sábado, 3 de julio de 2010

Leyenda chaga del "Arbol de la Historia"

En el noreste de Tanzania en las estribaciones de los Montes Kilimanjaro y Meru, viven los Chaga. Su establecimiento en los territorios que actualmente ocupan es anterior a la llegada de los pueblos nilóticos. Durante los enfrentamientos interclánicos del pueblo massai entre los años 1830 y 1875, diversos grupos massai fueron absorbidos por los chaga al igual que sucedía en los pueblos tabeta, kamba, meru y kikuyu.

Una historia Chaga cuenta que una muchacha un día salió con sus amigos a recoger hierba. Vio un lugar donde crecía de manera muy abundante, pero cuando puso su pie allí se hundió en seguida en el barro.

Sus amigos intentaron sujetarla con sus manos pero ella continuaba hundiéndose más profundamente en el barro hasta que desapareció completamente. Sus amigas fueron a decírselo a los padres y estos pidieron ayuda a los vecinos y todos fueron al cenagal.

Aquí un adivino aconsejó que se sacrificaran una vaca y una oveja. Cuando esto hicieron comenzaron a oír la voz de la muchacha, pero pasado un tiempo la voz fue oyéndose más lejana hasta que acabó por quedar callada. Más tarde, en el lugar en el que la muchacha se hundió comenzó a crecer un árbol que poco a poco llegó a tocar el cielo. El árbol servía de cobijo a los jóvenes que cuidaban el ganado cerca de él y cuando el sol calentaba se resguardaban bajo sus ramas .

Un día dos muchachos subieron al árbol y llamaron a sus compañeros dicíéndoles que estaban en un mundo anterior. Nunca más volvieron. Desde entonces, el árbol es conocido como el Árbol de la Historia.

Leyenda africana

ANTAÑAVO, EL LAGO SAGRADO DE LOS ANTANKARANA



El Lago Antañavo surgió a partir de una desgracia antigua y, a partir de entonces, fue considerado como un lugar sagrado. Todo ocurrió cuando, según la leyenda, el centro del pueblo -perteneciente a la cultura antankarana- se hundió inexplicablemente y de allí comenzó a surgir agua que creó el lago actual. Fue entonces cuando se comenzó a venerar incluso a los cocodrilos que viven en el lago ya que según la historia acogieron las almas de los habitantes de la aldea. ¿Quieres saber qué pasó?...


En el País Antankarana, se encuentra el lago Antañavo. Cuenta el Pueblo Antankarana que hace mucho tiempo, donde hoy está el lago existía un gran poblado que contaba con su rey, príncipes y princesas, con grandes manadas de vacas y campos de yuca, patatas y arroz.
En este pueblo, mezclados entre la población, vivían un hombre y una mujer a quienes sus vecinos no conocían. Se habían casado y tenían un niño de unos seis meses de edad.

Una noche, el niño empezó a llorar, sin que la madre supiera qué hacer para calmarlo. A pesar de las caricias de la madre, de mecerle en sus brazos, de intentar darle de mamar, el niño no cesaba de llorar y gritar.

Entonces, la madre cogió al bebé en brazos y fue a pasear con él a las afueras del pueblo, sentándose bajo el gran tamarindo donde las mujeres solían juntarse por la mañana y por la tarde para moler arroz, por lo que le llamaban ambodilôna. La madre pensaba que la brisa y el frescor de la noche calmarían al niño. En cuanto ella se sentó, el niño se calló y se quedó dormido. Suavemente volvió para casa, pero nada más cruzar la puerta, el niño se despertó y comenzó de nuevo a llorar y gritar.

La madre salió de nuevo y volvió a sentarse en un mortero a arroz y, como por encantamiento, el niño dejó de llorar y volvió a dormirse. La madre, que quería volver junto a su marido, se levantó y se dirigió hacia casa. Nuevamente, en cuanto la mujer cruzó el umbral de la puerta el niño se despertó y comenzó a llorar violentamente. Por tres veces hizo la madre lo mismo, y tres veces el niño, se dormía en cuanto ella se sentaba en el mortero de arroz, y se despertaba cuando ella intentaba entrar en casa. La cuarta vez, decidió pasarse la noche bajo el tamarindo.

