viernes, 10 de diciembre de 2010

La diligencia de doce asientos


¡Qué frío hace! El cielo es terciopelo negro, y no sopla ni un poquito de viento.

¡Pum! ¡Catacrac!

Una serie de porrazos interrumpen el silencio. Son los habitantes de la pequeña ciudad, que empiezan a arrojar por las ventanas viejos platos desportillados, cazuelas de barro, vajillas viejas.
¡Pam! ¡Pum! ¡Bum! ¡Cracracracrac! ¡Bang!

Estos otros, que hacen eco a los primeros ruidos, son cohetes. Lo habéis adivinado: en el
campanario acaban de dar los doce repiques de la medianoche del día de San Silvestre.

¡Troc! ¡Totroc! ¡Totocroc!

¿Y esos otros? Éstos los hace la diligencia, un carruaje tirado por caballos. En cuestión de minutos, el vehiculo estará frente a la puerta norte de la ciudad. En él viajan doce pasajeros, que
ocupan los doce únicos asientos que hay dentro.

-¡Por el año nuevo! ¡Felicidades! -gritan las gentes en sus casas, levantando las copas llenas de champán.

Tintinean las copas, la alegría está en su apogeo. En ese preciso momento, la diligencia, con sus doce pasajeros, se detiene frente a la puerta.

¿Quiénes son, estos viajeros? Todos tienen el equipaje a punto y los pasaportes
en regla. Y llevan también consigo una bonita ¿colección? de regalos. ¿que para quién son? ¡Pues para mí, para ti, para todos! ¿Pero quiénes son?

-¡Feliz año tenga, buen hombre! -le gritan al centinela de guardia de la puerta.

-¡Feliz año tengan ustedes, señores! -contesta el centinela. Y, acercándose a la carroza, abre la puertecilla, ayuda a bajar al primero de los pasajeros y le pregunta -: ¿Nombre, apellido, profesión?

-Mire en mi pasaporte -responde el individuo-.
¿Qué quiere que le diga? ¡Yo soy quien soy!

Es un tipo curioso, embutido en un abrigo de pieles de oso.

-Son muchos los que ponen en mí sus esperanzas, ¿sabe? Venga mañana a mi casa y le haré un
hermoso regalo de fin de año. Aguinaldos y regalos, tengo siempre para todos; en cuanto a fiestas, más de treinta y una no puedo dar. ¿Mi profesión? Comerciante al por mayor.
¿Mi nombre? Enero, y viajo con montones de cuentas de recibos y de liquidaciones.

Ahora desciende el segundo pasajero. Éste es un vividor: empresario teatral, organizador de bailes de disfraces.

-Cuando hay de esto, hay de todo, o casi -setencia- Me gusta que la gente se divierta pero también a mí me gusta divertirme, porque por desgracia no me va tan bien: veintiocho días sólo, si te paras a pensar. Verdad es que, de vez en cuando, me conceden uno más. No es gran cosa, pero en el fondo, ¿qué más da?

-No se precipite, por favor -le advierte el centinela.

-Jovenzuelo, yo puedo hacer tanto escándalo como me venga en gana, que para algo soy el Príncipe Carnaval, aunque viaje con nombre falso... Pero puedes llamarme Febrero. -Le guiña un ojo y pasa adelante.

¿Y el tercero? El tercero es más delgado que el hambre, tieso como un palo de escoba, siempre con la cabeza en otra parte, Es pariente de los magos, meteorólogos y astrólogos de todo el mundo. A juzgar por su aspecto, su negocio no debe irle demasiado bien. En el ojal de su largo baladrán lleva prendido un ramito de violetas.

-Señor Marzo -lo llama el cuarto pasajero, dándole un golpecito en el hombro-. ¿No huele este aroma a té? ¡Entre enseguida en la aduana y haga que le den una taza!

¿Aroma? ¡Pero qué aroma ni aroma! Es una broma, una broma de Abril, para ser exactos, que
hace su aparición con este primer chiste. Parece -lo está- muy alegre; dicen las malas lenguas que no se mata a trabajar, pero no es ningún vago.

-Todo se arreglaría con que este mundo fuera un poco más estable -dice-. En cambio, unas veces estamos contentos, otras melancólicos. Tan pronto llueve, como sale el sol; partimos, regresamos. ¿que cuál es mi trabajo? Si quiere, puede escribir que tengo una empresa, de pompas fúnebres. Río o lloro según me da. ¿Lo ve? En esta maleta llevo ropa de verano, ¡pero estaría loco si quisiera ponérmela! Los domingos por la mañana voy a misa con el impermeable, y debajo llevo camisa de manga corta.

