lunes, 26 de diciembre de 2011

Un encargo insignificante


El día de los encargos era uno de los más esperados por todos los niños en clase. Se celebraba durante la primera semana del curso, y ese día cada niño y cada niña recibía un encargo del que debía hacerse responsable durante ese año. Como con todas las cosas, había encargos más o menos interesantes, y los niños se hacían ilusiones con recibir uno de los mejores. A la hora de repartirlos, la maestra tenía muy en cuenta quiénes habían sido los alumnos más responsables del año anterior, y éstos eran los que con más ilusión esperaban aquel día. Y entre ellos destacaba Rita, una niña amable y tranquila, que el año anterior había cumplido a la perfección cuanto la maestra le había encomendado. Todos sabían que era la favorita para recibir el gran encargo: cuidar del perro de la clase.
Pero aquel año, la sorpresa fue mayúscula. Cada uno recibió alguno de los encargos habituales, como preparar los libros o la radio para las clases, avisar de la hora, limpiar la pizarra o cuidar alguna de las mascotas. Pero el encargo de Rita fue muy diferente: una cajita con arena y una hormiga. Y aunque la profesora insistió muchísimo en que era una hormiga muy especial, Rita no dejó de sentirse desilusionada.

La mayoría de sus compañeros lo sintió mucho por ella, y le compadecían y comentaban con ella la injusticia de aquella asignación. Incluso su propio padre se enfadó muchísimo con la profesora, y animó a Rita a no hacer caso de la insignificante mascotilla en señal de protesta. Pero Rita, que quería mucho a su profesora, prefería mostrarle su error haciendo algo especial con aquel encargo tan poco interesante:
- Convertiré este pequeño encargo en algo grande -decía Rita.
Así que Rita investigó sobre su hormiga: aprendió sobre las distintas especies y estudió todo lo referente a sus hábitat y costumbres, y adaptó su pequeña cajita para que fuera perfecta. Cuidaba con mimo toda la comida que le daba, y realmente la hormiga llegó a crecer bastante más de lo que ninguno hubiera esperado...
Un día de primavera, mientras estaban en el aula, se abrió la puerta y apareció un señor con aspecto de ser alguien importante. La profesora interrumpió la clase con gran alegría y dijo:
- Este es el doctor Martínez. Ha venido a contarnos una noticia estupenda ¿verdad?
- Efectivamente. Hoy se han publicado los resultados del concurso, y esta clase ha sido seleccionada para acompañarme este verano a un viaje por la selva tropical, donde investigaremos todo tipo de insectos. De entre todas las escuelas de la región, sin duda es aquí donde mejor habéis sabido cuidar la delicada hormiga gigante que se os encomendó. ¡Felicidades! ¡Seréis unos ayudantes estupendos!.
Ese día todo fue fiesta y alegría en el colegio: todos felicitaban a la maestra por su idea de apuntarles al concurso, y a Rita por haber sido tan paciente y responsable. Muchos aprendieron que para recibir las tareas más importantes, hay que saber ser responsable con las más pequeñas, pero sin duda la que más disfrutó fue Rita, quien repetía para sus adentros"convertiré ese pequeño encargo en algo grande" .

La responsabilidad se mide en las cosas pequeñas

El hada fea


Había una vez una aprendiz de hada madrina, mágica y maravillosa, la más lista y amable de las hadas. Pero era también una hada muy fea, y por mucho que se esforzaba en mostrar sus muchas cualidades, parecía que todos estaban empeñados en que lo más importante de una hada tenía que ser su belleza. En la escuela de hadas no le hacían caso, y cada vez que volaba a una misión para ayudar a un niño o cualquier otra persona en apuros, antes de poder abrir la boca, ya la estaban chillando y gritando:

- ¡Fea! ¡bicho!, ¡lárgate de aquí!.

