martes, 31 de marzo de 2020

Madrigal del peine perdido

Madrigal del peine perdido

I

Ea, mi amante, ea,
ea la ea.
¡El peinecillo tuyo,
qué verde era!

Perdiste el peinecillo,
ea la ea,
mi amante,
que era de vidrio.

El peinecillo tuyo,
ea la ea,
que era de vidrio verde,
mi amante,
ea.

II

Duerme.
Que el mar, huerto perdido,
va y viene, amante, tu peine,
por los cabellos, mi vida,
de una sirenita verde.

De una verde sirenita,
que se los peina a la orilla,
mientras la orilla va y viene.

Duerme, mi amante,
porque va y viene.

poema de Rafael Alberti
ilustración de Guido Bruveris

Poemas para niños

domingo, 29 de marzo de 2020

La caja de música de Pio Baroja

I. El pintor anticuario

Hacia finales del siglo XIX conocí en París a uno de tantos españoles que pululan por allí. Era un riojano, a quien llamábamos Luis el de Nájera, porque hablaba con frecuencia de este pueblo, que debía de ser el suyo. Luis no sabía el francés necesario para hacerse servir en el restaurante, y se mostraba al mismo tiempo reclamador y exigente, como si quisiera que le atendieran los que no le entendían.

Él creía que eso de hablar francés era como una mala broma que algunos se empeñaban en sostener por capricho, cuando hubiera sido mucho más fácil que se hubieran puesto a hablar en castellano.

Al parecer, aquel hombre era de casa rica, gastador y muy decidido. Él contaba una anécdota que demostraba su decisión. Había estado en Londres en una casa de huéspedes española poco tiempo. Un día, en un restaurante, había encontrado una muchacha muy bonita que le sonreía. Él no sabía una palabra de inglés ni ella de español; pero él quería manifestar su admiración a la damisela.

Luis, muy expedito, llamó por teléfono a la casa de huéspedes donde vivía y después hizo que la muchacha inglesa tomara el auricular del aparato, y los piropos del riojano fueron por teléfono pasando por la casa de huéspedes a la chica que estaba a su lado y que reía a carcajadas, sin duda asombrada del procedimiento y de la imaginación de los españoles.

Una tarde vi al riojano en el bulevar y me dijo que quería vender un esmalte. Me explicó que era de su casa de Nájera. Pretendía que le acompañara a varias tiendas de antigüedades del barrio latino.

-Bueno -le indiqué -, no tengo nada que hacer. Ya le acompañaré.

Entramos en varios comercios del bulevar Saint Germain. El esmalte era un poco tosco, pero tenía su valor. Los anticuarios ofrecían alrededor de mil francos. No pasaban de ahí. En una tienda de la calle de Rennes, el encargado se alargó hasta ofrecer dos mil quinientos francos.

-¿Que le parece a usted? -me preguntó el de Nájera.

-Yo no sé lo que vale eso -le contesté-. No tengo idea. Usted haga lo que le parezca.

El hombre se decidió: dejó el esmalte, tomó el dinero y se puso a redactar un recibo, por indicación del anticuario.

Mientras tanto, yo miraba algunos de los objetos, entre ellos una caja de música antigua con cinco muñecos músicos que se movían y dos bailarinas que se deslizaban por un alambre.

-Es bonito eso -le dije al amo-. ¿Vale mucho?

-No le he puesto precio. No lo vendo. Está como muestra de la casa.

-¡Ah, ya!

-Ustedes, ¿son españoles? -preguntó el de la tienda de antigüedades.

-Sí

-Yo también soy español, pero ya llevo mucho tiempo aquí, en París.

-¡Ah! ¿Es usted español? -preguntó el de Nájera, mientras presentaba el recibo para cobrar.

-Sí.

-¿Quiere usted cenar con este señor y conmigo?

-¡Muchas gracias! Me espera la familia.

-¡Qué le importa a usted por una noche!

El de Nájera insistió tanto, que el de la tienda de antigüedades cedió y dijo que iría después de cerrar su comercio a donde se le indicase.

-Yo quisiera cenar en un restaurante bueno -dijo el de Nájera.

-Nosotros, algunos del oficio -indicó el anticuario-, solemos ir al restaurante Marais.

-No se dónde está.

-En los grandes bulevares.

-¿Cuanto costará el cubierto allí?

-Quince o veinte francos.

-Es poco.

-¡Bah! No tenga usted cuidado. Ya se le acabarán pronto los francos.

-Bueno. Pues iremos al restaurante Marais. ¿Cualquier cochero nos llevará allí?

-Sí.

-Entonces a las ocho le esperamos.

Al salir de la tienda de antigüedades vi que en la muestra decía:

“A LA CAJA DE MÚSICA”. Téllez, Ferrari

Fuimos el de Nájera y yo a un café de la plaza de San Germán de los Prados. El riojano bebió cerveza y habló por los codos, y poco antes de la hora señalada tomamos un café, cruzamos el río y bajamos delante del restaurante Marais.

Nos llevaron a un comedor aparte, de techo alto y de cierto lujo ostentoso, como el segundo Imperio. Parecía que el encargado del restaurante se había dado cuenta de que teníamos dinero fresco. Vino poco después el anticuario. Se llamaba Ángel Téllez. Era un buen tipo: esbelto, correcto, moreno, con la cabeza ya entrecana y la tez pálida. Vestía de luto. Tenía una cortesía un poco exagerada, que contrastaba con la turbulencia bárbara del riojano.

Hicimos el menú y comimos muy bien.

-Ahora vamos a algún teatro. A ver mujeres guapas -dijo el de Nájera.

Yo no puedo estar más de las once -advirtió Téllez.

-Tiene usted tiempo.

El anticuario nos condujo a una plaza y entramos en un teatro, que creo era el Folies -Berguére. Después de ver el acto de una revista, nos sentamos en el paseo.

Era verano. La noche estaba caliente.

Se nos acercaron algunas mujeres, que, al oírnos hablar castellano, decían:

-¡Ah! ¡Españoles! ¡Ole ya!

El que tenía más éxito era Téllez, el anticuario.

Al de Nájera le vimos poco después con una muchacha guapa, que dijo que era de Valladolid. El hombre, que había estudiado en esta ciudad, se conmovió y perdió los estribos. Bebió, se exaltó, se puso a hablar como un descosido con el sombrero en el cogote, y lo perdimos de vista.

-Este paisano nuestro va a liquidar el esmalte en un momento -dijo el anticuario.

-Sí; poco le van a durar los cuartos.

-Bueno; yo me voy.

-¿Va usted hacia la orilla izquierda?

-Si. Vivo cerca del jardín del Luxemburgo.

-Pues yo también. Si quiere usted, iremos andando.

-Muy bien.

Salimos del teatro a los grandes bulevares, y luego por el bulevar Sebastopol, a cruzar el río y tomar el bulevar Saint-Michell. La noche era tibia y hermosa.

-Este mozo se va a gastar el dinero en cuatro o cinco días -dijo Téllez.

-Probablemente.

-Y quizá lo necesite.

-No sé, yo apenas le conozco.

-Pues mire usted: yo comencé mi fortuna por un esmalte que adquirí por casualidad, mejor dicho, que no lo adquirí, porque me vino como llovido del cielo. Le contaré el caso, si no le aburre.

-Hombre, no.

Se veía que al anticuario le gustaba hablar castellano, sin duda para convencerse de que lo recordaba.

II. De bohemio

-Pues verá usted. Hace diez años vivía yo en una buhardilla de la calle de Vaugirard, enfrente del jardín del Luxemburgo. La casa, por fuera, era elegante. Tenía un patio palaciego; hasta el segundo piso, una escalera muy ornamental, y del segundo al tercero, una escalerilla de madera apolillada y estrecha.

