; y cuando el viento apartaba las espigas y podía ver el cielo azul, pensaba qué hermoso era el aire libre y deseaba mucho volver a ver a su querida Golondrina. Pero la Golondrina no regresó; sin duda, se había internado en los espléndidos bosques verdes.
Cuando llegó el otoño, su ajuar estuvo completo.

–Dentro de cuatro semanas festejaremos tu casamiento –anunció la Rata de Campo.
Entonces Pulgarcita se echó a llorar y dijo que no quería casarse con ese Topo fastidioso.

–¡Tonterías! –dijo la Rata–. Mira que si te encaprichas te muerdo con estos dientes blancos. Es una excelente persona y vas a casarte con él. Ni la mismísima reina puede lucir semejante piel aterciopelada. Además, tiene una cocina y un sótano repletos. Tendrías que agradecer tu buena suerte.
Y llegó el día de la boda. El Topo había ido en busca de Pulgarcita; desde ese día, ella viviría con él en las profundidades de la tierra. Jamás volvería a caminar a la luz del sol, porque el Topo no veía bien esas cosas.
La pobre estaba apenadísima; tenía que despedirse para siempre del sol radiante, y la Rata le dio permiso para saludarlo desde el umbral de la puerta.

–¡Hasta siempre, sol radiante! –dijo extendiendo los brazos hacia él y alejándose unos pasos de la casa; el trigo había sido cosechado y en el campo quedaban solamente los rastrojos secos.

–¡Hasta siempre! –repitió, abrazando a una florcita roja que seguía floreciendo todavía–. Si ves a la Golondrina, dale muchos recuerdos míos.

–¡Tuit-uit! ¡Tuit-uit!
De repente, Pulgarcita oyó los trinos muy cerca. Miró hacia arriba y vio a la Golondrina, que en ese momento pasaba volando.
El pájaro se alegró mucho de ver a Pulgarcita; ella a su vez le contó cuánto le disgustaba tener al Topo feo por esposo y tener que vivir bajo tierra, adonde jamás llegaba el sol. Y no pudo contener el llanto.

–Se acerca el invierno frío –dijo la Golondrina–. Me voy lejos, a los países cálidos. ¿Por qué no vienes conmigo? Si te sientas sobre mi lomo y te atas a mí con tu cinturón, escaparemos del Topo feo, de su casa oscura… Iremos lejos, muy lejos, a las tierras calientes donde el sol brilla con más esplendor todavía, donde siempre es verano y las flores son hermosas. ¡Vuela conmigo, querida, pequeña Pulgarcita, que me salvaste la vida cuando me moría de frío en el túnel oscuro!


–¡Sí, me voy contigo! –dijo Pulgarcita. Se sentó sobre el pájaro y apoyó los pies sobre las alas desplegadas; después ató su cinturón a una de las plumas más fuertes. Entonces la Golondrina emprendió vuelo sobre los bosques, sobre el mar, sobre las altas montañas donde la nieve no se derrite jamás. Pulgarcita sintió mucho frío en el viento helado y se refugió entre las plumas tibias del pájaro; de cuando en cuando asomó la cabecita para admirar todas las bellezas que iban dejando atrás.
Por fin llegaron a las tierras cálidas. El sol brillaba con fuerza y el cielo parecía estar dos veces más alto que en los países fríos. A los costados del camino y sobre los cercos crecían las viñas con uvas azules y verdes, había montecitos de limones y naranjas y el aire llevaba el olor de los mirtos y otros perfumes. Por los caminos, los chicos más lindos del mundo jugaban con mariposas alegres. Pero la Golondrina no se detuvo y voló hacia lugares aún más hermosos.

Bajo unos espléndidos árboles verdes,Bajo unos espléndidos árboles verdes, junto a un lago azul, había un palacio de otros tiempos, de mármol blanco y brillante.
Las enredaderas trepaban por los altos pilares; sobre ellos tenían sus nidos muchas golondrinas. En uno de los pilares estaba el nido de la amiga de Pulgarcita.

–Esta es mi casa –dijo la Golondrina– pero si prefieres para ti una de esas lindas flores que crecen allí abajo, te llevaré hasta ella y verás qué bien lo pasas.

–¡Es maravilloso! –gritó Pulgarcita aplaudiendo de alegría. Uno de los grandes pilares de mármol estaba caído, roto en tres pedazos; entre los pedazos crecían grandes flores blancas, las más bellas que jamás se hayan visto.
La Golondrina voló con Pulgarcita a cuestas y la dejó en uno de los anchos pétalos. Entonces, ¡qué gran sorpresa! en el medio de la flor había un hombrecito blanco y transparente, como de cristal. En la cabeza llevaba la más elegante de las coronas de oro y, a la espalda, el más brillante par de alitas; todo él no era mucho más grande que Pulgarcita.
Era el Ángel de la Flor. En cada una de las flores habitaba un hombrecito o una mujercita semejante, pero este era el rey de todos ellos.

–Cielos, ¡qué hermoso! –susurró Pulgarcita a la Golondrina. Al principio le dio miedo la Golondrina, que comparada con su tamaño era gigantesca. En cambio, cuando vio a Pulgarcita se puso muy contento: nunca había visto una niña más bonita. Enseguida se quitó la corona dorada y se la colocó a ella; también le preguntó su nombre y si quería ser su esposa y reina de todas las flores.
El hombrecito sí que era diferente, muy diferente del hijo  de la Sapa y del Topo con su piel de terciopelo negro. Por lo tanto, Pulgarcita le dio el sí al principe encantado.
Entonces, de todas las flores salieron hombres y mujercitas, tan lindos que era un placer verlos: cada uno de ellos llevaba un regalo para Pulgarcita.
El mejor de todos fue un par de hermosísimas alas que habían pertenecido a un moscardón blanco; enseguida se las sujetaron a la espalda para que pudiese volar de flor en flor. Luego hubo fiesta y alegría; la Golondrina, desde su nido en lo alto, cantó para ellos lo mejor que pudo, aunque en el fondo estaba triste, porque quería mucho a Pulgarcita y hubiese deseado no separarse nunca de ella.

–De ahora en adelante no te llamarás Pulgarcita –le dijo el Ángel de la Flor–. Ese nombre no es lo bastante lindo para ti. Te llamaremos Maya.

–¡Hasta siempre! ¡Hasta siempre! –gritó la Golondrina y se alejó volando de las tierras cálidas, de vuelta a Dinamarca. Allí tenía un nidito, sobre la ventana del hombre que sabe contar cuentos de hadas.
A él le cantó:
–¡Tuit-uit! ¡Tuit-uit!

Y es por él que, ahora, nosotros sabemos esta historia.