Aunque pequeña, su magia era muy poderosa, y más de una vez había pensado hacer un encantamiento para volverse bella; pero luego pensaba en lo que le contaba su mamá de pequeña:
- Tú eres como eres, con cada uno de tus granos y tus arrugas; y seguro que es así por alguna razón especial...
Pero un día, las brujas del país vecino arrasaron el país, haciendo prisioneras a todas las hadas y magos. Nuestra hada, poco antes de ser atacada, hechizó sus propios vestidos, y ayudada por su fea cara, se hizo pasar por bruja. Así, pudo seguirlas hasta su guarida, y una vez allí, con su magia preparó una gran fiesta para todas, adornando la cueva con murciélagos, sapos y arañas, y música de lobos aullando.

Durante la fiesta, corrió a liberar a todas las hadas y magos, que con un gran hechizo consiguieron encerrar a todas las brujas en la montaña durante los siguientes 100 años.

Y durante esos 100 años, y muchos más, todos recordaron la valentía y la inteligencia del hada fea. Nunca más se volvió a considerar en aquel país la fealdad una desgracia, y cada vez que nacía alguien feo, todos se llenaban de alegría sabiendo que tendría grandes cosas por hacer.

Todos podemos conseguir grandes cosas, y tenemos en nosotros lo necesario para conseguirlas. No debemos darle importancia a la belleza exterior, y querer cambiar sólo por cómo nos vean los demás



sábado, 24 de diciembre de 2011

Cuento de Noche Buena


El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano. Su eminencia el cardenal -que había visitado el convento en un día inolvidable- había bendecido al hermano, primero, abrazándole enseguida, y por último díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y por la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: "!Eh! Venid acá, hermano Longinos, y tomareis un buen vaso..." Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas.

  Avino, pues, que un día de Navidad, Longinos fuese a la próxima aldea...; pero ¿no os he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien Dios nos guarde. Los vientos del cielo llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches o en los serenos crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores sonores..., era el órgano de Longinos que acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos. Fue, pues, en un día de Navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería paciente y filosófica:

-!Desgraciado de mi! !Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la vida a pan y agua! !Cómo estarán aguardándome en el monasterio!

Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se encaminó por la vía de su convento. Las sombras invadieron la tierra. No se veía ya el villorrio; y la montaña, negra en medio de la noche, se veía semejante a una titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios.

Y fue el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras pater y ave, advirtió con sorpresa que la senda que seguía la pollina, no era la misma de siempre. Con lágrimas en los ojos alzó éstos al cielo, pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: -Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso. No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitas aromas. Y vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodíaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él, con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario.


Y sucedió que -tal como en los días del cruel Herodes- los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes...

Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:

-Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su convento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mi? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte.

Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre.

Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano? ¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista... ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza... De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar... resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia...

El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial, labrada en mármol.

Rubén Darío


viernes, 23 de diciembre de 2011

El camello de Melchor







El camello de Melchor
mete la pata y se emboba,
porque anda enfermo de amor,
¡y le tiembla la joroba!

Se enamoró sin remedio
de una camella en la duna,
hace ya más de año y medio,
y ahora está siempre en la luna.

 Desde el hocico a la cola,
le corren escalofríos.
No da el pobre pie con bola
y causa mil extravíos.

Al repartir los juguetes,
suspira el camello tanto
que confunde los paquetes
y forma un lío de espanto.

¡Qué soberana tragedia!
Agobiados, sus altezas
les dan cien vueltas y media
a sus reales cabezas.

 Melchor cavila y razona
por el pasillo adelante.
Le arde a Gaspar la corona,
y a Baltasar, el turbante.

 ¡Tanto pensar da mareo…!
Hasta que por la mañana
Papá Noel, en trineo,
se cuela por la ventana.

Viene a echarles una mano
con sus seis renos glotones;
que, como aún es temprano,
se zampan seis polvorones.

Unidos en Navidad,
con un solo corazón,
transportan felicidad
al más lejano rincón.

