sábado, 4 de agosto de 2012

La tortuga gigante




Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:

         —Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hace mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.

         El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.

         Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutos. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.

         Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado vivas muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene.

         El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.

         —Ahora —se dijo el hombre—, voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.

         Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne.

         A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre.
         La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.

         El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo.

         La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre, y le dolía todo el cuerpo.

         Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió entonces que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.

         —Voy a morir —dijo el hombre—. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quien me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed.

         Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento.

         Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:
         —El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo le voy a curar a él ahora.

         Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.

         Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas.
         El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:

         —Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.

         Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:
         —Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.

         Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje.

         La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar, se detenía, deshacía los nudos, y acostaba al hombre con mucho cuidado, en un lugar donde hubiera pasto bien seco.

         Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir.

         A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua!, a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.

         Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces se quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:

         —Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo, en el monte.

         Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino.

         Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada.

         Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella.

         Y sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.
Pero un ratón de la ciudad —posiblemente el ratoncito Pérez— encontró a los dos viajeros moribundos.

         —¡Qué tortuga! —dijo el ratón—. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña?

         —No —le respondió con tristeza la tortuga—. Es un hombre.

         —¿Y adónde vas con ese hombre? —añadió el curioso ratón.

         —Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires —respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía—. Pero vamos a morir aquí, porque nunca llegaré...

         —¡Ah, zonza, zonza! —dijo riendo el ratoncito—. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá, es Buenos Aires.
         Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa, porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.

         Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó enseguida.

         Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija.

         Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.

(Cuentos de la selva, 1918)

Horacio Quiroga (1879-1937)


lunes, 4 de junio de 2012

Colores y caramelos



   Voy a beber la luna
en un vaso,
y el viento naranja
paso tras paso.

Voy a cenar un beso
en el mercado.
y seré violeta, celeste...
y plateado.

valiente cabellero, y tu salvador,
y bombón helado
de chocolate y limón.

Voy a ser el rey
de tu corazón
y carmelia en primavera
para darte amor.

Voy a ser un niño
de gran corazón,
y guardaré caramelos
en flores multicolor.

Voy a cenar un beso
en el mercado
de los cuentos de mi abuelo
y de mi hermano.

Autora: Justina Cabral
Imagen: hellocrazy.com
                                                          

domingo, 6 de mayo de 2012

Tormenta

Que llueva, que llueva,
la Virgen de la cueva...

Cantan las niñas
en la pradera...
Allá en el cielo,
la nube negra.

Siguen las niñas
con su canción:
Que sí, que no...
que llueva un chaparrón...

Y dice la espiga nueva:
-Que no llueva, que no llueva,
que tengo el grano en sazón...

Y suplica el arroyuelo:
-Que llueva, que llueva el cielo
o muero sin remisión.

El corro sigue girando...
Las niñas siguen cantando:
-¡Que sí, que no,
que llueva a chaparrón!-

Y dice la nube:
            -Vamos,
chiquillas ¿en qué quedamos?
¿Queréis que llueva o que no?...
¡Para bromitas estamos!...
¡¡Allá va mi chaparrón!...

Ángela Figuera Aymerich

domingo, 15 de abril de 2012

Cuento tonto de la brujita que no pudo sacar el carnet


Era una brujita
tan boba, tan boba,
que no conseguía
manejar la escoba.

Todos le decían:
-Tienes que aprender
o no podrás nunca
sacar el carnet.

Ahora, bien lo sabes,
ya no hay quien circule,
por tierra o por aire,
sin un requisito
tan indispensable.

Si tú no lo tienes,
no podrás volar
pues ¡menudas multas
ibas a pagar!
¡Ea! no es difícil.
Todo es practicar.

-Bueno... dijo ella
con resignación.
Agarró la escoba,
se salió al balcón,
miró a todos lados
y arrancó el motor...

Pero era tan boba,
que, sin ton ni son,
de puro asustada,
dio un acelerón
y salió lanzada
contra un paredón.
Como no quería
darse un coscorrón,
frenó de repente...
y cayó en picado 
dentro de una fuente:
se dio un remojón,
se hirió una rodilla,
sus largas narices
se hicieron papilla
y, como la escoba
salió hecha puré,
pues, la pobrecilla,
además de chata
se quedó de a pie.

Ya no intentó nunca
sacar el carnet.
Se quitó de bruja
y se puso a hacer
labores de aguja.

De cuentos tontos para niños listos de Ángela Figuera Aymerich





lunes, 19 de marzo de 2012

La ajorca de oro

  
Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo; hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles, que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.

     Él la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límites; la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios; amor que se asemeja a la felicidad, y que, no obstante, parece infundir el cielo para la expiación de una culpa.

     Ella era caprichosa, caprichosa: y extravagante como todas las mujeres del mundo.

     Él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época.

     Ella se llamaba María Antúnez.

     Él, Pedro Alfonso de Orellana.

     Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.

     La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.

     Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para caracterizarlos mejor.

II

     Él la encontró un día llorando y le preguntó:

     -¿Porqué lloras?

     Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.

     Pedro entonces, acercándose a María, le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río, y tornó a decirle: -¿Por qué lloras?
     El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos, la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.

     María exclamó: -No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes: pues ni yo sabré contestarte, ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio; fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni aún concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.

     Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.