Escrito por: Hans Cristian Andersen
Adaptado por: Beatriz Ferro
Ilustrado por: Ayax Barnes
Cuentos de Polidoro

domingo, 19 de abril de 2020

Diferente

Nací en París, algún día de 1939. Mis padres habían huido de la España de la guerra, intentando dar a la familia tranquilidad y un buen futuro, pero parece que no lo consiguieron. Yo 
soy una niña diferente, única; supongo que tanto como todas las niñas, pero yo un poco más. Un poco más diferente —lo que hace que a veces no me guste a mí misma— y un poco más única: soy una de las mejores personas de la historia. Y no lo digo yo; esto siempre me lo ha dicho mi madre y mi abuela.

Mamá nació en Estambul, en 1902, en una familia muy religiosa. Todos eran judíos sefarditas —lo que quiera que eso signifique— y pertenecían a la alta burguesía —esto sí sé lo que significa y es una lástima que perdieran todo su dinero en la primera guerra—. Mi madre siempre me dice que ella no necesitaba toda la fortuna de mis abuelos, que se siente feliz y afortunada y que siempre lo ha sido. Estudió en París y, cuando aún era muy joven, conoció a Papá. Se enamoró de él y sobre todo, se enamoró de lo que él hacía. Yo no entiendo muy bien cómo una persona se puede enamorar de otra por lo que hace, pero bueno; supongo que son cosas de mayores. Lo curioso es que mi madre, con el único objetivo de intentar gustarle a Papá, organizaba fiestas en su casa y lo invitaba a todas ellas para que él la escuchase tocar el piano. ¡Es maravilloso escuchar a mama tocar!

Papá es una bueniiiiiiiiisima persona. El pobre no ve. Es ciego desde siempre, creo que desde que nació o desde muy pequeñito, no estoy muy segura. Papá debería ser famoso y le deberían dedicar una calle en alguna ciudad de España; algún día lo harán, lo sé. Estudió música toda su vida, supongo que por eso le gustaba a Mamá. Toca un montón de instrumentos, y lo hace bastante bien, creo yo. También es capaz de crear sus propias obras. Él siempre me dice que estudie música, que toque el piano o la viola —no sé por qué la viola—, pero a mi no me gusta, yo prefiero escuchar. Solo me gusta la guitarra.

Me han dicho que quieren darme un hermanito. Esto me hace mucha ilusión porque mis hermanos son muy mayores y a veces no tengo con quien jugar. Dice mamá que para tenerme a mí tuvieron que pasar algunos años intentándolo; se ve que les cuesta a los pobres, ja ja ja. Lo que no entiendo muy bien es que alguno de mis hermanos nació antes de que mis padres se casaran… ¿eso es posible? O incluso antes de que se conocieran. Se lo tengo que preguntar.

Cuando yo era un bebé, mis padres se mudaron de casa, a Madrid, porque la guerra también se había mudado de casa. En Madrid estoy bien. Mis padres pueden ir a menudo al teatro a escuchar música. Siempre escuchan a las hijas de los compañeros de papá o a las niñas del cole, pero nunca han podido escucharme a mí. Cuando me llevan con ellos, a veces, me parece que soy la protagonista de la actuación y que todas las personas que pagan para entrar al teatro, en realidad quieren escucharme y aplaudirme a mí, pero siempre acaban aplaudiendo a otras niñas. Es por la guitarra, seguro.

El problema lo tengo en el colegio porque mis compañeras se ríen de mi todo el tiempo. Es un colegio alemán y, cómo soy española, creo que no les gusto. Me dicen cosas feas sobre mi padre: que es un fracasado, que sus obras no le gustan a nadie porque no se entienden bien, que si esto y que si lo otro. A mi me gustan mucho y estoy segura de que algún día será famoso y le conocerán en el mundo entero. Yo no se muy bien por qué se meten tanto conmigo; me siento como el protagonista del cuento que leímos el otro día en clase en el que había un pato muy feo y todos se reían de él. Es verdad que las demás niñas —los niños están en otra parte del cole y no los vemos casi nunca— son todas muy parecidas: Todas llevan el pelo recogido, todas tienen una coleta con un lazo —cada una de un color, eso sí—, todas llevan vestido largo y medias blancas. Y todas llevan también los mismos zapatos, o muy parecidos. A mi no me gustan, yo prefiero las botas y me gustan más los pantalones.

Hace un tiempo, la clase entera estuvo una semana —o casi— muy nerviosa porque finalmente todo el mundo iría al teatro, el sábado siguiente, a escuchar a Elisa, la repelente niña morena que siempre saca sobresalientes. Querían hablar con ella, preguntarle cómo se estaba preparando y qué iba a contar en el escenario. Y querían conocer a su padre porque es muy famoso y dicen que es buenísimo. Se llama Ludwig y es alemán. Creo que Elisa tuvo mucho éxito en el teatro y, aunque actuaban otras niñas también, su parte fue la más aplaudida. Estuvo tocando el piano casi todo el tiempo. Me dio un poco de envidia, la verdad, y tener que verla siempre rodeada de niñas haciéndole la pelota me pone enferma. Lo gracioso es que, ahora que ya no la van a volver a programar en el teatro durante un tiempo, pues ya no le hacen tanto caso. ¡Que chaqueteras! Eso le pasó también a su hermana, Pastora, que cuando iba a actuar, le estuvieron hablando todas durante un mes. Mis padres me llevaron a escuchar a Pastora y no me gustó tanto, la verdad.

Con la que sí hablo más y parece que nos llevamos bastante bien es Carmina. A ella no le importa que yo sea diferente y que me guste la guitarra. Su padre, Carl, es alemán también, no es tan famoso, pero ha creado algo distinto —quizás por eso ella y yo nos llevamos bien—. Ha inventado un método nuevo de enseñanza musical para niños; es muy bueno dice mamá, pero parece que no lo quieren poner en marcha en el cole… ¡cosas de mayores! A Carmina le tocó su turno en el teatro también, pero a ella no le hicieron tanto la pelota las otras niñas. Yo la ayudé a preparar su actuación y a ensayar. Mamá no quería llevarme al teatro aquel día a escuchar a Carmina porque decía que tenía que aplicarme más en los estudios. ¿Qué significa «aplicarse»? Que diga «sacar mejores notas» y así nos entendemos todos mejor. Al final me llevaron porque la profe de mate le dijo a mi madre que estaba mejorando mucho y que seguramente lo notaríamos en la siguiente evaluación. Fue preciosísimo. Carmina estaba radiante. Actuaron otras niñas antes, pero Carmina fue la mejor. Su parte fue la más larga y toda la gente pedían escucharla de nuevo; una y otra vez. Parecía que no se iba a acabar nunca. A la salida del teatro la esperamos y, aunque tenía muchísima gente alrededor y todos querían hablar con ella, besarla y darle la enhorabuena, ella al verme desde lejos, esquivó a la pesada de Irene que nunca quería jugar con ella pero aquel día pretendía ser su mejor amiga del alma y se quitó de encima a las abuelas que la estaban besuqueando, para dirigirse hacia mí, acelerando su caminar a cada paso, como si estuviera bajo el agua y necesitara bucear hacia la superficie más y más aprisa para poder respirar. Nos fundimos en un precioso abrazo, se tomó una infinita tregua para parar el tiempo y me habló como ninguna amiga lo había hecho nunca antes.