 Lo pasan de rechupete
viajando hasta el quinto pino,
y no dejan ni un juguete
sin llevar a su destino.

 Mientras, camello y camella
se arrullan y se dan besos.
Está él chalado por ella;
y ella, loca por sus huesos.

Poesía de Carmen Gil Martínez 

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Princesa del mar

ilustración infantil para cumpleaños

Tu sueño de chocolate,
castillos sobre la arena,
tu corona de corales...
¡Soñabas con ser princesa!

Tus rizos de luz al viento,
tu mirada, azul estrella,
y tu carita de luna,
y tus mejillas de seda.

Soñabas con un paisaje
pintado en tu azul espejo...
y guardabas en el mar
un cofre lleno de besos.

Tu sueño de chocolate,
castillos sobre la arena,
tu corona de corales...
¡Soñabas con ser princesa!

Autora: Justina  Cabral, Argentina

jueves, 6 de octubre de 2011

De los ojos de un niño...




De los ojos de un niño despegan los aviones.
Si cerrase los ojos caerían.
Sólo su asombro los mantiene en vilo
su manita los alza
su corazón los mueve y los aleja.
Sin un niño pegado a los cristales
a las altas barandas de una terraza adulta
morirían de horror los aeropuertos.
Un niño nunca podrá decir la palabra "aeronáutica"
pero de él dependerá la imitación del pájaro.
Un niño no sabrá calcular las distancias
pero es la garantía del retorno.
Cada aeropuerto debe tener un niño pegado a los cristales
junto a los altavoces, donde quiera que el miedo se agazape.
Gracias a él tardará menos lágrimas el regreso de todos
dolerá menos besos el adiós de las madres
las azafatas podrán prescindir de advertencias insulsas.
Un avión en el aire
son muchos niños mirando al horizonte.

Alexis Díaz Pimienta


sábado, 27 de agosto de 2011

El destino de Xiun Fong





En el lejano reino de Zhao, en tiempos ya olvidados, existía en un pueblo una joven de humildes raices llamada Xiun Fong -viento perfumado-. Ella junto con su madre y abuela se dedicaban a los trabajos hogareños y a la venta de hortalizas y flores en los mercados del reino.

Tiempo después, el señor de ese feudo hizo llamar a todas las chicas que en el feudo existieran, cosa que la joven Xiun no tomó el más mínimo interés, pero fue animada por su madre y abuela que le dijeron: ”Nada puedes perder, solamente que digan que no eres candidata y nada más”.

Después de mucho pensarlo la joven accedió a las sugerencias de sus mayores y de inmediato se puso en marcha hacia el palacio. Ya dentro de él, se encontró con una multitud de jóvenes de elegante porte, detalles que a ella le hacían dudar del porque se encontraba ahí. Sin embargo cuando el señor feudal hizo su aparición, comunicó a las muchachas presentes:

“Me ha llegado la noticia de que el príncipe de nuestro reino desea elegir esposa, por lo que ha mandado este anuncio a cada feudo en su reino para que mande una selección de las mujeres más hermosas que en cada feudo existan”.



Al escuchar tremendo anuncio Xiun Fong, de inmediato supo que jamás sería elegida para tan importante acción. Pero uno nunca sabe cuando el cielo puede sonreírle, otorgando oportunidades a todo bajo el cielo y sobre la tierra. Los inspectores pronto comenzaron con la labor de selección de todas las candidatas, evaluando la estructura ósea, la belleza del rostro, los modales generales, etc.

Tal riguroso proceso de selección tardó 5 días en completarse, y para el día final, se mencionaron de forma publica los nombres de las candidatas a ir a palacio…

De forma milagrosa o por motivos que aún siguen siendo un misterio, Xiun Fong  fue elegida candidata para ir a palacio. La noticia fue tan grande que al enterarse ella, no cabía de felicidad. Rápidamente alistó sus cosas y se puso en marcha a cumplir con su destino.