Yo era pintor. Había estudiado en la Escuela de Bellas Artes de Madrid y tenía una pequeña pensión del Ayuntamiento de mi pueblo.

Vivía en un cuartucho, por el que pagaba treinta francos al mes, con una alcoba con su balconcillo al tejado y un rincón que yo llamaba mi estudio, con una claraboya en el techo.

En la alcoba había una chimenea, y en el estudio, una estufa.

En invierno se pasaba un frío terrible, y en verano, de día, no se podía estar de calor. En invierno había el recurso de meterse en la cama, con todas las mantas y abrigo encima. En verano, después de las horas de calor, se abría y se refrescaba el cuarto, y si no quedaba del todo fresco, se podía salir a dormir al tejado.

No había aún luz eléctrica, y para trabajar empleaba un quinqué de petróleo, y para acostarme, una vela.

Entonces yo era un hombre un poco salvaje y consideraba que no necesitaba de nadie.

Era capaz de ponerme unas medias suelas, de coserme los botones que se me caían y de zurcirme la ropa. No sabía apenas hablar francés ni me importaba.

En invierno yo mismo guisaba en la estufa; en verano comía en restaurantes de un franco y de un franco y diez, y estaba contento. Muchas veces no hacía más que una comida al día.

No me importaba más que lo mío. Para mí no había más que la pintura, y discutía de ella con vehemencia y terquedad. Tenía algunos conocidos y paseaba con ellos en el Jardín de Luxemburgo.

A pesar de esto, no estaba a la moda. La moda entonces era ser impresionista, usar barba, melenas y pipa y pintar paisajes con mucha pasta de color. A mí no me gustaba ni la barba ni las melenas ni la pipa, y hacía una pintura correcta y discreta. Sabía dibujar de una manera un poco académica. No tenia sentido del color. Esto tardé bastante en comprenderlo; pero al último lo comprendí. Los compañeros me decían que era pompiet, lo que me indignaba un tanto; pero yo vendía alguno que otro cuadro, y esto para mí era una compensación.

Era también exacto en el cumplimiento de mis obligaciones; pagaba al casero y al sastre, y no hacía tonterías.

Después comprendí, como le digo a usted, que no era un artista. Generalmente, el artista es un extravagante y no tiene buen sentido.

Casi todos los sábados, por la noche, solíamos ir a un café que hace esquina a la calle Soufflot y al bulevar Saint-Michell, que se llamaba, y supongo que se llama, La taberna del Panteón. Estábamos una noche diez o doce bohemios charlando, entre los cuales abundaban los melenudos de barba y pipa. En el grupo había cuatro o cinco chicas y una que era modelo de escultor. Esta muchacha, griega, tenía formas clásicas. Vivía o había vivido hasta entonces con un artista italiano, pequeño y calvo.

-Y ese escultor italiano, ¿dónde anda? -preguntó alguno a la griega.

-Ése es un cochino-contestó ella.

-¿Pues? ¿Qué ha hecho?

-Se ha marchado sin pagar la casa. Esos italianos son unos cerdos. Quisiera que los mataran a todos.

-Son muchos -dijo uno- para hacer esa matanza.

La griega siguió diciendo improperios contra los italianos, cuando vimos a un señor viejo, de barba blanca, que estaba en una mesa próxima acompañado de una muchacha pálida, que se ponía rojo, miraba a la que le acompañaba con aire triste y al mismo tiempo indignado, se levantaba, pagaba y se marchaba con ella.

-Ha afrentado usted a ese pobre viejo, que debe de ser italiano -advirtió uno.

-¿Por qué no ha protestado? -dijo la griega-, hubiéramos discutido.

-Sí; podían haber discutido lo que han hecho los italianos desde Rómulo y Remo hasta la Triple Alianza -aseguró alguien con ironía.

-Yo no sé quiénes son Rómulo y Remo -afirmó la griega.

-Naturalmente; ¿para qué?

-Pero hay que reconocer que hablando se entiende la gente.

-Otros creen lo contrario.

-También hay que reconocer que eso de no pagar el hotel no es exclusivo de los italianos, sino internacional -dijo uno de los pintores.

Nos olvidamos de la cuestión y seguimos hablando de nuestras cosas. La modelo griega encontró pronto un rumano que le acompañaba.

Unos días después, en el jardín de Luxemburgo, vi al viejo italiano y a la muchacha pálida que habían estado cerca de nosotros en el café, y a quien las palabras de la modelo griega había hecho levantarse con aire de indignación.

III Lorenzo Borda

El viejo italiano era un tipo de garibaldino: barba tupida y blanca, melenas, sombrero de ala ancha, corbata flotante y carrick con esclavina. La muchachita tenía aire de madonna: las facciones muy finas y la expresión amable.

Les seguí a los dos. Ella se dio cuenta enseguida. Vivían en una casa próxima a la mía.

Me dediqué al espionaje amoroso, y vi que solían ir con frecuencia a una tienda de antigüedades de la calle del Bac. Me presenté en la tienda, hablé con el dueño y me ofrecí como restaurador. En la conversación me referí al viejo italiano y a la muchacha y averigüé que él se llamaba Lorenzo Borda; ella, que era su nieta, Carlota Ferrari. Hacían juguetes y restauraciones.

Sabiendo su nombre, escribí a la muchacha e intenté dejar la carta en la portería; pero la portera me dijo que tenía orden de no recibir ninguna carta para aquellos inquilinos.

Un día, sospechando si desde los tejados próximos a mi casa se vería el cuarto de Carlota Ferrari, salí de exploración, gateando, y desde una azotea de cinc vi a Carlota delante de una ventana, trabajando.

Ella me vio también y quedó estupefacta. La mostré un papel, dándole a entender que tenía una carta para ella. Ella movió la cabeza como aceptando. Al día siguiente se la di en el paseo, y desde entonces comenzaron nuestros amores.

Carlota Ferrari hizo, poco después, que el dueño de la tienda de la calle del Bac me presentara oficialmente a Lorenzo Borda, el viejo italiano, abuelo de la muchacha. Desde entonces comencé a acompañarlos en el paseo a los dos, y más tarde entré en su casa.

El señor Lorenzo era muy suspicaz en ocasiones, y en otras muy confiado.

El viejo italiano y su nieta hacían juguetes mecánicos y restauraban muebles y porcelanas. De esto vivían. Por entonces trabajaban casi únicamente para la tienda de antigüedades de la calle del Bac. Yo comencé a ayudarles, y a cambio de mi colaboración comía con ellos.

Tenían el señor Lorenzo y su nieta una casa pequeña, formada por un cuarto con una ventana al tejado, con su hornillo para hacer la comida, mesa de trabajo y dos alcobas estrechas con tragaluces. La alcoba de Carlota solía estar siempre cerrada; la del viejo Lorenzo tenía un camastro bajo, una silla y un baúl grande lleno de herrajes.

Ya sabe usted la vida de los extranjeros aislados y sin conocimiento en un pueblo inmenso como París. A las pocas semanas son como de la familia. Luego, con la misma facilidad que se hacen amigos, riñen y se separan para siempre.

El viejo Lorenzo me contó su vida. Hablaba conmigo una jerga entre italiana y francesa que estaba a la altura de la francoespañola que yo empleaba. El padre de Lorenzo le había dejado, al morir, un taller de relojero en la calle principal de la ciudad de Pavía, en el Corso di Porta Nuova. Lorenzo Borda tenía gran cariño por su ciudad y protestaba de que algunos lo considerasen como un pueblo triste.

-¿Oh, no! Yo no digo que sea tan grande y animada como Parigi…

-No, no. Es evidente -replicaba su nieta, sonriendo.