—Tienes que hacerlo, Aran. Te encanta la guitarra y lo haces muy bien. Si no les gusta, que no vayan, pero tú eres una niña guapísima, mucho más que otras y también tienes derecho a que todo el mundo te escuche.

Lloramos allí, en medio de todas las personas que allí había. Lloramos de emoción, de alegría y también de rabia. Le prometí y me prometí que me prepararía y que lo haría.

Papá está emocionado, aunque un poco asustado con la idea de poder escucharme, por fin delante de tanta gente. Yo creo que en el fondo le da miedo lo que el resto del mundo piense sobre mí. Yo sé que él me quiere mucho y no duda de mí, pero teme que la gente me haga daño. Me ha intentado convencer varias veces para que lo cancelemos, pero yo estoy decidida; quiero que todos me vean, me respeten y que escuchen la guitarra, aunque les parezca muy raro o muy feo. Puedo hacerlo bastante bien. Papá pidió fecha en el teatro y le dieron para octubre, junto con otras siete niñas. Seré la tercera en salir al escenario. Dado que faltan aún más de tres meses, me lo tomaré con calma, pero con la seriedad que requiere. Yo sé que necesito más tiempo que las otras niñas para ensayar porque nunca he actuado en público y porque la guitarra aún está considerada como un instrumento «menor» y fuera de lo comúnmente aceptado en este colegio alemán y en esta época. Tengo que hacerlo muy bien.

La semana que viene van a actuar cuatro hermanas mellizas —cuatrillizas creo que se dice—, que tienen unos nombres bastante extraños. Se llaman Primavera, Verano, Otoño e Invierno, como las estaciones. Quizás en Italia, donde nació toda la familia —su padre, Antonio, es muy famoso—, estos nombres no sean tan extraños, pero aquí resultan diferentes, por lo menos. A mi me caen muy bien las cuatro, aunque no tengo mucho trato con ellas porque siempre van juntas y no se relacionan demasiado con el resto. Creo que iré a escucharlas, si es que me dejan, claro.

Estoy ya muy nerviosa y eso que aún queda más de un mes. No me siento muy bien porque, aunque creo que puedo hacerlo muy correctamente, todo lo que ensayo me parece muy frio y muy «mecánico» y no sé qué hacer para que sea muy especial y pueda gustarles a todos los que vayan al teatro ese día.

Fui a escuchar a las cuatro hermanas y me encantó. Antes de salir al escenario cada una de ellas, explicaron cómo, a través de su música, los demás podíamos sentir los colores, los olores y hasta la temperatura de sus propios nombres. No sé, fue algo raro, pero en verdad pude imaginarme y pude sentir el piar y el aleteo de los pajarillos, el fugaz sonido del viento, el color blanco del frio y otro montón de sensaciones, con los ojos cerrados y a través de la música. Era algo como mágico y estoy convencida de que aquello me ayudó a entender lo que necesitaba para mi actuación.

Mi padre me ha ayudado mucho. Me ha recomendado cómo salir al escenario, qué cosas hacer entre cada pieza y cómo expresar a través de la música de la guitarra lo que estoy sintiendo. Ya en los últimos ensayos, creo que estoy consiguiendo sentirlo yo misma así que espero poder transmitirlo de la misma manera a todas las personas que estén allí. Pienso en una postal, de esas que mamá siempre compra cuando vamos de vacaciones. La postal está llena de jardines, preciosos jardines verdes con flores de colores. Al fondo hay un maravilloso y majestuoso palacio de siglos atrás —no sé cuantos siglos atrás—; y en medio, proporcionando equilibrio a los colores de la tarjeta, un rio color azul turquesa —creo que es turquesa—, con grandes y blancos cisnes y con algunas barquitas de remos flotando sin control.

Ha llegado el gran día. Estamos ya en el teatro. Papá está más nervioso que yo misma. Estoy preparada. He visto a Carmina al final de la fila cuatro y me ha tranquilizado mucho. Me da energía. Han venido todos los padres de los niños del cole; los alemanes, los austriacos y el resto. En realidad, creo que está todo el mundo hoy aquí.

Primera actuación. A Mateo le han aplaudido mucho. Creo que a la gente le ha gustado la obra que su padre le ha recomendado. Se titula La Pasión. Es una sola actuación, pero ha sido preciosa y muy bien interpretada, creo yo, aunque ni soy la más entendida ni puedo juzgar muy bien, teniendo en cuenta todos los nervios que me recorren desde la punta de los pies hasta el final del moño que me ha hecho mamá.

La segunda en aparecer ha sido Sere. Su padre es ruso, creo que de un lugar cercano a Leningrado. La han aplaudido bastante, pero a mi no me gusta mucho su música.

Me toca. ¡Qué miedo! Salgo al escenario temblando y solo veo caras de extrañeza y de rechazo en el público. Acabo de entender esa frase que he oído muchas veces a los mayores y a la que nunca había prestado atención. Eso de «tierra, trágame». Quiero salir de aquí, me quiero ir. De repente los músicos se han sentado todos, están preparados y esperando para empezar a tocar, para acompañarme. Me siento yo también y empiezo —se me ha olvidado hacer el saludo inicial que tanto me insistió papá—.

«Sobre los primeros arpegios de la infantil guitarra, se alza, como dolida por el paso del tiempo y la nostalgia, la voz del precioso y majestuoso oboe que encadena, una a una, las notas de la melodía más bella jamás creada. La guitarra y el resto de la orquesta intercalan sus apariciones, para dar paso a la chiquilla en solitario, que interpreta la misma melodía, dando a las cuerdas de aquel instrumento español una fuerza y un relevancia nunca antes imaginada. Aquel momento consiguió transformar el gran teatro del colegio alemán en un enorme paisaje de lagos, aves, fresas y flores de mil colores. Durante un pasaje, la orquesta y la guitarra parecen rivalizar por el protagonismo de la música en una batalla sin par, que vence el virtuosismo de la niña, para finalizar toda la orquesta al unísono y en un suave pianísimo la impactante interpretación, repitiendo la melodía que ya formará parte de nuestras vidas para siempre». Eso pusieron el día después en la sección musical del periódico del barrio. Mamá nos lo ha leído con la voz entrecortada por la emoción.

Se hace el silencio más tremendo. Levanto la cabeza, despacio, muerta de miedo y de alegría. Seguro que no les ha gustado. Únicamente veo las mismas caras de asombro que descubrí minutos antes, al salir al escenario. Solamente Carmina sonríe; ella lo sabía; ella confiaba en mí. Le basta con soltar una única pero sonora palmada para que todos y cada uno de los asistentes se sumen, uno tras otro, palmada tras palmada, a la mayor ovación de la tarde. Saludo, dedico un gesto de agradecimiento a los músicos. Me emociono. Quiero salir y ver a mis padres. Me levanto, agacho la cabeza y salgo, pero tengo que volver para saludar de nuevo. Sonrío; la sonrisa no me quiere abandonar. Salgo de nuevo. No sé qué hacer porque la gente sigue aplaudiendo. Vuelvo al escenario, pero por poco tiempo. Ya en la calle, Mamá me besa en la frente. Veo a papá detrás, con los ojos rojos como las amapolas, con las únicas lágrimas que se permitió nunca antes, al menos frente a mí.