Todos los grupos de las jóvenes seleccionadas estaban presentes. Podía apreciarse rostros de alta delicadeza, cuerpos esplendorosos y refinamiento en toda acción que realizaban.

Al llegar el momento indicado, el hijo del señor del reino de Zhao hizo su aparición, y con estas palabras inició su proceso de selección de esposa:

“Gracias a todas ustedes por su presencia. Veo que el cielo ha sonreído a mi nación por ser poseedora de perlas con tan exquisito estilo, que juro, los dioses pelearían por ustedes. A cada una les entregaré una semilla especial en una maceta, y al cabo de 1 mes deseo que vuelvan a presentarse en este mismo lugar. Quien traiga la flor más hermosa y mejor cuidada, esa será la elegida a convertirse en esposa y princesa de todo el reino de Zhao”. Y así fue como dio inicio a la labor que tanto la había hecho famosa a Xiun Fong en su aldea natal (la criadora de flores).

Durante la primera semana cuidó con bastante entusiasmo esta semilla, pero no daba muestras de retoño alguno. Incrementó los cuidados, pero aún así, durante la segunda semana no había muestras de actividad por parte de la semilla; sintiéndose dubitativa continuó esforzándose para conseguir algo, cosa que al llegar la cuarta semana no dio resultado. La maceta seguía vacía, desolada y sin gracia alguna. Xiun Fong, un tanto decepcionada de si misma, decidió aún con su fracaso, presentarse al gran salón el día convenido.

Al llegar el día, ella junto con su maceta vacía, hizo su aparición en el salón de palacio, al caminar por los corredores podía ver que las otras chicas traían en sus macetas flores hermosísimas de muy diversas clases. Podíamos encontrar ciruelos, crisantemos de los más variados colores, tamaños y formas, sin embargo la pobre  Xiun Fong tenía en sus manos una maceta vacía, sin nada que mostrar, solamente tierra húmeda.

Llegando a su debido tiempo, el príncipe hizo su aparición para inspeccionar los resultados de las semillas. De inmediato todas las jóvenes hicieron fila para mostrar sus hermosas joyas vegetales. Xiun Fong por su parte, trataba de ocultarse fuera de la vista del monarca; pero superando sus miedos y angustias decidió hacerse presente y ser evaluada.


Así el joven soberano fue evaluando flor por flor, maceta por maceta; al terminar de hacer tan riguroso examen, regresó a su asiento. Toda la corte estaba muda en espera de una decisión. El príncipe sin tardanza y a voz alta pronuncio el nombre de quien sería su esposa, y para sorpresa de todos, el nombre pronunciado fue el de “Xiun Fong”.


Ella, al escuchar su nombre, no se explicaba el juicio del monarca por haberla elegido, a lo que con sumo respeto preguntó al joven príncipe del por qué de su decisión. El monarca con gesto amable y tez cariñosa explicó:


“Escojo a la joven Xiun Fong como futura princesa del reino de Zhao, ya que ella es la que me ha
presentado la flor más hermosa, la de la Verdad. La escojo por su honestidad en sus actos y maneras. En un principio jóvenes aspirantes, yo di a cada una de ustedes semillas estériles, pero la única que supo en verdad mostrar la única verdad fue Xiun Fong, al traer la semilla estéril que yo mismo entregué”

El príncipe preguntó inmediatamente a Xiun Fong por su oficio, a lo que ella respondió que era una criadora de flores y hortalizas. El príncipe volvió a hacer una pregunta más: ”¿Cual es la flor que cultivas?”

Ella respondió: Peonías


A partir de ese momento la peonía pasó a ser símbolo de refinamiento, honestidad y delicadeza, siendo actualmente la flor, un Símbolo nacional de China, representa el amor incondicional, la fidelidad en el matrimonio y la belleza absoluta.

domingo, 14 de agosto de 2011

El miserere, Gustavo Adolfo Bécquer





EL MISERERE
(Leyenda religiosa)

Hace algunos meses que, visitando la célebre abadía de Fitero, y ocupándome en revolver algunos volúmenes de su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones.