Apenas había tomado esta decisión, cuando de repente todo el pueblo se hundió en la tierra desapareciendo con un gran estruendo. Donde hasta entonces había estado el pueblo no quedaba sino un enorme agujero que de pronto comenzó a llenarse de agua hasta que ésta llegó al pie del tamarindo donde la mujer asustada sostenía a su hijo, apretándole entre sus brazos.

En cuanto se hizo de día, la mujer fue corriendo hasta el pueblo más cercano para contarles lo que había sucedido ante sus ojos y cómo habían desaparecido todos los vecinos.

Desde entonces, el lago adquirió un carácter sagrado. En él viven muchos cocodrilos en quienes los antankarana y los sakalava creen que se refugiaron las almas de los antiguos habitantes de la aldea desaparecida bajo las aguas. Por esta razón, no sólo no se les mata sino que se les da comida en ciertas fechas.

Tanto el lago Antañavo como en el gran tamarindo, los cocodrilos que en allí habitan son venerados y se acude a ellos para pedir ayuda.

Así, cuando una pareja no acaba de tener hijos, acude al lago e invoca a las almas de los habitantes desaparecidos pidiéndoles que se le conceda una numerosa descendencia, prometiendo, a cambio, volver para ofrecerles el sacrificio de animales para su alimento. Cuando la petición tiene éxito, la pareja regresa al lago para cumplir lo prometido. Los animales sacrificados se matan muy cerca del agua, parte se echa en el agua y parte de su carne se reparte por las cercanías del lago para provocar que los cocodrilos se alejen lo más posible del agua, porque piensan que cuanto más se alejen mayor será la ayuda que proporcionarán.

Cuando un antakarana cae enfermo, se le lleva muy cerca del lago, se le lava con sus aguas y dicen que se cura.

Está prohibido bañarse en sus aguas e incluso hasta meter en ellas las manos o los pies. Cuando uno quiere beber o tomar agua del lago, debe hacerlo con la ayuda de un recipiente dispuesto al final de una vara larga y sólo puede beberla a algunos pasos de la orilla.

También está prohibido escupir en el lago o cerca de él, así como hacer sus necesidades en los alrededores. Se cree que quien violara estas prohibiciones sería devorado, pronto o tarde, por los cocodrilos.

Leyenda africana

martes, 22 de junio de 2010

La leyenda del maíz


Cuentan que antes de la llegada de Quetzalcóatl, los aztecas sólo comían raíces y animales que cazaban.

No tenían maíz, pues este cereal tan alimenticio para ellos, estaba escondido detrás de las montañas.

Los antiguos dioses intentaron separar las montañas con su colosal fuerza pero no lo lograron.

Los aztecas fueron a plantearle este problema a Quetzalcóatl.

-Yo se los traeré- les respondió el dios.

Quetzalcóatl, el poderoso dios, no se esforzó en vano en separar las montañas con su fuerza, sino que empleó su astucia.

Se transformó en una hormiga negra y acompañado de una hormiga roja, marchó a las montañas.

El camino estuvo lleno de dificultades, pero Quetzalcóatl las superó, pensando solamente en su pueblo y sus necesidades de alimentación. Hizo grandes esfuerzos y no se dio por vencido ante el cansancio y las dificultades.

Quetzalcóatl llegó hasta donde estaba el maíz, y como estaba trasformado en hormiga, tomó un grano maduro entre sus mandíbulas y emprendió el regreso. Al llegar entregó el prometido grano de maíz a los hambrientos indígenas.

Los aztecas plantaron la semilla. Obtuvieron así el maíz que desde entonces sembraron y

cosecharon.