—Te quiero mucho y ningún padre del mundo puede estar tan orgulloso de su hija como yo lo estoy de ti, mi pequeña Aranjuez.

Gabriel Muñoz

Fuente. soygabriel.es

lunes, 13 de abril de 2020

La farola dormilona


Las farolas, como buenas farolas, trabajaban por la noche y dormían por el día. Cerraban sus ojos cuando llegaba el sol, y dormían durante horas. Más tarde, cuando comenzaba a oscurecer, los ojos de las farolas, llenos de luz, se encendían para iluminar las calles.

Así era su vida y a todas les gustaba vivir así: de noche, en calles vacías, con toda la ciudad durmiendo y la luna en lo más alto presidiendo el cielo. A todas menos a una. Vivía en un parque de la ciudad y la llamaban la farola dormilona porque se pasaba la noche durmiendo y por el día, cuando nadie necesitaba de su luz, se mantenía encendida y brillante. Sus compañeras se pasaban el día regañándola:

– ¡Como sigas así acabarán por pensar que estás estropeada!

– No te das cuenta de que tu función es estar encendida por la noche…

– Claro, por el día no eres más que un gasto de electricidad innecesario.

La farola dormilona sabía que sus amigas tenían razón, pero no podía evitarlo. A ella le gustaba estar despierta de día, cuando la calle estaba llena de gente y de actividad, cuando los pájaros cantaban alegres y los niños correteaban por el parque.

– Pero es que la noche es tan aburrida… Nunca pasa nada, ni nadie…

Hasta que un día llegó al parque un viejo búho. Se había escapado del bosque porque sus ojos cansados ya no podían ver en la oscuridad como antes.

– Vete a la ciudad – le habían dicho sus amigos –. Allí siempre hay luz, incluso de noche.

Así que el viejo búho había cogido todas sus pertenencias, pocas, la verdad, pues no era animal de acumular cosas, y había llegado hasta el parque donde vivía la farola dormilona. Tal y como era su costumbre, durmió todo el día y por la noche, al abrir los ojos, se encontró con aquella cálida luz de las farolas. Tan feliz estaba con aquel resplandor que permitía ver a sus ojos gastados, que se puso a ulular.

Todas las farolas se pasaron días comentando la belleza y singularidad de aquel canto del búho, tan diferente a lo que habían escuchado hasta entonces. Todas, menos la farola dormilona…

– ¿Y de verdad es tan extraño ese canto?

– Es increíble, estoy deseando que llegue la noche solo para oírlo.

– Pero, ¿ese tal búho no puede cantar por las mañanas?

– No, si quieres escucharlo tendrás que quedarte despierta por la noche, como todas las demás.

Tanto le picó la curiosidad a la farola dormilona, que la siguiente noche, en contra de su costumbre, permaneció con sus dos ojos luminosos abiertos. Era la primera vez que se quedaba despierta y le sorprendió la belleza de la luna, el sonido de los grillos entre los arbustos y sobre todo, aquel canto profundo del viejo búho.

A la mañana siguiente estaba tan cansada, después de haberse mantenido despierta tantas horas, que no le quedó más remedio que dormir y dormir. Hasta que llegó la oscuridad y sus ojos se abrieron para iluminar la noche.

Y así, día tras día. Noche tras noche. Nadie volvió a llamarla la farola dormilona.


Fuente: pequeocio.com

Ilustración de Raquel Blázquez


Cosa de niñas (y niños)

En el cuento infantil «Cosa de niñas (y niños)», dos primos van a pelearse por una muñeca azul. Pablo lo hace solo para fastidiar a su prima Paola, pero en esa lucha entre los dos, ambos descubrirán algo sorprendente.

Además, Pablo descubrirá que las cosas que aparentemente solo son de niñas no tienen por qué ser aburridas. Y es que, ¿quién ha dicho que las muñecas son solo cosa de niñas?

Paola no podía creer que por fin fuera a conocer a su primo Pablo. No es que nunca se hubieran visto, es que la última vez que estuvieron juntos solo tenían tres años y ninguno se acordaba bien del otro. Después el primo Pablo se había ido con los tíos a vivir muy lejos y no habían vuelto a encontrarse. Pero por fin iban a hacerlo. Paola, que ya había cumplido siete años, lo había planeado todo.

– Nos bajaremos al patio y podremos llamar a Carlos y a Teo y jugar al escondite, o echar un partido de fútbol. ¡Qué ganas!

Pero la tarde en que Pablo iba a venir a casa, comenzó a llover a mares. ¡Todos los planes se habían estropeado! Quizá por eso cuando Paola estuvo frente a frente con Pablo no supo muy bien qué decirle.

– ¿Por qué no os vais al cuarto a jugar? – sugirió Mamá cuando vio la timidez de los dos primos.

Paola y Pablo obedecieron y se marcharon en silencio a la habitación de la niña. Pero allí, la cosa no mejoró. Paola se sentía incómoda con Pablo, pero era su primo. Y por eso, porque era su primo, tenía que aguantar que estuviera curioseando entre sus muñecas.

– ¿Te apetece que juguemos con ellas?
– ¡Con las muñecas! ¡menudo rollo! Eso es un juego de niñas.
– No es cierto, yo juego con mi amigo Carlos, y con su primo Teo. Nos lo pasamos fenomenal.
– Pues vaya dos amigos que tienes. Los niños deberían jugar al fútbol, y no a las muñecas.
– También jugamos al fútbol, listillo. Pero hoy está lloviendo, así que no podemos salir a la calle. Así que si quieres jugar al fútbol vete tú solo.

Pero Pablo no quería jugar solo al fútbol, y mucho menos con aquella lluvia tan molesta. Así que con cara de asco cogió una de las muñecas favoritas de Paola y empezó a zarandearla. Cuando Paola vio como el niño agarraba de malas formas su muñeca azul se enfadó un poco:

– No la cojas así, que le vas a hacer daño.
– Pero si no es más que una tonta muñeca. No es un bebé de verdad, es solo una muñeca.
– Ya, pero es mi muñeca favorita y no quiero que la estropees. Déjala.

Pero Pablo no estaba dispuesto a soltarla. Hacer rabiar a su prima Paola, era lo más divertido que se podía hacer en aquel día de lluvia.

– No pienso soltarla. Tendrás que cogerla tú.

Paola, muy enfadada, comenzó a tirar de su muñeca. ¡Tenía que recuperarla! Pero Pablo también tiraba desde el otro lado con fuerza.

– Suéltala.
– No, suéltala tú.