Era un Miserere.


Yo no sé música; pero le tengo tanta afición que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñados, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras que llaman llaves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.



Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue que, aunque en la última página había una palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que el Miserere no estaba terminado, porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo.

Esto fue, sin duda, lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere, había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esto:

Crujen..., crujen los huesos, y de sus médulas ha de parecer que salen los alaridos; o esta otra: La
cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo y no se confunde nada, y todo es la Humanidad que solloza y gime; o la más original de todas, sin duda, recomendada al pie del último versículo: Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía..., fuerza:..., fuerza y dulzura.


-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.

El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.


Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un romero y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino.

Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar puso el hermano a quien se hizo esta demanda a disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto adonde se encaminaba.

-Yo soy músico -respondió el interpelado-. He nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción y encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme.

Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:

-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedir a Dios misericordia no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro, y en una de, sus páginas encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza: Miserere mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos; tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles dirán conmigo, cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡Misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre criatura.

El romero al llegar a este punto de su narración calló por un instante, y después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes que formaban un círculo alrededor del hogar, escuchaban en un profundo silencio.

-Después -continuó- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído tantos, que puedo decir que los he oído todos.

-¿Todos? -dijo entonces, interrumpiéndole, uno de los rabadanes-. ¿A que no habéis oído aún el Miserere de la Montaña?

-¿El Miserere de la Montaña? -exclamó el músico con aire de extrañeza-. ¿Qué Miserere es ese?.

-¿No dije? -murmuró el campesino, y luego prosiguió con una entonación misteriosa-: Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que, como yo, andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia, una historia muy antigua, pero tan verdadera como, al parecer, increíble. Es el caso que en lo más fragoso de esas cordilleras de montañas que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace ya muchos años, ¡qué digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio famoso, monasterio que, a lo que parece, edificó a sus expensas un señor con los bienes que había de legar a su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de sus maldades. Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que por lo que se verá más adelante debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos y de que su castillo se había transformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, entraron a saco en la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida. Después de esta atrocidad se marcharon los bandidos, y su instigador con ellos, a donde no se sabe, a los profundos tal vez. Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aun quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón de donde nace la cascada que, después de estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.

-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y el Miserere?

-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán- que todo irá por partes.

Dicho lo cual, siguió así su historia:

-Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva su memoria es que todos los años, tal noche como en la que se consumó, se ven brillar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire. Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el Tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a impetrar su misericordia cantando el Miserere.

Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había referido:

-¿Y decís que ese portento se repite aún?

-Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la del Jueves Santo y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.

-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?

-A una legua y media escasa. Pero, ¿qué hacéis? ¿A dónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos, al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.

-¿A dónde voy? A oir esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos y saben lo que es morir en el pecado.

Y esto diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos pastores.

El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.

Pasado el primer momento de estupor:

-¡Está loco! -exclamó el lego.

-¡Está loco! -repitieron los pastores, y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del hogar.

Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje que calificaron de loco en la abadía, remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que se levantaban, negras e imponentes, las ruinas del monasterio.

La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario: al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares.

Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen en pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que, despiertos de su letargo por la tempestad, sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen o se arrastran por entre los jaramagos y zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos estos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche llegaban perceptibles al oído del romero, que sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.

Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos. ¡Si me habrá engañado!, pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora: ruidos de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres...; hasta once.

En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.

Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco la última campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito, que cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita claridad.

Parecía como un esqueleto de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad con una luz azulada, inquieta y medrosa.

Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a las piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta, como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.

Una vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjuro de voces lejanas y graves que parecía salir del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez más perceptible.

El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por todo la desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.

Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas y, agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David:

-Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!

Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras y, penetrando en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde, con voz más levantada y solemne, prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno, que, desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse; algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del rey salmista con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.