El preciado grano, aumentó sus riquezas, y se volvieron más fuertes, construyeron ciudades, palacios, templos...Y desde entonces vivieron felices.

Y a partir de ese momento, los aztecas veneraron al generoso Quetzalcóatl, el dios amigo de los hombres, el dios que les trajo el maíz.

Nota: El significado del nombre Quetzalcóatl es Serpiente Emplumada.



lunes, 21 de junio de 2010

EL DRAGÓN DE ARRASATE


Son muchos los dragones que pueblan las simas de los montes de Euskal Herria. Todos ellos son terribles y peligrosos. Los hay de una, tres y siete cabezas; con alas y sin alas; casi todos echan fuego por la boca —o las bocas, cuando tienen varias—; algunos tienen forma de dragón, otros de enorme lagarto y otros son como serpientes gigantes. Su nombre en euskera es “herensuge”.

Según cuenta J. M. de Barandiaran, cuando el herensuge vivía en la sierra de Ahuski, atraía el ganado para alimentarse; cuando vivía en Aralar, en Muragain o en la Peña de Orduña, se alimentaba de carne humana. Varios autores recogen la siguiente leyenda en distintos lugares, aunque la más famosa es la de Arrasate-Mondragón.

Arrasate es una villa industrial de la comarca del Alto Deba, pero hace mucho tiempo era un pueblo pequeño cuyos habitantes se ocupaban de las tareas agrícolas y del ganado y también trabajaban el hierro que se extraía en las minas del monte Udala.

Parecían felices y contentos, pero un gran peligro se cernía sobre la localidad. Una vez al año, la sima de un monte cercano crujía, temblaba, y de sus entrañas salía un monstruo terrible.

Era un dragón feroz que echaba fuego por la boca, abrasando y aplastando bajo sus enormes patas todo lo que se ponía en su camino. Los habitantes de Arrasate llevaban muchos años sufriendo esta aparición del herensuge, y habían llegado a una especie de pacto con la bestia. Cada vez que la sima empezaba a retumbar, se echaba a suertes entre las jóvenes solteras del pueblo y la elegida era conducida a la entrada de la sima.

Nunca regresaba ninguna, pero, a cambio, el pueblo no sufría los ataques del monstruo durante todo un año. En Arrasate vivía un herrero valeroso, que no temía a nada ni a nadie y cuya fuerza era conocida en toda la región. El herrero se había enamorado de una muchacha de ojos azules, y ella también le correspondía. Los dos hicieron planes y decidieron casarse. Llegó el día de la boda. Todo estaba dispuesto: el joven vestido con unos calzones de terciopelo negro, faja y chaleco, camisa blanca, capa corta y sombrero de fieltro y la novia con falda de terciopelo verde oscuro, basquiña a juego, blusa bordada y el cabello con flores recién cortadas. Los dos del brazo, seguidos por sus parientes y amigos, se dirigían a la iglesia cuando un enorme estruendo hizo detenerse al cortejo.

La pareja y sus invitados se miraron consternados y, sin mediar palabra, encaminaron sus pasos hacia la plaza, donde ya se habían reunido todos los habitantes de Arrasate. El alcalde sorteó a las jóvenes y, ante el horror del herrero, la elegida fue su novia, que, por no estar aún casada, entraba también en la elección. Tuvieron que sujetarlo entre varios mientras otros conducían a la novia a la sima y regresaban corriendo a sus casas. En cuanto lo soltaron, el herrero fue a su taller, cogió una barra de hierro con una punta afilada y la puso al fuego de la fragua. En pocos minutos, el hierro estaba al rojo vivo.

El herrero subió a toda velocidad hasta la sima y llegó justo en el momento en el que elherensuge salía de la cueva y, relamiéndose, se dirigía hacia la joven que, petrificada por el terror, esperaba su fin. Dándole un fuerte empujón, el herrero retiró a su novia del camino del dragón y se enfrentó con él.

