domingo, 25 de noviembre de 2012

El callejón del beso



Se cuenta que doña Carmen era hija única de un hombre intransigente y violento, pero como suele suceder, el amor triunfa a pesar de todo. Doña Carmen era cortejada por don Luis, un pobre minero de un pueblo cercano. Al descubrir su amor, el padre de doña Carmen la encerró y la amenazó con internarla en un convento; según su padre, ella debía casarse en España con un viejo rico y noble, con lo cual el padre acrecentaría considerablemente sus riquezas.

La bella y sumisa criatura y su dama de compañía, Brígida, lloraron e imploraron juntas y resolvieron que la dama de compañía le llevara una misiva a don Luis con las malas noticias.

Ante ese hecho don Luis decidió irse a vivir a la casa frontera de la de su amada, que adquirió a precio de oro. Esta casa tenía un balcón que daba a un callejón tan angosto que se podía tocar con la mano la pared de enfrente.

Un día se encontraban los enamorados platicando de balcón a balcón, y cuando más abstraídos estaban, del fondo de la pieza se escucharon frases violentas. Era el padre de doña Carmen increpando a Brígida, quien se jugaba la misma vida por impedir que el amo entrara a la alcoba de su señora. Por fin, el padre pudo introducirse, y con una daga que llevaba en la mano dio un solo golpe, clavándola en el pecho de su hija.

Doña Carmen yacía muerta mientras una de sus manos seguía siendo posesión de la mano de don Luis, quien ante lo inevitable sólo dejó un tierno beso sobre aquella mano.



Hoy en día, esta es una leyenda muy famosa en un callejón de la hermosa ciudad de Guanajuato donde se dice: “la pareja que visite este sitio y se dé un beso desde el tercer escalón logrará su felicidad durante 7 años.” Si en caso contrario, la pareja no se besa, son 7 años de mala suerte. Para las personas que no llevan pareja, no pesa ninguna maldición, pero recomiendan que busquen pareja rápido y al encontrarla, visiten juntos el Callejón del Beso.

Versión obtenida de mexicodesconocido.com

Leyenda mexicana

martes, 6 de noviembre de 2012

El extraño caso del niño al que acusaron de morder la luna


PRIMER JUICIO

_______________________________________________

Declaración del niño


Yo mojé la luna en té
como un bizcocho con manchas
para dejar a sus anchas
a dos novios que encontré.
Yo mojé la luna... ¿y qué?
Yo mojé la luna... ¿y?
Era medianoche, sí,
es cierto... fuimos nosotros.
Pero la mordieron otros,
Señoría, yo no fui.

Declaración del Fiscal



Señoría, el acusado
confiesa, sin pena alguna,
haber mojado la luna
en té negro... Lo ha jurado.
Advierto que está probado
su apagón intencional.
Y pido a este tribunal
que le aplique la sentencia
de un año sin inocencia
y un mes portándose mal.

Declaración de la Defensa




Usía, mi defendido
dice que el Día de Auto
apagó la luna. Incauto
es, pero no fementido.
Entonces, ¿a qué ha venido
la vulgar acusación
de que tras el apagón
mordió el bizcocho lunar?
¿Alguien lo puede probar?
Miremos su dentición.

¡Le faltan dientes, Usía!
¡le faltan dientes, Jurado!
Las huellas que han encontrado
en la superficie fría
de la luna no podría
haberlas hecho un pequeño
de seis años. ¡Ni en un sueño!
Por lo tanto, solicito
su absolución. No hay delito.
Fiscal, es vano su empeño.

Declaración del Primer Testigo: La Novia.



Yo estaba frente al portal,
junto a la hamaca, y de pronto...
miro hacia el cielo y confronto
una oscuridad total.
Mi novio... bueno... al final
no le dimos importancia.
Pero vi que en la distancia
la luna sangraba té.
¿Por qué sangraba? No sé...
Pensé que la circunstancia...

Declaración del Segundo Testigo: El Novio.