Siguió la ceremonia; el músico, que la presenciaba absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño, en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.

Un sacudimiento terrible vino a sacarlo de aquel estupor que embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una conmoción fuertísima, sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetró hasta la médula de los huesos.

Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:

-In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.

Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo que parecía un grito de dolor arrancado a la Humanidad entera por la conciencia de sus maldades; un grito horroroso, formado por todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.

Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de tenor otro relámpago de júbilo, hasta que, merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.

Los serafines, los arcángeles y los ángeles y las jerarquías acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso:

-Auditui meo dabis gaudium et laetitiam: et exultabunt ossa humiliata.

En este punto, la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y no oyó más...

Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por las puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.

-¿Oísteis, al cabo, el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.

-Sí respondió el músico.

-¿Y qué tal os ha parecido?

-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa -prosiguió, dirigiéndose al abad-, un asilo y pan para algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía.



Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda. El abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió, al fin, a ello y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.

Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba y parecía como escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento y exclamaba:


-¡Eso es; así, así, no hay duda..., así! -y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dio en más de una ocasión que admirar a los que lo observaban sin ser vistos.

Escribió los primeros versículos y los siguientes hasta la mitad del salmo; pero al llegar al último que había oído en la montaña le fue imposible proseguir.

Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores: todo inútil. Su música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una losa extraña, guardaron los frailes a su muerte, y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.

...

Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.

In peccatis concepit me mater mea...

Estas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos de la música.

Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo:

¿Quién sabe si no será una locura?



El Miserere, uno de los relatos más estremecedores de Bécquer, que fue publicado sin firma en la sección Variedades de "El Contemporáneo", el 17 de abril de 1862, parte del supuesto hallazgo que hizo Bécquer en la vieja abadía de Fitero de dos o tres cuadernos de música que resultaron ser un Miserere. Posiblemente Bécquer reunió el material necesario para escribir éste y otros textos en su estancia en los Barios de Fitero en 1861.

domingo, 7 de agosto de 2011

Teodosio de Goñi, Aralar, Nafarroa



Teodosio de Goñi es un personaje a caballo entre la historia y la leyenda. Fue un guerrero vascón, hijo de Miguel de Goñi, señor del Valle de Goñi, hoy de Gesalaz, perteneciente a la merindad de Estella, y propietario de una casa fuerte en lo alto de una colina. Miguel de Goñi era uno de los miembros del Consejo de los Doce que gobernaba el territorio navarro.


La siguiente leyenda se ha transmitido con muy pocos cambios a lo largo de generaciones.

Según la leyenda, volvía Teodosio de Goñi a su casa después de guerrear contra los godos que intentaban dominar Nafarroa, cuando se le apareció un hombre extraño en Erretabidea, camino del valle de Ollo, y le dijo que su mujer, Constanza de Butrón, le traicionaba con un amante.



Loco de rabia, Teodosio espoleó su caballo, llegando a su casa ya de noche y subiendo rápidamente al dormitorio. Un rayo de luna entraba por la ventana iluminando la habitación, y el caballero observó que había dos personas en la cama. Creyendo que eran Constanza y su amante, sacó la espada y la clavó en los dos cuerpos de los durmientes, matándolos en el acto. Al salir de la habitación, Teodosio se topó con su mujer, que se había despertado al oírle llegar. —¡Constanza! —exclamó el hombre sorprendido. —¡Teodosio! ¡Qué alegría! —exclamó Constanza a su vez, abrazándolo. —Pero..., si tú estás aquí, ¿quiénes son los que duermen en nuestra cama? —inquirió Teodosio sin recuperarse de la sorpresa. —Tus padres —le informó su mujer—. Han venido a visitarme y les he dado la mejor alcoba de la casa, la nuestra.