El herensuge se quedó quieto durante un momento, extrañado de ver allí un hombre en lugar de una joven hermosa, pero, encolerizado por la intrusión, lanzó una gran llamarada contra él. El herrero, que estaba atento, dio un gran salto y, esquivando el chorro de fuego, clavó con todas sus fuerzas la barra en la garganta del monstruo, que se derrumbó sobre sus patas, provocando, con su caída, un temblor de tierra en toda la zona del Alto Deba.

El herrero y su novia regresaron a Arrasate entre las aclamaciones de sus vecinos, que al fin se veían libres de la amenaza, se casaron y tuvieron siete hijas que, gracias a su padre, crecieron sin temor a ser elegidas como ofrenda alherensuge. Desde entonces, y como recuerdo de la proeza del herrero, aparece un dragón en el escudo de Arrasate.

Leyendas de Euskal Herria de Toti Martinez de Lezea



sábado, 19 de junio de 2010

A Flor Máis Grande do Mundo (José Saramago)



Relato para niños (y adultos) escrito y narrado por José Saramago. Un corto colmado de símbolos y enigmas, destinado a una infancia que crece en un mundo quebrado por el individualismo, la desesperanza y la falta de ideales. Cortometraje de animación intervalométrica combinada con dos dimensiones.

jueves, 17 de junio de 2010

El velo de la novia (Cataratas del Iguazú)


Leyenda guaraní

La exuberante vegetación de la selva tropical envuelve el paisaje con el embrujo de su magnifica belleza.

Los árboles elevan sus copas al cielo en isipós, helechos y bejucos, y se mezclan y se entrecruzan unos con otros en cascadas de verdes intensos, de amarillos, de sepias y de pardos.

El duro lapacho cubierto de flores violáceas, el peteribí festoneado de pétalos blancos, el Jacarandá que luce su floración añil, el ivirá pitá con su manto de corolas amarillas, y los cedros, los algarrobos, los quebrachos y los timbós, que forman la abigarrada selva, son cuna y sostén de las maravillosas orquídeas que, en múltiples formas y coloridos hermosos, se ofrecen con profusión a los ojos admirados de los que llegan a gozar de belleza tan extraordinaria.
Y junto a esta hermosura de formas y de colores, el magnífico espectáculo del río, del Iguazú, del Agua Grande, como bien lo nombraron los primitivos habitantes de la región.

Fue en tiempos de los guaraníes, precisamente, hace muchísimos años, tantos que no se podría determinar su número.

En ese marco de Soberbia belleza, en una choza levantada junto a la orilla, defendida por los colosos de la selva, vivía Panambí con su madre.

Tan bonita y tenue como mariposas que en vuelo raudo cruzaban la floresta, era esta Panambí de la leyenda.

Bonita, muy joven, de grandes y expresivos ojos negros y lacio y brillante cabello, vivía gozando de los dones que le brindaba la naturaleza.

Su voz armoniosa se desgranaba en dulces melodías, cuando, dirigiendo la frágil canoa, llevando su cesto tejido con fibras de yuchán, iba en busca de apetitosos frutos o de exquisita miel silvestre, de camoatí o de lechiguana.

Su madre la oía desde lejos y distinguía su voz cristalina destacándose del ruido que hacía el agua al precipitarse desde la altura y de los trinos de los pájaros que cantaban en la fronda...

Panambí llegada fresca y armoniosa, con su cesto repleto de provisiones. Era una flor más, entre las flores de la selva y su sonrisa constante reflejaba su amor a la vida, su alegría de vivir.

Un día, como tantos otros, Panambí, con su cesto enlazado en el brazo, llegó hasta la orilla donde se hallaba amarrada la canoa. marchaba a su cabaña llevando el tribuno del bosque.

Desató el cordel que sujetaba la canoa; tomó la pala y a los pocos instantes, manejada con pericia, la embarcación se deslizaba por las aguas tranquilas en dirección a su oga.