En la juventud, Lorenzo había tomado parte en las intrigas del revolucionario Mazzini. Su taller de relojero había sido un punto de reunión de carbonarios. Su yerno Ferrari, el padre de Carlota, abogado venido de Brescia, que anduvo mezclado en la política, fue perseguido y marchó a vivir a Marsella.. Lorenzo Borda, ya viudo, no podía vivir sin Carlota. Traspasó la relojería, cogió algún dinero y se fue a Marsella.. Ferrari murió, y entonces el viejo y la niña se trasladaron a París, donde vivían con gran modestia de su trabajo.

El viejo italiano se lamentaba siempre de sus apuros. Carlota y yo estábamos cada vez más unidos. Nuestra gran ilusión era pasear por el jardín de Luxemburgo.

Lorenzo no se expresaba bien en francés. Esto ya, para él, era imposible. Carlota, sí; lo hablaba como una parisiense, pero no del pueblo, sino de la clase ilustrada.

Carlota me convenció de que debía aprender el francés. Cada día me obligaba a estudiar una relación de Chateaubriand o unos versos de Racine, y me corregia la pronunciación. Íbamos también al teatro del Odeón. El anticuario de la calle del Bac nos daba, a veces billetes de favor.

En esto, un día descubrimos en el escaparate de una tienda de antigüedades de la calle de Babilonia una caja de música con unos muñecos. No era ninguna maravilla. Desde que la vio, el abuelo comenzó a hablar a todas horas de una caja de música que había en su casa, en Pavía. ¡Aquélla era caja! La tenía su hermana Matilde; pero no era sólo suya, sino de los dos. Habían heredado por partes iguales la caja y otros muebles, pero él no había retirado ninguno.

Su hermana Matilde, viuda de un empleado, era un poco avara. Le había dicho a Lorenzo que la caja de música estaba tasada en mil liras, y que si le enviaba la mitad, quinientas, se la daría.

Pero, ¿es que vale? -le pregunté yo.

-¡Oh, sí; mucho, mucho!

Y el viejo la describía con grandes extremos.

-¿Y de dónde procede?

Según Lorenzo, su tío abuelo Paolo había sido médico del ejército austriaco y había estado en Francia, cuando la caída de Napoleón, con los aliados. Se decía que allí había comprado objetos de mucho valor. Estos objetos de gran valor no habían salido a la superficie. El padre de Lorenzo, sobrino del médico, no había heredado más que algunos cuadros, libros, relojes; nada de gran importancia.

Lorenzo pensaba si la caja de música tendría algún secreto.

-¡Ah, si yo tuviera esas quinientas liras para mandárselas a mi hermana! -decía el abuelo.

De oír con frecuencia esta lamentación, me comenzó a preocupar, y dije a Carlota:

-¿Tú crees que valdría la pena de pedir esa caja de música?

-No sé. El abuelo está ya tan trastornado…

-Porque yo tengo ahorrados unos quinientos francos.

-No sé qué decirte. Yo no he visto la caja de música.

-¿Y si es algo que vale?

Me decidí, y le dije al señor Lorenzo que le prestaba las quinientas liras. El abuelo se puso loco de contento.

Escribió a su hermana Matilde, que contestó que si le enviaban de antemano las quinientas liras mandaría la caja de música a porte debido.

-Mi hermana es avara, muy avara -repitió Lorenzo.

Se envió el dinero a la signora Matilde Borda, y ésta mandó a su hermano unas cartas y un talón.

Pasó el tiempo y la caja no llegaba. Fuimos varias veces a la estación. Nada.

Habíamos hecho un mal negocio. El abuelo estaba abatido.

-Es la jettatura -decía-, la jettatura. A mí no me puede salir nada bien.

Y se lamentaba y se quejaba amargamente.

Carlota y yo solíamos ir a los almacenes de la compañía del ferrocarril adonde llegaban las mercancías de Italia y de la zona mediterránea francesa.

Al fin un mes y medio más tarde, después de varios viajes infructuosos, apareció la caja de música en un rincón de un almacén, metida en un baúl viejo, negro y roto y atado con unas cuerdas zarrapastrosas. Sin duda, nadie lo había tomado en cuenta ni había querido quedarse con aquel bulto, que había andado seguramente tirado por los rincones de las estaciones. Los mozos nos dieron algunas bromas a Carlota y a mí al mostrarnos aquel baúl destrozado y lleno de Polvo, y al tomar un coche y poner el baulito en el pescante, el cochero nos preguntó con ironía si era nuestro equipaje o nuestro ajuar de bodas.

Carlota se encolerizó al oír estas bromas.

Llegamos a la casa, y yo subí como pude el baúl hasta la buhardilla, ayudado por la muchacha.

Al sacar la caja de música, su mal aspecto nos dejó desilusionados. Los muñecos que tenía sobre la tabla de arriba estaban doblados y con muchas piezas rotas, y a los cilindros de cobre les faltaban púas; así que el aparato sonaba muy mal.

“Esto creo que no vale nada -pensé yo-. Hemos hecho, indudablemente, un mal negocio.”

El abuelo miraba su caja de música con la sonrisa del conejo.

Comenzó a ver si la arreglaba, y notando que no lo conseguía, la envió al taller de un mecánico de la calle de Babilonia, amigo suyo. Éste tardó en componerla cerca de un mes. Le puso las púas que faltaban a los cilindros de cobre y renovó una porción de piezas de los muñecos que tocaban y de las dos bailarinas.

El mecánico puso, como cuenta de su arreglo, doscientos francos, que tuve que pagar yo.

-Esto va a ser un negocio ruinoso para nosotros -me decía Carlota.

-Sí, me parece que sí.

Al abuelo le entró la manía de perfeccionar la mecánica y de restaurar la cara, las manos y los trajes de los muñecos. Quedó la caja de música muy bien, como la ha visto usted.

Como el viejo no trabajaba, yo le tenía que sustituir. Carlota y yo hacíamos muñecos con rapidez. El señor Lorenzo miraba y oía su caja, la arreglaba y perfeccionaba constantemente; limaba una palanca, sustituía una rueda, ponía aquí una cuerda de guitarra y restauraba con pintura las desconchaduras de los muñecos. El hombre estaba loco de entusiasmo con su aparato.

IV. La princesa

Al llegar al bulevar Saint-Germain, Téllez, el anticuario, me invitó a sentarme y a tomar un bock en la terraza del café de Flora. Hacía una noche templada. Téllez prosiguió su relación.

-No sé si usted se ha fijado en mi caja de música -dijo-. Tiene sobre la tapa cinco muñecos músicos, articulados, en fila, con trajes de 1830 al 1850, o quizá más tarde. El de en medio, con frac azul, de botones dorados, chaleco blanco, barba y melenas, dirige la orquesta; a sus dos lados, uno toca el violín, y el otro el violonchelo; en los extremos, un negro toca la flauta, y el otro el tambor. Alrededor de ellos corren y giran dos bailarinas.

La caja no tiene marca de fábrica ni fecha. Delante, bajo un cristal, hay un tarjetón en el que se leen, con letras manuscritas, las piezas de música que tiene. Éstas son: El carnaval de Venecia, de Paganini; «Ecco ridente il cielo», de El barbero de Sevilla, de Rossini.

Carlota y yo estábamos ya aburridos de oír todo esto. El viejo señor Lorenzo no se cansaba, y miraba con ojos ansiosos a sus muñecos para ver si realizaban sus movimientos con toda perfección o fallaban en algo.

No sé si porque se lo contó el mecánico del taller de la calle de Babilonia o por qué, una tarde se presentó un señor elegante, vestido de negro, con el pelo blanco y monóculo, y dijo que quería ver la caja de música.

La hicimos funcionar delante de él, y dijo que daría por ella hasta tres mil francos. El abuelo contestó que no la podía vender y que tenía que consultar con su hermana.

-Bien; consúltelo usted. Hasta tres mil quinientos francos le doy.