Y así habrían seguido toda la tarde si no llega a ocurrir la cosa más extrañísima que Paola y Pablo habían visto en su vida. De repente, la muñeca azul, muy cansada de que se pelearan por ella, comenzó a chillar.

– ¡Se puede saber qué os pasa a vosotros dos!

Pablo y Paola soltaron la muñeca asustados y se miraron sin entender nada.

– ¡Vaya par de animales! – siguió diciendo la muñeca azul muy enfadada. Justo en ese momento, alertada por los ruidos, entró en la habitación la mamá de Paola.
– ¿Se puede saber qué está pasando aquí? ¡Menudo ruido!
– Mira Mamá, mi muñeca azul ha hablado – pero al señalarla, Paola se dio cuenta de que la muñeca ya no estaba en el suelo.

– ¿Qué muñeca? Aquí no hay nada…

Pablo se dio cuenta de que la muñeca, con la misma cara de enfado de antes, estaba subiendo por la estantería como si fuera un experto escalador.

– Sí, sí, ahora está trepando entre los libros, fíjate, tía.

Pero cuando los tres miraron hacia la estantería, la muñeca estaba plantada junto a unos libros tan quieta como siempre había estado.

– ¡Qué tontería decís! Las muñecas no hablan y mucho menos se mueven. Seguid jugando, pero no hagáis ruido.

Pablo y Paola se miraron sorprendidos. ¿Era verdad que habían visto la muñeca moverse o se trataba de imaginaciones suyas? Pero la muñeca azul les sacó de dudas, y comenzó a hablar desde lo más alto.

– ¡Casi nos pilla! ¡Menos mal! Si un mayor viera a una muñeca hablar se moriría del susto.

– ¿¡Hablas de verdad!?

La muñeca azul se bajó de la estantería de nuevo y se colocó delante de los niños. Les contó que todos los muñecos tenían la capacidad de hablar entre ellos pero que no podían comunicarse con los niños a menos que su vida corriera peligro.

– Y si no llego a hacerlo… ¡habríais acabado conmigo! ¿Se puede saber por qué os estabais peleando?

Paola le contó que Pablo pensaba que las muñecas eran solo cosa de niñas y que jugar con ellas era muy aburrido.

– Eso es porque nunca has jugado con una muñeca – dijo mirando con cara de enfado al niño.

Pablo, muy avergonzado, tuvo que reconocer que la muñeca azul tenía razón: nunca había jugado con ellas.

– Pues ya va siendo hora…¡a jugar!

De repente, de los cajones de Paola comenzaron a salir muñecas y ¡¡todas hablaban!!

– ¿Qué os parece si organizamos un partido de fútbol entre muñecas? – sugirió una de ellas.
– O podemos organizar una guerra de muñecas.
– No, nada de violencia. Sería mejor que jugáramos al escondite.

Y eran tantas las propuestas de juego que ni Paola ni Pablo supieron que elegir… ¡así que jugaron a todas! Era tan divertido inventarse juegos, imaginar que las muñecas eran exploradoras en una selva peligrosisíma, o que eran detectives tratando de capturar a una ladrón muy malvado o corredoras de una carrera de obstáculos que iba de la cama de Paola al escritorio lleno de pinturas.

Cuando los tíos de Paola vinieron a buscar a Pablo y se lo encontraron rodeado de muñecas, jugando divertido se sorprendieron mucho:

– ¿Estás jugando con muñecas, Pablo?

El niño, guiñando un ojo a la muñeca azul y a su prima Paola, exclamó:

– Pues claro, al fin y al cabo… ¿quién ha dicho que las muñecas son cosa de niñas?



Fuente: pequeocio.com


Nasreddín y la lluvia

Hace mucho, mucho tiempo, vivió en la India un muchacho llamado Nasreddín. Aunque en apariencia era un chico como todos los demás, su inteligencia llamaba la atención. Allá donde iba todo el mundo le reconocía y admiraba su sabiduría. Por alguna razón, siempre vivía historias y situaciones muy curiosas, como la que vamos a relatar.

Un día estaba Nasreddín en el jardín de su casa cuando un amigo fue a buscarle para ir a cazar.

– ¡Hola, Nasreddín! Me voy al campo a ver si atrapo alguna liebre. He traído dos caballos porque pensé que a lo mejor, te apetecía acompañarme. Otros diez amigos nos esperan a la salida del pueblo ¿Te vienes?

– ¡Claro, buena idea! En un par de minutos estaré listo.

Nasreddín entró en casa, se aseó un poco y volvió a salir al encuentro de su amigo. Partió montado a caballo y enseguida se dio cuenta de que era un animal viejo y que el pobre trotaba muy despacio, pero por educación, no dijo nada y se conformó.

Una vez reunido el grupo, los doce jinetes cabalgaron campo a través, pero el pobre Nasreddín se quedó atrás porque su caballo caminaba tan lento como un borrico. Sin poder hacer nada, vio cómo le adelantaban y se perdían en la lejanía.

De repente, estalló una tormenta y comenzó a llover con mucha fuerza. Todos los cazadores azuzaron a sus animales para que corrieran a la velocidad del rayo y consiguieron guarecerse en una posada que encontraron por el camino. A pesar de que fue una carrera de tres o cuatro minutos, llegaron totalmente empapados, calados hasta los huesos. Tuvieron que quitarse las ropas y escurrirlas como si las hubieran sacado del mismísimo océano.

A Nasreddín también le sorprendió la lluvia, pero en vez de correr como los demás en busca de refugio, se quitó la ropa, la dobló, y desnudo, se sentó sobre ella para protegerla del agua. Él, por supuesto, también se empapó, pero cuando acabó la tormenta y su piel se secó bajo los rayos de sol, se puso de nuevo la ropa seca y retomó el camino. Un rato después, al pasar por la posada, vio los once caballos atados junto a la puerta y se detuvo para reencontrarse con sus amigos.

Todos estaban sentados alrededor de una gran mesa bebiendo vino y saboreando ricos caldos humeantes. Cuando apareció Nasreddín, no podían creer lo que estaban viendo ¡Llegaba totalmente seco!

El amigo que le había invitado a la cacería, se puso en pie y muy sorprendido, le habló:

– ¿Cómo es posible que estés tan seco? A ti te ha pillado la tormenta igual que a nosotros. Si a pesar de que nuestros caballos son veloces nos hemos mojado… ¿Cómo puede ser que tú, que has tardado mucho más, no lo estés?

Nasreddín le miró y muy tranquilamente, sólo le respondió:

– Todo se lo debo al caballo que me dejaste.

El amigo se quedó en silencio y pensó que allí había gato encerrado. Dispuesto a descubrir el truco, tomó la decisión de que al día siguiente, para el camino de vuelta a casa, le daría a Nasreddín su joven y rápido caballo, y él se quedaría con el caballo lento.

Después del amanecer, partieron hacia el pueblo con los caballos intercambiados. De nuevo, se repitió la historia: el cielo se oscureció y de unas nubes negras como el carbón comenzaron a caer gotas de lluvia del tamaño de avellanas.