Teodosio mata a sus padres. Grabado. S. XVIII





Horrorizado por su acción, el caballero fue a Roma en peregrinación y aceptó el castigo que se le impuso: colgarse una gruesa cadena a la cintura y dormir al raso hasta que la cadena se desgastase y cayese por sí sola, lo que significaría el perdón divino por el doble parricidio. Llevaba ya siete años vagando por la sierra de Aralar sufriendo el castigo, y la cadena estaba tan nueva como al principio.


Teodosio de Goñi pide la absolución de su parricidio al Papa

Un día, al acercarse a una sima muy profunda, escuchó un estruendo terrible. Poco después, apareció un dragón enorme que acababa de despertarse de su sueño, un sueño que había durado cien años, y tenía hambre. Al ver a Teodosio se dirigió hacia él, dispuesto a tragárselo de un solo bocado. El pobre caballero apenas podía moverse, debilitado por la penitencia y la pesada cadena que llevaba colgada.

—¡San Miguel! —gritó al ver avanzar al dragón—. ¡Ayúdame!
Su grito se escuchó en el cielo y Dios dijo al arcángel:
—¡Miguel! Te llaman en la tierra.
—Yo no bajo si no es Contigo —respondió el arcángel.
Bajó, pues, san Miguel con Dios sobre su cabeza y luchó contra el dragón, matándolo

En el mismo instante en que la bestia se desplomaba muerta, se rompió la cadena que ceñía la cintura de Teodosio, y cayó al suelo.

En agradecimiento por su ayuda, Teodosio de Goñi y su mujer mandaron edificar el santuario de San Miguel in Excelsis, al cual acuden todavía hoy las mujeres estériles que desean tener hijos.

Aparición de San Miguel de Aralar a Teodosio de Goñi. Grabado de Francisco Preciado. 1740

En uno de los muros del templo hay un agujero por donde se oyen los ruidos, dicen, del infierno. Es creencia popular que se quitan los dolores de cabeza si se introduce ésta por ese agujero. También existen unas cadenas colgadas en otro de los muros que, siempre según la tradición, son las de Teodosio, y que quitan los males de cabeza y algunas veces hasta los de dientes si se dan tres vueltas a su alrededor.



Toti Martinez de Lezea, Leyendas de Euskal herria




Había una vez un pez



Habia una vez
un pez sin aletas
muy quieto en corales
del fondo del mar.

Pero una sirena
que vio su tristeza
sentóse a su lado
con brillo lunar.

Tocó suavemente
sus bellas escamas
y dos aletas grandes
pudieron nadar.

El pez dio las gracias
a la bella dama
que fuera su hada
en el fondo del mar.

Autora: María Marta Britos
País: Argentina

Ser hada madrina

hada madrina Para educar no hay varita mágica


Trabajar de hada madrina

es, sin duda, una tarea

la mar de dura y cansina

que a cualquier hada marea.


Si te toca un pez dorado

que está aprendiendo a nadar,

es un rollo lo mojado

y lo frío que está el mar.


Si un murciélago cegato,

no puedes perder puntada;

pues se pasa todo el rato

de tropezón en trompada.


Lo peor es si una moza

polvorienta y desastrada

quiere ir al baile en carroza

la mar de emperejilada.


Hay que buscar, ¡qué trajín!,

ratones y calabazas

por el huerto y el jardín,

por salones y terrazas.


A un meneo de varita,

pronunciar un trabalenguas

para ponerla bonita

sin que se líe la lengua.


Y es que un hada vive a cien

esforzándose un montón,

porque esto de hacer el bien

exige dedicación.


Se pasa frío y calor

y te da mil sofocones;

¿pero hay oficio mejor

que alegrar los corazones?

Carmen Gil Martínez

(El hada Roberta, Editorial Bambú, nuevo sello de Casals)

La caracola (Unos animales muy originales)




La caracola,

de carambola,

caracolea

con la marea.


De una cabriola

sube a una ola.

Baja deprisa,

le da la risa.


La caracola,

de carambola,

llega a la arena

para la cena.

Carmen Gil Martínez
Editorial CEDMA