El señor, al marcharse, dejó su tarjeta. Por ella vimos que era vizconde y que vivía en la avenida de los Campos Elíseos. Carlota dijo a su abuelo que no había más remedio que vender la caja, porque aquellos francos nos estaban haciendo mucha falta.

El viejo replicó que no quería venderla; que primero había que hacer pruebas.

-¿Qué pruebas? -preguntó Carlota.

-Destornillarla y deshacerla. El tío Paolo recomendó en una carta que no se vendiera la caja, y que si por una extrema necesidad nos viéramos en la precisión de venderla, que la deshiciéramos antes.

-¿En dónde lo dijo? -preguntó la muchacha.

-Aquí.

El abuelo sacó una cartera vieja del bolsillo del pecho, y, de ella, una carta amarillenta. Estaba escrita en italiano, con tinta de color de ala de mosca. Era del tío Paolo, el médico del ejército austríaco, y estaba dirigida a su sobrino, el padre de Lorenzo. Al último, le decía:

“Si no encontráis el secreto de esta caja de música de los muñecos, no la vendáis. Deshacedla. Rota os valdrá más que entera.”

Esto tenía un aire misterioso y daba la impresión de que allí existía algún secreto.

El abuelo había pensado muchas veces si en la actitud de los muñecos habría alguna indicación especial que diera la clave o si esta clave estaría en la combinación de las letras del tarjetón. Lo que no quería de ninguna manera era ni vender ni romper en pedazos la caja de música.

Para impedirlo, el viejo metió el aparato en el baúl de su cuarto, y lo cerró con llave.

Seguimos Carlota y yo trabajando. Lo malo era que desde la cuestión de la caja de música el señor Lorenzo estaba inquieto y no se ocupaba de nada. Al último se puso enfermo.

Pasamos días y más días. El dinero en la casa se iba acabando.

-¿Qué hacemos? -preguntaba yo a Carlota.

-Esperaremos otra semana, a ver.

Esperamos. Ya no fue posible esperar más, y le dijimos al abuelo que no había más remedio que vender la caja, porque si no, habría que llevarle a él al hospital, cosa que no queríamos.

El señor Lorenzo refunfuñó, dijo que le dejaran morir en paz y guardó la llave de su baúl debajo de la almohada.

Al día siguiente, por la mañana, Carlota habló con el señor Lorenzo.

-Mira, abuelo -le dijo-: tú ya sabes que nos pagan poco; con lo que ganamos Ángel y yo no hay para sostener la casa con un enfermo. Yo desearía que no fueras al hospital y que empeñáramos o vendiéramos la caja de música para sacar algún dinero; tú no quieres, pero una de las dos cosas hay que hacer: o ir al hospital o vender la caja a ese señor. Tú decide.

El viejo se lamentó e invocó a todos los santos y a la Madonna. Apretado, dijo:

-Bueno; pues antes de hacer una de las dos cosas, id a ver a una señora italiana conocida mía, a ver si quiere venir aquí y me presta algún dinero.

-¿Quién es esa señora?

-Es la princesa de Olevano-Visconti. Yo le arreglaba los relojes en su palazzo de Pavía.

-¿Vive en París?

-Sí.

-¿En dónde?

-En la calle de la Universidad.

Indicó el número, y por la tarde Carlota y yo fuimos a su casa y no encontramos a la princesa. En vista de ello, dejamos las señas del señor Lorenzo.

Al día siguiente estábamos Carlota y yo trabajando en nuestros muñecos, cuando oímos voces a la puerta y apareció una vieja de lo más estrambótica posible.

Tenía una cara de polichinela con la nariz corva y la barba en punta, los ojos claros y el pelo blanco. Hablaba como una cotorra. Vestía con un traje de seda gris; llevaba muchas joyas y unos impertinentes colgados del cuello.

Era la princesa de Olevano-Visconti.

La princesa preguntó por el señor Lorenzo, el pobre relojero que le arreglaba los relojes en su palazzo de Pavía. “Povero! Benedetto!”, dijo.

Carlota le preguntó si le quería ver. Ella contestó que sí, que le quería ver.

Mi novia le pasó a la alcoba, y allí estuvieron hablando la princesa y el relojero durante largo tiempo.

Luego me llamaron a mí, porque, sin duda, había llegado la cuestión difícil de pedir dinero a la princesa.

Ésta quería ver primero la caja de música.

El señor Lorenzo dio a regañadientes la llave del baúl y sacamos el aparato entre Carlota y yo, y lo pusimos encima de la mesa del taller y le dimos cuerda.

La princesa hizo una de esas exageraciones cómicas. Le pareció un aparato magnífico, admirable.

-Lo más sencillo es que me lo lleve a casa. Yo llamaré a una persona entendida, y lo que ella diga que vale yo pagaré.

El señor Lorenzo protestó. Él estaba enfermo y era su único consuelo el ver aquellos muñequitos y oír la música, que le recordaba su querida ciudad de Pavía.

-Pero entonces, ¿qué quiere usted, señor Lorenzo, que yo le regale el dinero? -dijo la princesa-. ¡Oh, no! Eso, no Benedetto!; eso, no.

-Lo que podría usted hacer, señora princesa -dijo Carlota-, si fuera usted tan amable, sería darnos una cantidad a cuenta de la caja de música, y si nosotros no podemos devolvérsela, se la entregamos.

-¿En cuánto está tasada?

-Hay un señor que nos da por ella tres mil quinientos francos.

-¿No es mucho?

-El señor nos ha ofrecido esa cantidad. Si no le hemos dado la caja ha sido porque el abuelo no quiere.

La princesa reflexionó un instante, y dijo:

-Bueno. Yo aquí no tengo dinero. Yo les daré en casa mil quinientos francos, y si no me los devuelven dentro de un mes, les daré otros dos mil y me quedaré con la caja.

-Está bien. Haremos un papelito.

La princesa dictó a Carlota una cláusula de compromiso muy comercial y muy sabia. Hizo que la firmaran el señor Lorenzo y Carlota.

-Fírmelo usted también -me dijo la vieja dama.

Lo firmé

-Ahora, cualquiera de ustedes dos viene conmigo a mi casa: yo le doy el dinero y me deja el papel.

Se decidió que fuera Carlota. Yo me quedé con el viejo, que comenzó a lamentarse amargamente.

-La princesa es avara -me dijo-. ¡Una Olevano! ¡Una Visconti! ¡Yo, que creía que me prestaría el dinero! ¡Ella, que es tan rica y que es de Pavía!

-Usted también es de Pavía -le contesté yo-; pero no habrá usted prestado a todos los paisanos que le hayan pedido dinero.

El pobre hombre comenzaba a divagar un poco. De pronto, me preguntó:

-¿Ya habéis guardado la caja de música?

-Sí -le contesté yo, aunque no era verdad.

-Pues cierra el baúl, y dame la llave.

Cerré el baúl y le di la llave, que la metió debajo de la almohada.

Poco después vino Carlota con el dinero.

-Aquí están los francos -dijo-; podremos pagar las deudas y seguir viviendo; pero será imposible devolver el dinero a la princesa, que se quedará con la caja de música, porque esa señora me parece que es tan comerciante como cualquiera.

-Sí; yo también lo creo.

Al ver la caja sobre la mesa del taller, me preguntó:

-¿Esto se ha quedado aquí?

-Sí.

-¿Y el abuelo no ha reclamado que la guardes en el baúl?

-Sí; me ha preguntado si la había encerrado, le he contestado que sí, y me ha pedido la llave del baúl, y se la he dado.

-Y ¿con qué objeto has dejado la caja fuera?

-Con el objeto de ver definitivamente si tiene algún secreto.

-¿Aunque haya que romperla?

-Claro; aunque haya que romperla.

V. El secreto

Para engañar al señor Lorenzo, Carlota le pidió con insistencia la llave del baúl para ver la caja de música.