El amigo de Nasreddín, que iba en el caballo lento, se mojó todavía más que el día anterior porque tardó el doble de tiempo en llegar al pueblo. En cambio, Nasreddín, repitió la operación: se bajó rápidamente de su caballo, dobló la ropa, se sentó sobre ella, y desnudo, esperó a que cesara la lluvia. Soportó la tormenta sobre su cabeza, pero cuando cesó de llover y salió el sol, no tardó secarse y se puso la ropa seca. Después, retomó el camino a casa.

Por casualidad, ambos se cruzaron en el camino justo a la entrada del pueblo. El amigo chorreaba agua por todas partes y cuando vio a Nasreddín más seco que una uva pasa, se enfadó muchísimo.

– ¡Mira cómo me he puesto! ¡Estoy tan mojado que tendré suerte si no pillo una pulmonía! ¡La culpa es tuya por darme el caballo lento!

Nareddín, como siempre, sacó una gran enseñanza de lo sucedido. Sin levantar la voz, le contestó:

– Amigo… Dos veces te ha pillado la tormenta, a la ida en un caballo rápido, a la vuelta en un caballo lento, y las dos veces te has mojado. En tus mismas circunstancias, yo he acabado totalmente seco. Reflexiona: ¿No crees que la culpa no es del caballo, sino de que tú no has hecho nada de nada por buscar una solución?

Su amigo, avergonzado, calló. Nasreddín, como siempre, tenía toda la razón.

Moraleja: Cuando algo nos sale mal, no podemos echar la culpa siempre a los demás o a las circunstancias. Tenemos que aprender que muchas veces, el éxito o el fracaso dependen de nosotros y de nuestra actitud ante las cosas.

Si un día estamos ante un problema, lo mejor es pensar en la mejor manera de solucionarlo y actuar con decisión.

domingo, 12 de abril de 2020

Yo, voy conmigo, por Rozalén







Rozalén pone voz y corazón al cuento "Yo voy conmigo" de Raquel Diaz Reguera, publicado por Thule, 
para ponerse en los zapatos de una niña especial, con alas y muchos pájaros en la cabeza que nos hará reflexionar sobre el concepto de aceptarse y quererse a uno mismo a pesar de la mirada de los dem

El poema del sapo verde



Ese sapo verde 
se esconde y se pierde;
así no lo besa 
ninguna princesa.

Porque con un beso
él se hará princeso 
o príncipe guapo; 
¡y quiere ser sapo!

No quiere reinado, 
ni trono dorado, 
ni enorme castillo, 
ni manto amarillo.

Tampoco lacayos 
ni tres mil vasallos. 
Quiere ver la luna 
desde la laguna. 

Una madrugada 
lo encantó alguna hada; 
y así se ha quedado: 
sapo y encantado.

Disfruta de todo: 
se mete en el lodo 
saltándose, solo, 
todo el protocolo.

Y le importa un pito 
si no está bonito 
cazar un insecto; 
¡que nadie es perfecto!

¿Su regio dosel? 
No se acuerda de él. 
¿Su sábana roja? 
Prefiere una hoja.

¿Su yelmo y su escudo? 
Le gusta ir desnudo. 
¿La princesa Eliana? 
Él ama a una rana.

A una rana verde 
que salta y se pierde 
y mira la luna 
desde la laguna.

Autora: Carmen Gil

Los Tres Cerditos



Voz: Marta Angelat, dobladora habitual de actrices como Geena Davis, Cher, Emma Thompson o Anjelica Huston.

Era un gato grande



Era un gato grande que hacía ro ro

Muy acurrucado en su almohadón

Cerraba los ojos, se hacía el dormido

Movía la cola con aire aburrido

Era un ratoncito chiquito, chiquito

Que asomaba el morro por un agujerito

Desaparecía, volvía a asomarse

Y daba un gritito antes de marcharse

Salió de su escondite, corrió por la alfombra

Y miedo tenía hasta de su sombra

Pero al dar la vuelta sintió un gran estruendo

Vio dos ojos grandes y un gato tremendo

Sintió un gran zarpazo sobre su rabito

Y se echó a correr todo asustadito

Y aquí acaba el cuento de mi ratoncito

Que asomaba el morro por un agujerito

jueves, 9 de abril de 2020

Tanabata (El festival de las estrellas)

Orihime (織姫, Princesa Tejedora) era la hija de Tentei (天帝, Rey Celestial). Orihime tejía telas espléndidas a orillas de la Vía Láctea (天の川, Amanogawa). A su padre le encantaban sus telas, y ella trabajaba duro día tras día para tenerlas listas. Sin embargo, la joven era adicta a su labor y se pasaba día y noche trabajando en su telar sin permitirse ni un sólo descanso, y esto la afligía, porque a causa de su trabajo no podía pensar siquiera en encontrar a alguien de quien enamorarse.

Sin embargo, la casualidad hizo que cierto día Orihime conociera a un pastor de bueyes llamado Hikoboshi (彦星), que vivía al otro lado del Amanogawa y que también se dedicaba por entero a su trabajo. Nada más verse se enamoraron al instante, y no tardaron en contraer matrimonio, para felicidad del rey de los cielos, que también estaba empezando a preocuparse seriamente por la excesiva dedicación de su hija.

Los dos jóvenes estaban tan enamorados el uno del otro que, tras casarse y empezar a vivir juntos, ambos descuidaron sus respectivas labores. Orihime dejó de tejer para Tentei y los dioses del cielo, que se quedaron sin vestidos, y a su vez Hikoboshi descuidó su rebaño y dejó que las estrellas se desperdigaran por el cielo, provocando destrozos allá por donde pasaban.

Esto enfureció a Tentei. ¿Cómo podía ser que su trabajadora hija se hubiese vuelto tan descuidada? Como castigo, el rey del cielo decidió separar a los dos amantes, uno a cada lado del Amanogawa, y les prohibió que volvieran a verse nunca más. Orihime, muy triste por la pérdida de su esposo, rogó a su padre entre lágrimas que la perdonara y les permitiera volver a verse, y Tentei, conmovido, le prometió que les permitiría reunirse una vez al año, el séptimo día del séptimo mes, siempre y cuando ella trabajara con dedicación y tuviera listo su trabajo para entonces.

Sin embargo, la primera vez que intentaron verse, Orihime y Hikoboshi se dieron cuenta de que no podían cruzar el Amanogawa, dado que no había puente alguno. Orihime lloró tanto que una bandada de grullas vino en su ayuda y le prometieron que harían un puente con sus alas para que pudieran cruzar el río. Los amantes se reunieron finalmente y las grullas prometieron venir todos los años siempre y cuando no lloviera. Cuando se da esa circunstancia, los amantes tienen que esperar para reunirse hasta el año siguiente. 
Es por este motivo que si llueve esta noche se le llama la noche de las lágrimas.