Volvía del grupo de islas a las que había llegado en busca de frutos y de miel de camoatí. Allí el río era ancho y la corriente muy suave. El crepúsculo teñía de rojo, violado y oro, las nubes y las aguas.

La vegetación de las orillas, erguida o inclinada sobre el río, ponía un marco de verdes diversos en el paisaje.

A mitad de camino se cruzó con otra canoa. La dirigía un indio joven, desconocido para ella, que la miró, con curiosidad primero, con interés, luego.

El indio, apuesto, de piel cobriza y brillante, de cuerpo recio y brazos fuertes, impulsaba la canoa con movimientos firmes y precisos.

Al pasar cerca de la doncella, clavó sus ojos dominadores en la dulce Panambí y una gran admiración se pintó en ellos.

La niña quedó como hipnotizada, incapaz de separar su vista del desconocido que así la había impresionado.

Continuó mirándolo en la misma forma hasta verlo desaparecer en la lejanía. Por un momento quedó inmóvil, en medio del río, la canoa mecida suavemente por el vaivén de las aguas.

Cuando volvió a la realidad, la luna había extendido su manto de plata y se reflejaba en el río dibujando una estela brillante.

Pensando en su madre que la esperaría ansiosa, dio a la pala un impulso vigoroso y la canoa surcó las aguas con rapidez.

Al llegar a su cabaña, tal como se lo figuraba, la madre la esperaba afligida.

- ¿Qué te ha sucedido, Panambí? ¿Cómo vuelves tan tarde? - le preguntó.

- No sé... madre... - respondió la niña con mirada ausente.

La madre la miró sorprendida. Una expresión desconocida, como ausente, se pintaba en el semblante de la niña. Por eso, alarmada, insistió:

-¿Qué te ha sucedido, Panambí? ¿No habrás hallado, por ventura, a Pyra-yara?

La niña la miró con mirada turbada y nada respondió. Ella misma no sabía lo que sucedía: pero eso si, sabía que no estaba como siempre.

El recuerdo del apuesto muchacho que viera en el río, no la abandonó desde entonces.

Si caminaba sobre la tierra rojiza que formaba los senderos, o marchaba por la selva separando helechos e isipós para poder pasar, o recostada en su hamaca miraba al cielo azul, o junto a la orilla mojaba sus pies en el agua clara que lamía la playa, la imagen del desconocido estaba siempre ante ella como un ser sobrenatural que la hubiera hechizado.

Sólo ansiaba que llegara la tarde para tomar su canoa y marchar a las islas, con la esperanza de volverlo a ver.

Y cada tarde y cada crepúsculo, el encuentro se repitió durante mucho tiempo.

Una noche, la paz reinaba en la selva y en la cabaña de la orilla, cuando se oyó, viniendo del río, un ruido de remos que hendían las aguas. Estas, a su contacto, se agitaban y se encrespaban, levantándose en olas que golpeaban con furia en la playa.

Panambí tuvo un sobresalto y se despertó como al conjuro de un mandato ineludible.

Abandonó la hamaca tejida, de algodón, donde hallaba descansando, y corrió a la orilla atraída por el llamad
o del desconocido que en ese instante pasaba con su canoa frente a la niña.

Panambí miraba absorta hacia el medio del río.

La misma fuerza que la impulsó hasta allí la condujo hacia el lugar donde se había detenido la canoa.

Al introducir sus pies en el río, éste se calmó y una superficie de aguas mansas y tranquilas la invitó a llegar hasta la embarcación que esperaba.

Panambí, inconsciente, obedeció a la fuerza poderosa que la dominaba y
entró en el agua, la mirada fija en un punto lejano...

Las aguas, bajas al principio, sólo taparon sus pies, pero a medida que se internaba en ellas, iban cubriendo todo su cuerpo hasta que en un instante, sin notarlo siquiera, con la visión del apuesto guerrero que aún la esperaba, Panambí se hundió en las aguas que la envolvieron con su manto de cristal.