-No, no doy la llave -decía el viejo-. Cuando venga por ella la princesa, ya veremos qué se hace.

-Se la tendremos que dar -replicaba su nieta.

-Bueno, bueno; ya se verá.

-Me voy a llevar la caja de música a mi estudio -le dije a Carlota-, por si hay que andar con ella y deshacerla, que tu abuelo no se entere.

-Bueno, sí; llévala.

Busqué un carrito de mano y bajé la caja con grandes esfuerzos, y luego la tuve que subir a mi buhardilla.

«Este trasto va a ser nuestra desesperación», pensé cuando lo dejé, rendido, encima de la mesa.

Desde entonces comencé a examinarla detenidamente y a hacer suposiciones para si encontraba algún indicio que revelara su secreto. No se podía creer que el viejo médico italiano dijera lo que decía en su carta para burlarse de sus descendientes.

Todas las hipótesis que ideé, algunas complicadas y de cierto ingenio, no dieron el menor resultado.

Entonces me dirigí a un muchacho, joven mecánico del taller de la calle de Babilonia, donde habían compuesto el aparato, y le propuse que viniera a mi casa una hora después de su trabajo a destornillar la caja y los muñecos, por lo que le pagaría cinco francos. Le expliqué de qué se trataba. El joven aceptó mi proposición.

-¿Qué espera usted que haya? -me dijo.

-No sé; quizá un papel con una indicación o alguna joya le contesté.

Yo no quería que la caja quedara rota. Destornillamos todas las palancas de los muñequitos con dificultad y no se encontró nada. En el interior del cilindro, con púas, donde yo sospechaba si habría algo, no había nada tampoco.

-Vamos a desarmar también la caja.

La desarmamos. Separadas ya las tablas, encontramos que la parte del suelo tenía doble fondo. La madera de encima era distinta que las otras y estaba apolillada.

-Bueno. Mañana veremos si hay aquí algo -dije, para hacer la investigación solo.

El mecánico se marchó y me quedé con las tablas encima de la mesa.

Primero cogí un taladro, y en una esquina probé con él; hice un agujero y vi que la punta daba sobre metal.

Vacilaba en meter la hoja del cortaplumas por la rendija de la tabla. Al último me decidí.

“Esta madera, aunque se rompa al arrancarla, no puede costar gran cosa el sustituirla. Así que… adelante.”

Por si la punta del cortaplumas arañaba, iba a meter por la hendidura una espátula y a hacer saltar la tabla, cuando vi que en los ángulos había tornillos. Los fui sacando despacio, y cuando levanté la tabla y descubrí el suelo de la caja, vi en medio un cuadro de metal, a juzgar por el peso, envuelto en un lienzo basto.¿Qué podría ser esto?

Quité la tela; después, un papel amarillento, y apareció una lámina de cobre rojizo. Le di la vuelta. Era un esmalte magnífico, intacto. Le pasé por encima el pañuelo humedecido y aparecieron sus colores espléndidos.

Representaba la coronación de la Virgen. Las figuras tenían unos mantos azules y unas coronas doradas, de un color y de una transparencia ideales. Alrededor de la Virgen había una guirnalda de rosas, y en los cuatro ángulos figuras más pequeñas que representaban La Anunciación, La huída a Egipto, La adoración de los pastores y El portal de Belén.

Con la idea de que podía haber hecho una huella con el taladro, me comenzó a latir el corazón; pero no: la muesca quedaba por la parte de atrás, no esmaltada. Dentro del lienzo había un papel. Era, sin duda, del tío Paolo, el médico del ejército austríaco. Contaba cómo había entrado en Francia con los aliados cuando la caída de Napoleón y había comprado por quinientos francos el esmalte en Chalon-sur-Saone. Decía después que le habían asegurado que valía mucho y que como vivía en una época de guerras, revoluciones y trastornos, lo había quitado del marco donde lo tenía en la pared para guardarlo en la caja de música.

«Esto debe de valer muchísimo», me dije.

No pude dormir con la preocupación. Había que obrar con cautela. Tenía miedo de que me robasen.

Al día siguiente, con el esmalte envuelto en un papel, fui a casa de Carlota. Se lo mostré y le expliqué dónde lo había encontrado.

¿Sería mejor decírselo al abuelo o callárselo? No fuera a considerarlo como algo que no se podía vender.

-Es mejor que lo guardes tú -dijo Carlota.

Lo guardé detrás de un bastidor pintado por mí, le puse encima un remiendo de tela y lo dejé colgado en la pared. No le advertí nada a la portera, que a veces entraba allí a limpiar.

En los días siguientes, entre el joven mecánico y yo, compusimos la caja de música, y la volví a llevar a casa de Carlota.

Quería saber el valor exacto del esmalte, y fui a varias tiendas de antigüedades de la orilla derecha y expliqué y describí cómo era. Me pidieron que lo llevara para que lo examinaran. Pude sacar en consecuencia que era un esmalte lemosín, de los pintados, y que en el Museo del Louvre estaban las piezas más importantes de esta clase de obras.

-Si ese esmalte que me describe usted no está falsificado -me dijo un anticuario-, yo le doy por él ciento cincuenta mil francos.

Estuve en el Museo del Louvre y me convencí de que el esmalte era auténtico.

Tenía un conocido fotógrafo, y fui a su taller para que hiciera varias fotografías de mi tesoro. Naturalmente, no me separé de él.

Pensaba enviar las pruebas fotográficas a varios museos con una carta en francés y en inglés que escribiría Carlota.

Todo aquel tiempo lo pasé inquieto y nervioso.

El viejo Lorenzo estaba enfermo ya grave. Se había olvidado del préstamo de la princesa de Olevano-Visconti y quería tener la caja de música delante y oírla y ver sus muñecos.

Como la princesa se presentaría al terminar el plazo a exigir que se le pagara o a llevarse la caja de música, pensamos Carlota y yo que podíamos ir a visitar al vizconde que había ofrecido antes tres mil quinientos francos y que vivía en los Campos Elíseos y contarle una historia, pedirle un anticipo y devolverle el dinero a la princesa. Así se hizo.

Se le dijo al vizconde que el viejo Lorenzo quería venderle la caja de música, pero que como no era suya, sino también de su hermana, necesitaba que ésta diera su consentimiento, y que ella no quería darlo mientras no viera el dinero.

El vizconde aceptó el prestar dos mil francos, y se le dijo que se le devolverían al mes si por una eventualidad la hermana de Lorenzo no aceptaba la venta, y si la aceptaba, se le llevaría la caja y él entregaría mil quinientos francos más.

La situación nuestra iba siendo cada vez más difícil. El viejo Lorenzo estaba ya en las últimas. De los museos adonde yo había escrito y mandado fotografías no contestaban.

De pronto se presentó un agente del Museo Británico. Subió a mi casa. Venía a ver el esmalte. Fui al estudio, busqué el bastidor en la pared… No estaba. Me habían robado. Estuve a punto de caerme. Me serené. Pensé que la portera entraba a veces a arreglar aquel rincón. Quizá había movido los bastidores. Efectivamente, aquel en donde estaba el esmalte lo había puesto tapando un agujero que daba al tejado.

Descubrí mi tesoro y se lo presenté al agente del Museo Británico. Lo examinó con atención con una lente, y dijo:

-Sí, efectivamente, es auténtico. ¿Cuánto quiere usted por él?

-Está tasado en doscientos cincuenta mil francos.

-No sé si encontrará quién se los dé.

-Ya veremos.

-Yo le podría ofrecer doscientos mil.

-Venga usted dentro de ocho días. Yo se lo diré al dueño.

El agente del Museo Británico se fue, y cuatro días más tarde apareció otro de un museo de Nueva York. Se resistía a dar los doscientos cincuenta mil francos; pero yo me manifesté inexorable, y tuvo que darlos.