Justo después se apea una muchacha. Se llama Mayolina/Maya: lleva un vestido ligero, veraniego, color verde y calza zapatos livianos, sobre los que lleva unos llamativos chanclos de
goma. Entre sus cabellos rubios luce un ramillete de flores.

Es tan hermosa como afinada: es que, además, es cantante. Pero no canta en los teatros, quede claro, sino al aire libre, en los bosques, por pura pasión. Lleva en la mano un maletín de trabajo, y dentro, dos libritos: uno de poesía, otro de cuentos.

-¡Paso, que baja la Señora! -grita el cochero, haciendo sonar la fusta.

Una joven dama apoya un piececito en tierra. Es bonita como Mayolina, pero su porte es más orgulloso. ¿Qué de quién se trata? De la Dama de Junio, naturalmente. En el día más largo del año da una fiesta espléndida, en la que sus invitados pueden degustar todos los platos de su bien provista mesa.

Tiene una carroza propia, pero prefiere viajar en diligencia con todos los demás para no ganarse la fama de persona altanera.

La acompaña un joven rellenito que luce un sombrero de paja de ala ancha y un vistoso traje de baño. ¿No lo habéis reconocido? Se trata nada menos que de su hermano, el señorito Julio.

¿Y quién más? Pues doña Agostina, verdulera al por mayor y propietaria de grandes haciendas. Es regordeta y está siempre acalorada. No se las da de señorona, pero le gusta hacer las cosas por sí misma: dicen es ella en persona quien les lleva al campo a los labriegos sus buena jarras de cerveza.

-¡Te ganarás el pan con el sudor de tu frente! -exclama-. Los bailes, las excursiones al campo y los paseos por la montaña vienen después.

¡Vaya, pero si tenemos también un artista! Pintor, por más señas. ¿Que cómo se llama esta celebridad? Profesor Septiembre, maestro del color. No hay bosque que no lo conozca; no tiene
más que echar mano a la paleta y ya las hojas, de verdes, se hacen amarillas, rojo subido, oro viejo. Mientras trabaja, silba como los mirlos, y mientras silba, enrolla zarcillos de lúpulo en torno a su jarra de cerveza. Por equipaje lleva su maletita de pintura.

Detrás de él viene todo un señorón de los campos, el conde Octubre. Al igual que
soña Agostina, se toma también muy en serio su trabajo: no habla más que de vendimiar, de arar, de sembrar, de roturar. Lleva consigo una garrafa, y sobre el techo de la diligencia ha mandando colocar un bonito arado inglés último modelo. Mientras menciona con entusiasmo una nueva variedad de trigo, su vecino le interrumpe varias veces con sus toses y con su ruidoso sonarse. Se trata del señor Noviembre; se ve a las claras que está molesto por su resfriado.
Con una mano sujeta el pañuelo y con la otra empuña un hacha: es presidente honorario de la Hermandad de Leñadores.

Ya se ha quedado vacía la diligencia... Ah, no, perdón, es que ese viejecito ha tardado una barbaridad en bajarse.

El abuelo Diciembre: ¿cómo iba a faltar él a la reunión? En sus manos arrugadas lleva un braserito, y su nariz aguileña no deja de moquear. Va encorvado y está entumecido, pero los ojos le brillan vivarachos como dos estrellas al ordenar que bajen de la diligencia una maceta en la que crece un pequeño abeto.

-Bajenlo con cuidado, por favor -dice-. Tiene que crecer tieso para estar bonito en Nochebuena. Lo adornaremos con muchas velas de colores, con bolas brillantes, con dulces y juguetes. Y entonces yo sacaré mi libro de cuentos y haré que los niños se porten bien.

-¡De acuerdo entonces, que siga la diligencia! -le interrumpe el centinela-. Todos los viajeros han bajado. ¡Arre , cochero!

-Pero primero que pasen a verme -dice el jefe de aduanas-. ¡Adelante, señores! Los pasaportes me los tienen que dar a mí. Tienen un mes de validez, pasado el cual escribiré en ellos las observaciones sobre su conducta. ¡Señor Enero, empecemos por usted!

Y Enero se presenta.

Dentro de un año podré deciros qué presentes nos han hecho los viajeros. Ahora no lo sé. ¿Lo sabrán ellos?

¡Hoy en día pasan tantas cosas!


Es un cuento de Hans Christian Andersen

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