Poco después, el cuerpo exánime de la doncella, llevado por las aguas, aparecía junto a Pyra-yara, que no otro era el extraño ocupante de la embarcación.

El Dueño del río y de los peces, la tomó entre sus brazos fuertes y colocó el cuerpo sin vida en una balsa de juncos y tacuaras que flotaba amarrada a la popa de su canoa.

Con tan delicado botín, dirigió su embarcación hacia el lugar donde las aguas, al despeñarse en el abismo, formaban una enorme caída.

Los cabellos de Panambí, fuera de la balsa, marcaban una estela oscura en las aguas del río.

Navegaron durante algunos instantes, hasta que un ruido sordo e impotente, anunció la proximidad de la caída.

Al llegar, la canoa dirigida por Pyra-yara, apenas apoyada en las aguas, cayó al abismo formando un todo con la masa líquida, para seguir allí abajo el curso del río, como si no hubiera tenido que pasar semejante obstáculo, demostrando con ello su naturaleza sobrehumana.

No sucedió lo mismo con el cuerpo de Panambí que, despedido de la balsa por el potente impulso de la caída, quedó preso entre piedras del gran macizo por donde se volcaban las aguas al abismo, convirtiéndose en piedra ella misma y guardando sus formas humanas.

Un chorro de agua muy blanca y muy tenue se desliza desde entonces por su cabeza y cubre su cuerpo de piedra semejando un velo de novia que se deshace en gotitas de cristal antes de volver a formar parte del caudal del río.

Ese fue el final de Panambí, la enamorada de un imposible, que olvidó que Pyra-yara, Dueño del río y de los peces, es incapaz, por ser esencia divina, de amar a ninguna mujer sobre la tierra.


Biblioteca "Petaquita de Leyendas", de Azucena Carranza y Leonor M. Lorda Perellón, Ed. Peuser, Bs. As. 1952


Vocabulario


Iguazú: (I:agua; guazu: grande) Agua grande
Panambi: mariposa
Yuchan: palo borracho
Oga: casa
Camoati: avispa melera
Pyra-Yara: Dueño del río y de los peces

La Azucena del bosque


Hace muchos, muchos años, había una región de la tierra donde el hombre aún no había llegado.
Cierta vez pasó por allí I-Yará (dueño de las aguas) uno de los principales ayudantes de Tupá (dios bueno). Se sorprendió mucho al ver despoblado un lugar tan hermoso, y decidió llevar a Tupá un trozo de tierra de ese lugar. Con ella, amasándola y dándole forma humana, el dios bueno creó dos hombres destinados a poblar la región.

Como uno fuera blanco, lo llamó Morotí, y al otro Pitá, pues era de color rojizo.

Estos hombres necesitaban esposas para formar sus familias, y Tupá encargó a I-Yará que amasase dos mujeres.

Así lo hizo el Dueño de las aguas y al poco tiempo, felices y contentas, vivían las dos parejas en el bosque, gozando de las bellezas del lugar, alimentándose de raíces y de frutas y dando hijos que aumentaban la población de ese sitio, amándose todos y ayudándose unos a otros.

En esta forma hubieran continuado siempre, si un hecho casual no hubiese cambiado su modo de vivir.


Un día que se encontraba Pitá cortando frutos de tacú (algarrobo) apareció junto a una roca
un animal que parecía querer atacarlo. Para defenderse, Pitá tomó una gran piedra y se la arrojó con fuerza, pero en lugar de alcanzarlo, la piedra dio contra la roca, y al chocar saltaron algunas chispas.

Este era un fenómeno desconocido hasta entonces y Pitá, al notar el hermoso efecto producido por el choque de las dos piedras volvió a repetir una y muchas veces la operación, hasta convencerse de que siempre se producían las mismas vistosas luces. En esta forma descubrió el fuego.