El mismo día que terminé este asunto murió Lorenzo Borda. Después de colocar en un Banco doscientos cuarenta y cinco mil francos, fui a su entierro. Pagamos al vizconde, y pocas semanas después nos casamos Carlota y yo.

Luego tomamos en traspaso una tienda pequeña de antigüedades, y después otra mayor. La caja de música fue siempre como nuestro emblema.

El anticuario Téllez estaba, sin duda, muy satisfecho de la inteligencia que había demostrado en aquellos asuntos que habían sido la base de su riqueza. Todas aquellas combinaciones daban la impresión de que el anticuario tenía una habilidad de judío.

-¿Y su mujer? ¿Vive? -le pregunté.

-No. Murió la pobre.

-¿Tiene usted hijos?

-Sí, un chico y una chica.

-¿Les dejará usted su establecimiento?

-Al hijo. A la chica le daré una buena dote.

-Y ¿hay muchos judíos en la profesión de anticuario?

-¿Por qué lo pregunta usted? -me preguntó como alarmado.

-No sé. Parece que debe de haber entre ellos gente inteligente en esas materias.

-Sí, los hay.

Como si la pregunta mía hubiera abierto un surco entre el anticuario y yo, nos despedirnos fríamente, y cada cual se marchó a su casa.

FIN

sábado, 28 de marzo de 2020

Momotaro


Una vez, hace mucho tiempo, en un pueblecito de la montaña, un hombre muy viejo y una mujer muy vieja vivían en una solitaria cabaña de leñador.

Un día que había salido el sol y el cielo estaba azul, el viejo fue en busca de leña y la anciana bajó a lavar al arroyo estrecho y claro, que corre por las colinas…¿Y qué es lo que vieron? Flotando sobre el agua y solo en la corriente, un gran melocotón. La mujer exclamó:

-¡Anciano, abre con tu cuchillo ese melocotón!

¡Qué sorpresa! ¿Qué es lo que vieron? Dentro estaba Momotaro, un hermoso niño. Se llevaron a su casa a Momotaro, que se crió muy fuerte. Siempre estaba corriendo, saltando y peleándose para divertirse, y cada vez crecía más y se hacía más corpulento que los otros niños del pueblo.

En el pueblo todos se lamentaban:

-¿Quién nos salvará de los Demonios y de los Genios y de los terribles monstruos?

-Yo seré quien los venza -dijo un día Momotaro-. Yo iré a la isla de los Genios y los venceré.

-¡Denle una armadura! -dicen todos-. Y déjenlo ir.

Con un estandarte enarbolado va Momotaro a la isla de los Genios. Va provisto de comida para mantener su fortaleza.

Por el camino se encuentra a un Perro que le dice:

-¡Guau, guau, guau! ¿Adónde te diriges? ¿Me dejas ir contigo? Si me das comida, yo te ayudaré a vencer a los Demonios.

-¡Ki, ki, kia, kia! -dice el Mono-. ¡Momotaro, eh, Momotaro, dame comida y déjame ir contigo! ¡Les daremos su merecido!

-¡Kian, kian! -dice el Faisán-. ¡Dame comida e iré con ustedes a la isla de los Genios y los Demonios para vencerlos!

Momotaro, con el Perro y el Mono y también con el Faisán, se hace a la vela para ir al encuentro de los Genios y derrotarlos. Pero la isla de los Demonios está muy lejos y el mar, embravecido.

El Mono desde el mástil grita:

-¡Adelante, a toda marcha!

-¡Guau, guau, guau! -se oye desde la popa.

Y en el cielo se oye:

-¡Kian, kian!

Nuestro capitán no es otro que el valiente Momotaro. Desde lo alto del cielo el Faisán espía la isla y avisa:

-¡El guardián se ha dormido! ¡Adelante!

-¡Mono, salta la muralla! ¡Vamos, prepárense!

Y grita:

-¡Eh, ustedes, Demonios, Diablos, aquí estamos! ¡Salgan! ¡Aquí estamos para vencerlos, Genios!

El Faisán con su pico, el Perro con los dientes, el Mono con las uñas y Momotaro con sus brazos, luchan denodadamente.

Los Genios y los Demonios, al verse perdidos, se lamentan y dicen:

-¡Nos rendimos! ¡Nos rendimos! Sabemos que hemos sido muy malos, nunca más volveremos a serlo. Les devolveremos el tesoro y todas las riquezas.

Sobre una carreta cargan el tesoros y todo lo que había en poder de los Genios. El Perro tira de ella, el Mono empuja por detrás y el Faisán les indica el camino. Y Momotaro, sentado encima, entra en su pueblo donde todos lo aclaman por vencedor.

FIN
Anónimo japonés

El pollito que se hizo rey

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Érase un pollito muy chiquitito a quien no gustaba ni pizca la miel.

Vino al mundo siendo ya huérfano, y dijo:

-¡Mi padre ha muerto de hambre, y el rey le debía un grano de maíz!

Descolgó el zurrón de su difunto padre y, anda que te anda, partió a cobrar aquella deuda.

Apenas había andado media docena de pasos, cuando encontró en el camino un palo que le hizo tropezar y caer.

El Pollito se levantó y dijo:

-¡Ah! Palo, ¿aquí estás tú? No te había visto.

-¿Adónde vas? -le preguntó el Palo.

-Voy -contestó- a cobrar un crédito de mi difunto padre.

-Vamos juntos -dijo el Palo.

El Pollito cogió al Palo y se lo metió en el zurrón.

Anda que te anda, se encontró con un gato que, al verlo, exclamó:

-¡Ah, qué bocado más tierno!

-No -replicó el Pollito- yo no valgo la pena.

-¿Y adónde vas? -preguntó el Gato.

-Voy a cobrar un crédito de mi padre.

-Pues vamos allá juntos -dijo el Gato-, tal vez encuentre allí algo bueno que comer.

El Pollito cogió al Gato y lo metió en el zurrón.

Y encontró a una hiena que le preguntó:

-¿Adónde vas con el zurrón?

-Voy a cobrar un crédito de mi padre -explicó el Pollito.

-Vamos allá juntos -dijo la Hiena.

El Pollito cogió a la Hiena y la metió en el zurrón.

Anda que te anda encontró a un león.

-¿Adónde vas?

-A cobrar un crédito de mi difunto padre.

-Vamos allá juntos -dijo el León.

El pollito cogió al melenudo animal y lo metió en el zurrón.

Encontró a un Elefante que estaba hartándose de plátanos.

El Elefante le preguntó cordialmente:

-¿Adónde vas, Pollito?

-A cobrar un crédito de mi difunto padre.

-Pues, entonces, vamos juntos -dijo el paquidermo.

El Pollito cogió al elefante y lo metió en el zurrón.

Anda que te anda, encontró a un guerrero, que le preguntó:

-¿Adónde vas con ese zurrón tan repleto?

-Voy a cobrar una deuda.

-¿A casa de quién? -preguntó el Guerrero.

-Al palacio del rey -contestó el Pollito.

-Vamos juntos allá -dijo el Guerrero.

El Pollito lo cogió y lo metió en el zurrón.

Por fin llegó a la ciudad donde vivía el rey.

La gente corrió a anunciar al soberano que el Pollito había llegado y que pretendía cobrar el crédito de su difunto padre.

-Hagan hervir un caldero de agua y tírenselo hirviendo; así ese insolente polluelo morirá y no tendremos que pagar la deuda.

La hija del monarca se puso a gritar:

-Yo le tiraré el agua hirviendo.

Al verla venir, el Pollito le dijo al Palo:

-¡Palo, ahora es la tuya!

El Palo hizo tropezar y caer a la hija del rey. El agua hirviente se derramó y la hija del rey quedó escaldada.