La luna estaba menguante,
blanca, detrás del tejado.
De pronto, no vi a mi lado
a mi novia, su semblante
se me perdió en un instante.
Solamente la sentía...
Perdóneme, Señoría,
pero al intentar buscarla
fue cuando logré besarla...
¡besarla!... ¿comprende, Usía?


Declaración del Juez


    Vistas las declaraciones,
conste en acta que el pequeño
actuó, pero no era dueño
de su propias actuaciones.
Sobre las acusaciones
de haber mordido a la luna,
no se sostiene ninguna.
Sólo que la mojó en té.
Y aunque borrosa, se ve,
sin dificultad alguna.

Por lo tanto, la sentencia
que dicta este Tribunal
es que repita el ritual
cuando se halle en presencia
de otros novios. Su inocencia
demuestra sin duda alguna,
que entre las doce y la una
puso al satélite blando.
Pero hay qué seguir buscando
quién fue el que mordió a la luna.


APELACIÓN DEL MINISTERIO FISCAL



Intervención del Fiscal



Con su venia, Señoría.
Apelamos la sentencia.
No me creo la inocencia
del pequeño todavía.
Tiene manchas en la encía.
Tiene ojos desorbitados.
Tiene sueños (¡demasiados!)
en los que se cree astronauta,
o piloto, o cosmonauta
viajando por todos lados.

Señoría, con perdón,
pero yo como fiscal
veo esta sentencia mal
y pido la anulación,
es decir, la apelación
(no hay que llegar al extremo).
Pequeño, yo no soy memo.
Es decir, tonto no soy.
Señor Juez, apelo. Y voy
hasta el Tribunal Supremo.


Declaración del Juez tras la solicitud
de apelación del Ministerio Fiscal


Acogiéndome al Derecho
y a lo que dictan las normas,
siguiendo las buenas formas
y revisando lo hecho;
aunque no esté satisfecho
el acusado en cuestión,
acepto la apelación
del Ministerio Fiscal.
Y hasta aquí. Punto final.
Se levanta la sesión.

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El extraño caso del niño al que acusaron de morder la luna
Textos: Alexis Díaz-Pimienta
Ilustraciones: Orestes Castro García.
Ed. Abril, La Habana, 2004.
La segunda parte (Segundo Juicio) se publicará en España, en el 2012, porScripta Manent Ediciones.

martes, 9 de octubre de 2012

Tu lápiz




Tu lápiz cuando pasea
traza surcos de colores...
¡Es mariposa en el aire
de lienzos multicolores!

Tu lápiz encuentra magia
en todos los corazones:
descubre risas, sonrisas
y variedad de emociones.

Tu lápiz es la frescura
de ensueños de primavera...
¡Con la danza de mi pluma
yo simularlo quisiera!

Poema: Justina Cabral.
Imagen: Por autor desconocido.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Cuarto menguante

                                             


La noche tiene un pendiente:
la luna pulida y blanca,
la luna fina y reluciente
como un arete de plata.

La noche tiene un pendiente.
¿Dónde estará el que falta?

Ángela Figuera Aymerich
Pintura de Sonia Cremades

sábado, 4 de agosto de 2012

La tortuga gigante




Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:

         —Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hace mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.

         El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.

         Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutos. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.

         Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado vivas muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene.

         El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.

         —Ahora —se dijo el hombre—, voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.

         Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne.

         A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre.
         La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.

         El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo.

         La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre, y le dolía todo el cuerpo.

         Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió entonces que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.

         —Voy a morir —dijo el hombre—. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quien me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed.

         Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento.

         Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:
         —El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo le voy a curar a él ahora.

         Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.

         Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas.
         El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:

         —Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.

         Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:
         —Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.

         Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje.

         La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar, se detenía, deshacía los nudos, y acostaba al hombre con mucho cuidado, en un lugar donde hubiera pasto bien seco.

         Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir.

         A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua!, a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.

         Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces se quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:

         —Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo, en el monte.

         Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino.

         Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada.

         Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella.

         Y sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.
Pero un ratón de la ciudad —posiblemente el ratoncito Pérez— encontró a los dos viajeros moribundos.

         —¡Qué tortuga! —dijo el ratón—. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña?

         —No —le respondió con tristeza la tortuga—. Es un hombre.

         —¿Y adónde vas con ese hombre? —añadió el curioso ratón.

         —Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires —respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía—. Pero vamos a morir aquí, porque nunca llegaré...

         —¡Ah, zonza, zonza! —dijo riendo el ratoncito—. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá, es Buenos Aires.
         Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa, porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.

         Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó enseguida.

         Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija.

         Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.

(Cuentos de la selva, 1918)

Horacio Quiroga (1879-1937)


lunes, 4 de junio de 2012

Colores y caramelos



   Voy a beber la luna
en un vaso,
y el viento naranja
paso tras paso.

Voy a cenar un beso
en el mercado.
y seré violeta, celeste...
y plateado.

valiente cabellero, y tu salvador,
y bombón helado
de chocolate y limón.

Voy a ser el rey
de tu corazón
y carmelia en primavera
para darte amor.

Voy a ser un niño
de gran corazón,
y guardaré caramelos
en flores multicolor.

Voy a cenar un beso
en el mercado
de los cuentos de mi abuelo
y de mi hermano.

Autora: Justina Cabral
Imagen: hellocrazy.com
                                                          

domingo, 6 de mayo de 2012

Tormenta

Que llueva, que llueva,
la Virgen de la cueva...

Cantan las niñas
en la pradera...
Allá en el cielo,
la nube negra.

Siguen las niñas
con su canción:
Que sí, que no...
que llueva un chaparrón...

Y dice la espiga nueva:
-Que no llueva, que no llueva,
que tengo el grano en sazón...

Y suplica el arroyuelo:
-Que llueva, que llueva el cielo
o muero sin remisión.

El corro sigue girando...
Las niñas siguen cantando:
-¡Que sí, que no,
que llueva a chaparrón!-

Y dice la nube:
            -Vamos,
chiquillas ¿en qué quedamos?
¿Queréis que llueva o que no?...
¡Para bromitas estamos!...
¡¡Allá va mi chaparrón!...

Ángela Figuera Aymerich

domingo, 15 de abril de 2012

Cuento tonto de la brujita que no pudo sacar el carnet


Era una brujita
tan boba, tan boba,
que no conseguía
manejar la escoba.

Todos le decían:
-Tienes que aprender
o no podrás nunca
sacar el carnet.

Ahora, bien lo sabes,
ya no hay quien circule,
por tierra o por aire,
sin un requisito
tan indispensable.

Si tú no lo tienes,
no podrás volar
pues ¡menudas multas
ibas a pagar!
¡Ea! no es difícil.
Todo es practicar.

-Bueno... dijo ella
con resignación.
Agarró la escoba,
se salió al balcón,
miró a todos lados
y arrancó el motor...

Pero era tan boba,
que, sin ton ni son,
de puro asustada,
dio un acelerón
y salió lanzada
contra un paredón.
Como no quería
darse un coscorrón,
frenó de repente...
y cayó en picado 
dentro de una fuente:
se dio un remojón,
se hirió una rodilla,
sus largas narices
se hicieron papilla
y, como la escoba
salió hecha puré,
pues, la pobrecilla,
además de chata
se quedó de a pie.

Ya no intentó nunca
sacar el carnet.
Se quitó de bruja
y se puso a hacer
labores de aguja.

De cuentos tontos para niños listos de Ángela Figuera Aymerich





lunes, 19 de marzo de 2012

La ajorca de oro

  
Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo; hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles, que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.

     Él la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límites; la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios; amor que se asemeja a la felicidad, y que, no obstante, parece infundir el cielo para la expiación de una culpa.

     Ella era caprichosa, caprichosa: y extravagante como todas las mujeres del mundo.