 Notas:

Tanabata, la fiesta japonesa de las estrellas

El Tanabata (七夕) o «Fiesta de las estrellas», una festividad japonesa importada de la tradición china del Qīxì (七夕) o «Noche de los Sietes«).

Todos los años, el día séptimo del séptimo mes (es decir, la noche del 7 de julio), se conmemora el festival de Tanabata en recuerdo de estos dos enamorados (representados por las estrellas Vega y Altair, cada una situada a un lado de la Vía Láctea), que sólo en ese día del año, y si el tiempo es bueno y no llueve, pueden volver a verse. En ese día es costumbre escribir los deseos que se quieren pedir a los kami en hojas de papel coloreado (短冊, tanzaku), que a continuación se atan a ramas de bambú recien cortadas. El bambú y las decoraciones a menudo se colocan a flote sobre un río o se queman tras el festival, sobre la medianoche o al día siguiente. Esta costumbre se asemeja a la costumbre de los barcos de papel y velas del Bon Odori.

Sin embargo, muchas zonas de Japón tienen sus propias costumbres para ese día, la mayoría relacionadas con costumbres locales para el mencionado Bon Odori. También existe una canción tradicional de Tanabata:



Las hojas de bambú susurran,
meciéndose en el alero del tejado.
Las estrellas brillan
en los granos de arena dorados y plateados.
La tiras de papel de cinco colores
ya las he escrito.
Las estrellas brillan,
nos miran desde el cielo.

ささのは さらさら
のきばに ゆれる
お星さま きらきら
きんぎん すなご
ごしきの たんざく
わたしが かいた
お星さま きらきら
空から 見てる
Sasa no ha sara-sara
Nokiba ni yureru
Ohoshi-sama kira-kira
Kingin sunago
Goshiki no tanzaku
watashi ga kaita
Ohoshi-sama kirakira
sora kara miteiru







¿Qué necesito?

Un maestro se desplazó, junto a un grupo de monjes, a una gran ciudad para participar en unas jornadas sobre la meditación y el desapego de lo material. Habló sobre lo fácil que es vivir con poco, sin lujos, sin las necesidades impuestas por el consumismo desmedido. Contó que él apenas tenía muebles o ropas y era muy feliz.

Tras acabar las jornadas, el maestro y sus alumnos se fueron al aeropuerto para regresar. Como tenían dos horas libres decidieron entrar en un centro comercial, pues nunca había estado en ninguno. Pasearon por los pasillos observando todos los productos que les rodeaban, y cuando ya había transcurrido más de una hora decidieron irse, pero no encontraban al maestro por ningún lado.

Finalmente lo descubrieron yendo por los pasillos, tocando la mayoría de objetos, examinándolos, interesándose por ellos… incluso llegó a preguntar a algún vendedor por el precio o utilidad de los mismos. Asombrados por aquel comportamiento, ninguno se atrevió a decir nada y, lentamente, se dirigieron a la salida para esperarlo allí.

Cuando ya apenas faltaban unos minutos para embarcar observaron que el maestro salía tranquilamente del centro comercial y se dirigía hacia ellos.
-Bien, hermanos, se ha hecho un poco tarde, creo que ya es hora de marchar hacia casa -les dijo.

Todos se quedaron en silencio. En realidad ninguno de los alumnos se atrevía a decir nada, pero no entendían que justamente él hubiera caído en la redes del consumismo.
Finalmente, uno de ellos, el más joven, se atrevió a hablar.

-Maestro, ¿puedo hacerle una pregunta?
-Claro, adelante.

-Como es que usted, que cultiva la austeridad, ha estado tanto tiempo observando todo lo que había allí dentro.
-Es que me he quedado maravillado de todas las cosas que existen y no necesito.

Este cuento está incluido en mi libro: “CUENTOS PARA ENTENDER EL MUNDO 1“

Eloy Moreno

Ranita, la rana

Ranita la rana era una rana como todas las demás. Tenía la piel llena de circulitos muy parecidos a los cráteres de la luna, pero mucho más chiquitos y de un color verde-marrón, ojos saltones, y una larga lengua que estiraba para capturar insectos y alimentarse de ellos. Vivía muy feliz en una laguna a las afueras de la ciudad.

Cierto día, una familia que por allí paseaba, la vio y le pareció tan simpática que decidió llevarla al jardín de su casa. Ranita de repente se encontró en una latita con un poco de agua, que se movía al compás vaya a saber de qué y sin tener la menor idea de cuál sería su destino, se preocupó un poco.

Cuando la familia llegó a su casa, la dejó en el jardín, que a partir de ese momento se convertiría en su hogar. Sus ojos saltones miraron ese nuevo lugar: no era feo, al contrario, estaba lleno de plantas, flores, algunos bancos de madera, una hamaca y una pileta que Ranita confundió con una laguna que le pareció un poco extraña.

Ranita no era la única habitante de ese jardín, había caracoles, bichos bolita, gusanos, lombrices, un conejo y dos perritos. También estaban los pajaritos que hacían nido en los árboles, y mariposas curiosas que iban de aquí para allá. Los ojos de Ranita parecían aún más saltones que de costumbre, todo la maravillaba, todo le parecía lindo, a pesar de ser desconocido para ella.

Miraba las cosas con los ojos del corazón, de un corazón bueno, sencillo. Comenzó a saltar chocha de la vida dispuesta a recorrer cada rincón del jardín y hacerse nuevos amigos. Lo que la pobre Ranita no sabía era que no sería bienvenida por sus compañeros del lugar. Ninguno de los animalitos que allí vivían había visto en su vida una rana, por lo tanto no sabían bien de qué tipo de animal se trataba y aún menos cómo era Ranita por dentro más allá de su aspecto físico.

Tampoco les importó mucho que digamos. Todos y cada uno tenían algo que decir acerca de nuestra amiguita. Convengamos que la ranita no era muy bonita que digamos, pero en realidad ¿qué importaba eso?

- Está llena de verrugas ¡Qué asco!- dijo el caracol, a quien le costaba mucho terminar una frase.

- Me quiere imitar todo el tiempo saltando y saltando, pero no va a lograr saltar tanto como yo. ¿Vieron sus patitas? Parecen palitos de helado al lado de las mías- comentó el conejo.

-¿Y el color de su piel? Digo yo, ¿no estará medio podrida?-. Preguntó una mariposita que volaba por allí.

No sólo ningún animalito del jardín le dio la bienvenida, sino que en vez de preocuparse por conocer a Ranita y ver así si podían ser amigos, se ocuparon de criticar no sólo su apariencia, sino todo lo que hacía.

- ¡Es una burlona!-, se quejaba un gusanito- ¿No se dieron cuenta cómo nos saca la lengua?

- ¡Tienes razón! Nos burla a todos, no hace más que sacar esa lengua larga y finita que tiene ¿qué se cree?-. Agregó el conejo.

- Yo opino igual- dijo el caracol, cuyas frases nunca eran muy largas, porque si no tardaba demasiado en decirlas.