La gente de la ciudad dijo entonces:

-Hay que encerrarlo en el gallinero con las gallinas, que lo matarán a picotazos.

Pero el Pollito sacó al Gato del zurrón y le dijo:

-¡Te devuelvo la libertad!

El Gato mató a todos las gallinas, cogió la más gorda y se escapó con su botín.

La gente dijo entonces:

-¡Que lo encierren en el corral con las cabras; allí lo pisotearán!

El Pollito dijo entonces:

-¡Hiena, ya eres libre!

La Hiena mató a todas las cabras, escogió la más gorda y se escapó.

La gente dijo entonces:

-¡Que lo encierren en el corral de los bueyes!

Y allí le metieron.

Pero el Pollito dijo:

-¡León, ahora es la tuya!

El León salió del zurrón, degolló a los bueyes, escogió el más gordo y lo devoró en un santiamén.

Todo el pueblo estaba furioso y decía:

-¡Este polluelo es un desvergonzado que no quiere morir! ¡Lo encerraremos con los camellos! Ellos lo pisotearán y matarán.

Lo encerraron. Pero el Pollito dijo:

-Buen amigo, compañero Elefante: sálvame la vida. Ahora es la tuya.

Y sacó al paquidermo del zurrón.

El Elefante miró a los camellos, los desafió y aplastó hasta el último.

La gente del pueblo fue a ver al rey y le dijo:

-Este insolente polluelo no morirá aquí; démosle lo que se debía a su padre y que se vaya. Lo atraparemos en el bosque, lo mataremos y recuperaremos su herencia.

El soberano ordenó abrir su real tesoro y se dio al Pollito el grano de maíz que se le debía.

Y el Pollito abandonó, con su tesoro, el pueblo.

Entonces, todo el mundo montó a caballo, hasta el mismo rey, y se lanzaron en pos del Pollito.

Pero el Pollito sacó al Guerrero del zurrón y le dijo:

-¡Guerrero, he aquí llegada tu hora! ¡Demuestra que eres hombre de armas tomar!

El Guerrero hizo trizas a todos.

Y el Pollito volvió entonces a la ciudad del rey; se hizo el amo y se proclamó el soberano de aquel pueblo al que, en buena lid, había vencido.

FIN

Cuento anónimo africano

Las Hadas de Charles Perrault



Érase una viuda que tenía dos hijas; la mayor se le parecía tanto en el carácter y en el físico, que quien veía a la hija, le parecía ver a la madre. Ambas eran tan desagradables y orgullosas que no se podía vivir con ellas. La menor, verdadero retrato de su padre por su dulzura y suavidad, era además de una extrema belleza. Como por naturaleza amamos a quien se nos parece, esta madre tenía locura por su hija mayor y a la vez sentía una aversión atroz por la menor. La hacía comer en la cocina y trabajar sin cesar.

Entre otras cosas, esta pobre niña tenía que ir dos veces al día a buscar agua a una media legua de la casa, y volver con una enorme jarra llena.

Un día que estaba en la fuente, se le acercó una pobre mujer rogándole que le diese de beber.

-Como no, mi buena señora -dijo la hermosa niña.

Y enjuagando de inmediato su jarra, sacó agua del mejor lugar de la fuente y se la ofreció, sosteniendo siempre la jarra para que bebiera más cómodamente. La buena mujer, después de beber, le dijo:

-Eres tan bella, tan buena y tan amable, que no puedo dejar de hacerte un don -pues era un hada que había tomado la forma de una pobre aldeana para ver hasta dónde llegaría la gentileza de la joven-. Te concedo el don -prosiguió el hada- de que por cada palabra que pronuncies saldrá de tu boca una flor o una piedra preciosa.

Cuando la hermosa joven llegó a casa, su madre la reprendió por regresar tan tarde de la fuente.

-Perdón, madre mía -dijo la pobre muchacha- por haberme demorado-; y al decir estas palabras, le salieron de la boca dos rosas, dos perlas y dos grandes diamantes.

-¡Qué estoy viendo! -dijo su madre, llena de asombro-; ¡parece que de la boca te salen perlas y diamantes! ¿Cómo es eso, hija mía?

Era la primera vez que le decía hija.

La pobre niña le contó ingenuamente todo lo que le había pasado, no sin botar una infinidad de diamantes.

-Verdaderamente -dijo la madre- tengo que mandar a mi hija; mira, Fanchon, mira lo que sale de la boca de tu hermana cuando habla; ¿no te gustaría tener un don semejante? Bastará con que vayas a buscar agua a la fuente, y cuando una pobre mujer te pida de beber, ofrecerle muy gentilmente.

-¡No faltaba más! -respondió groseramente la joven- ¡ir a la fuente!

-Deseo que vayas -repuso la madre- ¡y de inmediato!

Ella fue, pero siempre refunfuñando. Tomó el más hermoso jarro de plata de la casa. No hizo más que llegar a la fuente y vio salir del bosque a una dama magníficamente ataviada que vino a pedirle de beber: era la misma hada que se había aparecido a su hermana, pero que se presentaba bajo el aspecto y con las ropas de una princesa, para ver hasta dónde llegaba la maldad de esta niña.

-¿Habré venido acaso -le dijo esta grosera mal criada- para darte de beber? ¡Justamente he traído un jarro de plata nada más que para dar de beber a su señoría! De acuerdo, bebe directamente, si quieres.

-No eres nada amable -repuso el hada, sin irritarse-; ¡está bien! ya que eres tan poco atenta, te otorgo el don de que a cada palabra que pronuncies, te salga de la boca una serpiente o un sapo.

La madre no hizo más que divisarla y le gritó:

-¡Y bien, hija mía?

-¡Y bien, madre mía! -respondió la malvada, echando dos víboras y dos sapos.

-¡Cielos! -exclamó la madre- ¿qué estoy viendo? ¡Tu hermana tiene la culpa, me las pagará! -y corrió a pegarle.

La pobre niña arrancó y fue a refugiarse en el bosque cercano. El hijo del rey, que regresaba de la caza, la encontró y viéndola tan hermosa le preguntó qué hacía allí sola y por qué lloraba.

-¡Ay!, señor, es mi madre que me ha echado de la casa.

El hijo del rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros tantos diamantes, le rogó que le dijera de dónde le venía aquello. Ella le contó toda su aventura.

El hijo del rey se enamoró de ella, y considerando que semejante don valía más que todo lo que se pudiera ofrecer al otro en matrimonio, la llevó con él al palacio de su padre, donde se casaron.

En cuanto a la hermana, se fue haciendo tan odiable, que su propia madre la echó de la casa; y la infeliz, después de haber ido de una parte a otra sin que nadie quisiera recibirla, se fue a morir al fondo del bosque.



Moraleja

Las riquezas, las joyas, los diamantes
son del ánimo influjos favorables,
Sin embargo los discursos agradables
son más fuertes aun, más gravitantes.


Otra moraleja

La honradez cuesta cuidados,
exige esfuerzo y mucho afán
que en el momento menos pensado
su recompensa recibirán.

Cuento de Charles Perrault 

viernes, 27 de marzo de 2020

Las hadas y los espíritus en el día de Todos los Santos

A través de la tradición oral, transmitidas de madres a hijos nos han llegado la mayoría de las leyendas del mundo celta. Existió en una ocasión un hombre llamado Hugh King, cuyo rasgo principal era la bondad. Cierto día, víspera de Todos los Santos, se quedó a pes­car hasta muy tarde, mientras dejaba volar su imaginación pensando en los seres más fantásticos y soñando con hadas y príncipes.

Cuando esperaba pacientemente que los peces picaran, vio pasar por el camino a una gran multitud de personas que apresuradamen­te recorrían la zona, mientras reían y cantaban, portando enormes cestos y bolsas.