     Él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época.

     Ella se llamaba María Antúnez.

     Él, Pedro Alfonso de Orellana.

     Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.

     La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.

     Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para caracterizarlos mejor.

II

     Él la encontró un día llorando y le preguntó:

     -¿Porqué lloras?

     Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.

     Pedro entonces, acercándose a María, le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río, y tornó a decirle: -¿Por qué lloras?
     El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos, la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.

     María exclamó: -No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes: pues ni yo sabré contestarte, ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio; fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni aún concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.

     Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.

     La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:

     -Tú lo quieres, es una locura que te hará reír; pero no importa: te lo diré, puesto que lo deseas.

     Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen; su imagen, colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego; las notas del órgano temblaban dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina.

     Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron desde luego en la imagen; digo mal, en la imagen no: se fijaron en un objeto que hasta entonces no había visto, un objeto que, sin poder explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías... aquel objeto era la ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar, reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de llamas que fascinan con su brillo y su increíble inquietud...

     Salí del templo, vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento... Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y de pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí. -¿La ves? -parecía decirme, mostrándome la joya-. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo tan fantástico, tan fascinador... nunca... nunca... Desperté; pero con la misma idea fija aquí, entonces como ahora semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas y doblas la frente... ¿No te hace reír mi locura?

     Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza, que en efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:

     -¿Qué Virgen tiene esa presea?

     -¡La del Sagrario! -murmuró María.

     -¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror-: ¡la del Sagrario de la Catedral!... Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada en una idea.

 

     ¡Ah! ¿por qué no la posee otra Virgen? -prosiguió con acento enérgico y apasionado-; ¿por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo... yo que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!

     -¡Nunca! -murmuró María con voz casi imperceptible-; ¡nunca!

Y siguió llorando.
     Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río. En la corriente, que pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial.


III
     ¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantes palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.

     Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas; donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.

     Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de sus artes.

     En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo, y un santo horror que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra.
     La consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas, el ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe.

Pero si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquiera hora que se penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan profunda como en los días en que despliega todas las galas de su pompa religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas de alfombra y sus pilares de tapices.

     Entonces, cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio desde sus cimientos más profundos hasta las más altas agujas que lo coronan, entonces es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios que vive en él, y lo anima con su soplo y lo llena con el reflejo de su omnipotencia.

     El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir, se celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.

     La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero ya ésta se había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que se apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero. Allí la claridad de una lámpara permitía distinguir sus facciones.

     Era Pedro.

     ¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestara al fin a poner por obra una idea que sólo el concebirla había erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.

     La catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un silencio profundo.

     No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos: chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o ¿quién sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.

     Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y subió la primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan todos por una eternidad.

     -¡Adelante! -murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror: el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.
 

     Por un momento creyó que una mano fría y descarnada le sujetaba en aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas que brillaban en el fondo de las naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.
     ¡Adelante! -volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara, y trepando por ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas y luz dudosa, más imponente aún que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de tanto horror.

     Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizara un instante concluyó por infundirle temor; un temor más extraño, más profundo que el que hasta entonces había sentido.
     Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano con un movimiento convulsivo y le arrancó la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo arzobispo; la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una fortuna.

     Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores temerosos y extraños.

     Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios.
     La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia, y le miraban con sus ojos sin pupila.

     Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los doseles, suspendidos de las bóvedas, pululaban, como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.
 



     Ya no puedo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.

     Cuando al otro día los dependientes de la iglesia le encontraron al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse, exclamó con una estridente carcajada:

     -¡Suya, suya!

     El infeliz estaba loco.



 

Es una leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer

imágenes: "lamia" pintura de John William Waterhouse
Virgen del Sagrario patrona de Toledo
detalle de la catedral de Toledo



* Ajorca: Especie de argolla de oro, plata u otro metal, usada por las mujeres para adornar las muñecas, brazos o gargantas de los pies.