Cierta vez, Moroti para defenderse, tuvo que dar muerte a un pecarí (cerdo salvaje - jabalí) y como no acostumbraban comer carne, no supo qué hacer con él. Al ver que Pitá había encendido un hermoso fuego, se le ocurrió arrojar en él al animal muerto. Al rato se desprendió de la carne un olor que a Morotí le pareció apetitoso, y la probó. No se había equivocado: el gusto era tan agradable como el olor. La dio a probar a Pitá, a las mujeres de ambos, y a todos les resultó muy sabrosa.

Desde ese día desdeñaron las raíces y las
frutas a las qué habían sido tan afectos hasta entonces, y se dedicaron a cazar animales para comer.

La fuerza y la destreza de algunos de ellos, los obligaron a aguzar su inteligencia y se ingeniaron en la construcción de armas que les sirvieron para vencer a esos animales y para defenderse de los ataques
de los otros. En esa forma inventaron el arco, la flecha y la lanza. Entre las dos familias nació una rivalidad que nadie hubiera creído posible hasta entonces: la cantidad de animales cazados, la mayor destreza demostrada en el manejo de las armas, la mejor puntería... todo fue motivo de envidia y discusión entre los hermanos.

Tan grande fue el rencor, tanto el odio que llegaron a sentir unos contra otros, que decidieron separarse, y Morotí, con su familia, se alejó del hermoso lugar donde vivieran unidos los hermanos, hasta que la codicia, mala consejera, se encargó de separarlos. Y eligió para vivir el otro extremo del bosque, donde ni siquiera llegaran noticias de Pitá y de su familia.

Tupá decidió entonces castigarlos. El los había creado hermanos para que, como tales, vivieran amándose y gozando de tra
nquilidad y bienestar; pero ellos no habían sabido corresponder a favor tan grande y debían sufrir las consecuencias.

El castigo serviría de ejemplo para todos los que en adelante olvidaran que Tupá los había puesto en el mundo para vivir en paz y para amarse los unos a los otros.


El día siguiente al de la separación amaneció tormentoso. Nubes negras se recortaban entre los árboles y el trueno hacía estremecer de rato en rato con su sordo rezongo. Los relámpagos cruzaban el cielo como víboras de fuego. Llovió copiosamente durante varios días. Todos vieron en esto un mal presagio.

Después de tres días vividos en continuo
espanto, la tormenta pasó.

Cuando hubo aclarado, vieron bajar de un tacú (algarrobo) del bosque, un enano de enorme cabeza y larga barba blanca.

Era I-Yará que había tomado esa forma para cumplir un mandato de Tupá.

Llamó a todas las tribus de las cercanías y las reunió en un claro del bosque. Allí les habló de esta manera:

Tupá, nuestro creador y amo, me envía. La cólera se ha apoderado de él al conocer la ingratitud de vosotros, hombres. Él los creó hermanos para que la paz y el amor guiaran vuestras vidas... pero la codicia pudo más que vuestros buenos sentimientos y os dejasteis llevar por la intriga y la envidia. Tupá me manda para que hagáis la paz entre vos
otros: iPitá! iMoroti! ¡Abrazaos, Tupá lo manda!

Arrepentidos y avergonzados, los dos hermanos se confundieron en un abrazo, y tos que presenciaban la escena vieron que, poco a poco, iban perdiendo sus formas humanas y cada vez más unidos, se convertían en un tallo que crecía y crecía ...

Este tallo se convirtió en una planta que dio hermosa
s azucenas moradas. A medida que el tiempo transcurría, las flores iban perdiendo su color, aclarándose hasta llegar a ser blancas por completo. Eran Pitá (rojo) y Morotí (blanco) que, convertidos en flores, simbolizaban la unión y la paz entre los hermanos.

Ese arbusto, creado por Tupá para recordar a los hombres que deben vivir unidos por el amor fraternal, es la "AZUCENA DEL BOSQUE".


Recopiladoras de "Petaquita de Leyendas" , Ed. Peuser.
Azucena Carranza y Leonor Lorda Perellón.