Sin dudarlo un momento, el joven Hugh King se dirigió a ellos, ya que su curiosidad era mayor que el recelo que pudiera sentir, así después de constatar lo alegres que parecían, preguntó a uno de los hombres que formaba el cortejo por su lugar de destino. «Vamos a la feria», fue la respuesta que obtuvo del hombre que iba extravagante­mente vestido con un tricornio en la cabeza y calzado con unas botas doradas. Otro de los risueños componentes del desfile, le invitó a unirse a su marcha: «Ven con nosotros y comerás, beberás y bailarás como nunca lo has hecho».

Viendo lo alegres que todos parecían, Hugh se animó y les acom­pañó. Enseguida una mujer le encargó llevar su cesta y así fue con ellos hasta llegar a la feria, en un sitio oculto en el bosque. En ese lugar, la gente se había reunido para cantar y bailar, mientras se escuchaban a los mejores músicos que el muchacho había oído jamás con el sonido de las gaitas y las arpas surcando el aire; además, en la feria había otras actividades, en un rincón se habían colocado un grupo de pequeños zapateros que ejercían su oficio, en otra zona había dos adivinadoras y en el centro grandes mesas con los más maravillosos manjares.

Hugh estaba maravillado y su mayor deseo era dejar la cesta para bailar, ya que había visto a una hermosa muchacha de largos y sedo­sos cabellos del color del trigo, que estaba riéndose y bailando muy cerca de donde él se encontraba. Así fue como al dejarla en el suelo salió de su interior un viejecillo, un duende feo y deforme que asus­tó sobremanera al joven. Sin embargo, cuando habló fue para darle las gracias por lo bien que lo había transportado, explicándole las numerosas dolencias que le aquejaban y que le habrían impedido llegar hasta allí si él no le hubiese llevado en el cesto. Después de dar­le toda serie de explicaciones, el duendecillo insistió en pagar a Hugh por su trabajo, así le echó en las manos gran cantidad de guineas de oro, tras lo cual le dijo que fuera a pasarlo lo mejor posible y que no se asustara de nada de lo que oyera o viera.

Cuando Hugh se dirigió a la fiesta hizo lo que el duende le había recomendado, comió, bebió y bailó, mientras se lo pasa­ba en grande. Las horas fueron transcurriendo y Hugh fue dan­do señales de cansancio, cuando se recostó en un árbol para descansar y observar la evolución de la fiesta se le acercó un hombre de piel oscura y elegantemente vestido, seguido de un grupo de personas tan elegantes como él. El caballero lo primero que hizo fue coger a Hugh del brazo y luego le pre­guntó: «¿Sabes quién es esta gente? ¿quiénes son los hombres y mujeres que están bailando a tu alrededor? Mira bien y dime: ¿Estás completamente seguro que no les habías visto antes?», ante su insistencia Hugh empezó a fijarse en los que habían sido sus compañeros de bailes y risas, así pudo comprobar con estupor que muchos eran antiguos paisanos suyos que él sabía per fectamente que habían muerto tiempo atrás.

Entonces se dio cuenta que lo que él había considerado túnicas y ropajes vaporosos, en realidad se trataba de los blancos y largos suda­rios que envolvían a los muertos. Ante este horror, Hugh intentó es­capar de ellos, pero no pudo ya que se pusieron en círculo a su alrede­dor, bailaron y se rieron; luego lo tomaron de los brazos e intentaron atraerlo a la danza; mientras la risa se transformó en un agudo chillido que parecía perforar su cerebro para intentar matarlo, hasta que exá­nime cayó al suelo desmayado, en una especie de trance.

Cuando despertó al día siguiente estaba tendido en el suelo, den­tro de un viejo círculo de piedra que había a las afueras de su aldea, mientras intentaba despejarse, observando el amanecer, oyó una se­rie de cantos siniestros y a lo lejos unas luces pálidas que se alejaban.

Hugh inició el regresó a su hogar, con el alma apesadumbrada, pues comprendió que lo que había observado era la celebración de las hadas y los espíritus de la fiesta de Todos los Santos, la única noche en que salían libremente de su encierro y que él, un simple humano, de­bería haberse quedado en casa para no estorbar su noche de fiesta.

Leyenda celta

miércoles, 25 de marzo de 2020

Los pájaros no tienen dientes



Los pájaros no tienen dientes,
Con el pico se apañan.
Los pájaros pescan peces
Sin red ni caña.
Los pájaros, como los ángeles,
Tienen alas.
Los pájaros son artistas
Cuando cantan.
Los pájaros colorean el aire
Por la mañana.
Por la noche
Son músicos dormidos
En las ramas.
Da pena ver a un pájaro en la jaula.

Gloria Fuertes, Madrid 1917-1998

El lago prestado

Existe una hermosa historia sobre jóvenes pretenciosas y promesas incumplidas que nos relata cómo se formó el Loch del valle de Leinster.

En una ocasión, un joven jefe cortejaba a la hija de otro jefe que vivía en la orilla de un lago llamado Loch Ennel en West-meath. La joven era muy hermosa pero bastante altanera, por lo que puso como condición para casarse que la vista desde su nuevo hogar debía, al menos, igualar a la que tenía frente a la casa de su padre.

El lugar donde el joven habitaba era un hermoso valle, que podría contener un lago, si se construía una presa que retuviera el agua del río que lo atravesaba. Sin embargo, este plan supondría que el joven debía esperar bastantes años para poder casarse, tiempo que no estaba dispuesto a esperar. Su madre era una hechicera heredera de la estirpe de los Tuatha de Danann, que al ver cómo su hijo caía en una melancolía creciente decidió tomar el asunto del lago entre sus manos. La hechicera se dirigió a la cabana de una de sus hermanas, situada sobre la margen occidental del Shannon. Esta cabana estaba ubicada sobre el filo de una colina a las orillas de un agradable lago, la madre del muchacho se alegró de ver a su hermana y ésta la agasajó debidamente, cuando terminaron de comer le confesó el motivo de sus preocupacio­nes y la idea que había tenido para resolver el conflicto, así suplicó que le prestara el lago para que así su hijo pudiera casarse, y que dicho préstamo sería hasta el día de la próxima luna llena, aunque añadió entre dientes, después de la semana de la eternidad.

A pesar de las dificultades, su hermana accedió y le prestó además una capa mágica para que pudiera transportarlo hasta su valle. Esa noche la gente que vivía en las laderas de las colinas despertó al oír un gran estruendo, lo que les obligó a huir hacia las tierras altas en donde fueron hospitalariamente acogidos; al amanecer de la mañana siguiente, millares de personas contemplaron asombrados el agua que cubría lo que antes había sido sus casas.

El muchacho, lo primero que hizo fue dirigirse a casa de la joven para describirle la creación del lago y la belleza que encerraba, y ya que la condición que exigía para realizar el matrimonio se había cumplido la novia tuvo que dar su consentimiento a la boda. Sin embargo, la hechicera que había «prestado» el lago, estaba bastante molesta cada vez que se asomaba a la ventana de su cabana y veía el lecho, ya que el plazo se había cumplido y su lago no había regresado. Por esto decidió desplazarse hasta casa de su hermana y solicitar la devolución.

Allí fue recibida con fingida alegría y comenzó a reclamar su propiedad, ya que la luna llena había llegado por tres veces y el lago aún estaba en donde no pertenecía, mientras su tierra se iba secando. Sin embargo, la astuta hechicera se limitó a decirle: «¡Ay, querida hermana!, ¿cómo puedes decir que se ha cumplido el plazo? Te prometí devolverte tu valioso lago el día de la luna llena siguiente a la semana de eternidad, ¡reclámala cuando venza el plazo!, no antes». Cuando la hechicera se dio cuenta del engaño, la ira que sintió no tuvo límites, pero carecía de modo de venganza alguno, debido a la astucia de su hermana.

Leyenda celta