- ¿Y los ojos? ¡Parecen dos pelotitas de golf!! Para mí que los tiene tan afuera para poder mirarnos bien y burlarse mejor. Por ahí algún día se le caen vaya uno a saber-. Comentó un bicho.

- Pues si ella nos burla, haremos como si no existiera-dijo una mariposita.

Lo cierto es que Ranita sacaba su lengua a cada rato para alimentarse de insectos, como hacen todas las ranas hechas y derechas y no para burlarse de nadie. Tampoco tenía los ojos saltones para mirar a los demás, sino porque todas las ranas y sapos los tienen. Lo que ocurre, es que nadie se tomó el trabajo de preguntarle, de conocerla bien y así poder saber cómo era la ranita realmente.

Pasado un tiempito, Ranita empezó a sentirse muy solita. Intentaba hablar con sus vecinos, pero ninguno le hacia caso. La ranita quería volver a su laguna, pero por más que saltara lo más alto posible, sabía que no podría llegar hasta allí, ni salir del jardín siquiera. Dándose cuenta que no era bienvenida Ranita se metió dentro de un agujero que había en el pasto y trató de salir de allí lo menos posible para no molestar a nadie.

Llegó el verano y con él una invasión de mosquitos nunca antes vista en el jardín de la casa. Todos los animalitos se rascaban sin parar, trataban de esconderse bajo una piedra (los que entraban), los perritos en sus casas, el conejo en una cajita donde dormía, pero aún así los mosquitos avanzaban sin parar.

- ¡Esto nos va a matar!- decía el caracol dentro de su caparazón.

- ¡Ni saltando los puedo esquivar!- se quejaba el conejo.

- Menos mal que yo puedo esconderme debajo de las piedras - comentó aliviado el gusanito -, pero algún día tendré que salir a buscar comida.


Todos en el jardín estaban muy nerviosos y molestos. La única que estaba feliz era Ranita, nunca había tenido tan a mano tanta comida y además estaba muerta de hambre por todo el tiempo que había estado dentro del agujero. Dispuesta a hacerse una panzada, la ranita saltó al jardín y empezó a recorrerlo persiguiendo cuanto mosquito se cruzaba en su camino.

Con su larga lengua, que tantos problemas le había traído, agarraba todos y cada uno de los insectos que habían invadido el jardín. Al cabo de un tiempo, los demás animales empezaron a ver el resultado de la gran comilona de Ranita, no sólo porque la ranita ya tenía una panza que parecía un globo, sino porque ya casi no quedaban mosquitos dando vueltas.

- ¡Nos salvó, la gorda nos salvó! decía el caracol, quien en realidad quería gritar de contento pero no le salía demasiado.

- No entiendo- decía el gusanito-, primero nos burla y luego no saca de encima a los insectos molestos, ¿quién la entiende?

- ¿Yo qué quieren que les diga? ¡Salto de contento! ¡Por fin nos libramos de esos bichos!- agregó el conejo.

En eso intervino Koko, uno de los perritos de la casa, quien hasta ese momento, no se había metido

demasiado en el asunto.

- Yo diría que hay que ir a agradecerle ¿no les parece amigos?
- ¿A la gorda llena de verrugas, con color medio podrido y que encima se burlaba de nosotros todos el tiempo? ¡Ni loco que estuviera!- Gritó el gusanito.

- Es lo que corresponde y es lo que harán todos y cada uno de ustedes o de lo contrario me encargaré personalmente que ese animal verdoso y feúcho no coma más mosquitos.

Koko estaba enojado por la actitud de sus amigos.

- ¿Vamos chicos?- preguntó tembloroso el caracol, que se había asustado mucho de sólo pensar que los molestos mosquitos volvieran.

Y allí fueron todos, no muy convencidos por cierto. En una larga fila los más chiquitos primero y los más grandes después, con Koko incluido, fueron a agradecerle a Ranita. En realidad iba a empezar a hablar el caracol, pero tardó tanto que el conejo tomó la palabra.

- Mire doña, la verdad es que queremos agradecerle.

Ranita no entendía por qué le agradecían, pero de sólo ver que sus todos sus vecinos se habían acercado a hablarle, le sacaba una sonrisa más grande que su boca misma.

- Perdón, no entiendo- dijo Ranita humildemente-. Agradecerme a mí, ¿Por qué?

- Usted nos quitó esos molestos insectos, lo que no entendemos es por qué desde que llegó no hizo más que burlarse de nosotros y luego nos ayuda con los mosquitos.

- ¿Burlarme yo? ¿De quién? ¿Por qué lo habría hecho?

Ranita entendía menos aún que sus vecinos. La verdad es que en ese jardín todo era un malentendido. Eso pasa cuando las personas no se comunican y entonces no se conocen.

- Vamos confiese, de sacar esa lengua, todo el día sacándonos la lengua ¿se cree que no la veíamos? No sólo que nos sacó la lengua todo el tiempo, sino que para poder burlarse mejor, sacaba esos ojos que tiene bien para afuera.


- Lamento desilusionarlos vecinos, pero yo no me burlé de nadie. Me llamo Ranita, mis ojos son así saltones de nacimiento y la lengua la saco para cazar insectos. Si alguno de ustedes se hubiese acercado a hablarme o me hubiera dejado a mí acercarme, nos hubiéramos conocido y hubieran sabido bien cómo es una rana.

-¿Una qué?- preguntó el caracol que ya empezaba a sentirse avergonzado.

- Una rana caballeros, soy una rana con ojos saltones como todas las de mi especie y con una lengua larga que uso sólo para alimentarme y no para burlarme de nadie.

Muy dolida Ranita se fue a su agujerito, aunque ahora le costaba más entrar porque estaba mucho más gorda por todos los mosquitos que se había comido. Todos los animalitos quedaron en silencio. Sabían que habían actuado mal. También sabían que si se hubiesen presentado ante Ranita el día que ella llegó, jamás hubieran pensado que se burlaba de nadie.Hubiera sido tan fácil, sin embargo no lo hicieron.

Ahora, ante el dolor de Ranita, se daban cuenta del daño que habían hecho. Sin necesidad de decir una palabra, uno por uno, otra vez en filita se acercaron al agujerito de la rana. No hizo falta ponerse de acuerdo, pues todos querían hacer lo mismo.

- Doña Ranita se nos olvidó algo- dijo el conejo con voz un poco temblorosa.

- Pedirle perdón- agregó el caracol.

Con esta esa última palabra, simple pero muy grande, Ranita salió de su agujerito dispuesta a darles a sus vecinos una nueva oportunidad. Al cabo de un tiempo, los dueños de casa trajeron una lagartija. Los animalitos del jardín nuevamente veían un espécimen que no conocían. Sólo que esta vez actuaron diferente. Y una vez más, todos en filita, Ranita incluida, se acercaron al nuevo habitante, pero en esta ocasión para presentarse y darle la bienvenida.

Este cuento ha sido enviado por Paulina G. M. (México)

Amiguitos recuerden: hay que respetar siempre y no juzgar a los demás por sus apariencias