     La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:

     -Tú lo quieres, es una locura que te hará reír; pero no importa: te lo diré, puesto que lo deseas.

     Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen; su imagen, colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego; las notas del órgano temblaban dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina.

     Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron desde luego en la imagen; digo mal, en la imagen no: se fijaron en un objeto que hasta entonces no había visto, un objeto que, sin poder explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías... aquel objeto era la ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar, reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de llamas que fascinan con su brillo y su increíble inquietud...

     Salí del templo, vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento... Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y de pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí. -¿La ves? -parecía decirme, mostrándome la joya-. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo tan fantástico, tan fascinador... nunca... nunca... Desperté; pero con la misma idea fija aquí, entonces como ahora semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas y doblas la frente... ¿No te hace reír mi locura?

     Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza, que en efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:

     -¿Qué Virgen tiene esa presea?

     -¡La del Sagrario! -murmuró María.

     -¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror-: ¡la del Sagrario de la Catedral!... Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada en una idea.

 

     ¡Ah! ¿por qué no la posee otra Virgen? -prosiguió con acento enérgico y apasionado-; ¿por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo... yo que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!

     -¡Nunca! -murmuró María con voz casi imperceptible-; ¡nunca!

Y siguió llorando.
     Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río. En la corriente, que pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial.


III
     ¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantes palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.

     Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas; donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.

     Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de sus artes.

     En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo, y un santo horror que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra.
     La consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas, el ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe.

Pero si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquiera hora que se penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan profunda como en los días en que despliega todas las galas de su pompa religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas de alfombra y sus pilares de tapices.

     Entonces, cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio desde sus cimientos más profundos hasta las más altas agujas que lo coronan, entonces es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios que vive en él, y lo anima con su soplo y lo llena con el reflejo de su omnipotencia.

     El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir, se celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.

     La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero ya ésta se había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que se apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero. Allí la claridad de una lámpara permitía distinguir sus facciones.

     Era Pedro.

     ¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestara al fin a poner por obra una idea que sólo el concebirla había erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.

     La catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un silencio profundo.

     No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos: chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o ¿quién sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.

     Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y subió la primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan todos por una eternidad.

     -¡Adelante! -murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror: el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.
 

     Por un momento creyó que una mano fría y descarnada le sujetaba en aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas que brillaban en el fondo de las naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.
     ¡Adelante! -volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara, y trepando por ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas y luz dudosa, más imponente aún que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de tanto horror.

     Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizara un instante concluyó por infundirle temor; un temor más extraño, más profundo que el que hasta entonces había sentido.
     Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano con un movimiento convulsivo y le arrancó la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo arzobispo; la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una fortuna.

     Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores temerosos y extraños.

     Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios.
     La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia, y le miraban con sus ojos sin pupila.

     Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los doseles, suspendidos de las bóvedas, pululaban, como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.
 



     Ya no puedo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.

     Cuando al otro día los dependientes de la iglesia le encontraron al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse, exclamó con una estridente carcajada:

     -¡Suya, suya!

     El infeliz estaba loco.



 

Es una leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer

imágenes: "lamia" pintura de John William Waterhouse
Virgen del Sagrario patrona de Toledo
detalle de la catedral de Toledo



* Ajorca: Especie de argolla de oro, plata u otro metal, usada por las mujeres para adornar las muñecas, brazos o gargantas de los pies.

El jardín secreto de Frances Hodgson Burnett


[...] Desde el principio de todos los tiempos, durante todos los siglos, se han descubierto cosas maravillosas. En el  siglo pasado se descubrieron muchas más cosas sorprendentes que en el siglo anterior. En este nuevo siglo cientos de cosas aún más extraordinarias saldrán a la luz. Al principio la gente se niega a creer que puedan hacerse cosas nuevas y extrañas, luego empiezan a tener la esperanza de que no sean posibles, después ven que sí se pueden hacer... y luego ven que ya están hechas y el mundo se pregunta por qué no se hizo hace siglos. Una de las cosas  nuevas que la gente empezó a descubrir el siglo pasado fue que los pensamientos (sólo simples pensamientos) eran tan poderosos como las pilas eléctricas, tan buenos para uno como la misma luz del sol, o tan  malos como el propio veneno. Permitir que un pensamiento triste o malo penetre en la mente es tan peligroso como dejar que un microbio de escarlatina entre en tu cuerpo. Y si se permite que se quede allí una vez ha entrado, es posible que nunca nos podamos librar de él en todos los años de nuestra vida.

Mientras la mente de la señorita Mary estuvo llena  de pensamientos desagradables sobre lo que no l e gustaba y de agrias opiniones sobre la gente, y se obstinó en no ser complacida por nada o en no interesarse en algo, fue una niña de piel de color de cera, enfermiza, aburrida y desgraciada. Las circunstancias, no obstante, le habían sido favorables aunque no se diera cuenta.

Empezaron a empujarla hacia su propio beneficio. Cuando se le fue llenando la mente de petirrojos y casitas del páramo llenas de niños, de viejos y agriados jardineros, de vulgares criadas de Yorkshire, de la llegada de la primavera y de jardines secretos que revivían día tras día, y del chico del páramo y sus criaturas, ya no quedaba sitio para aquellos pensamientos malos que le afectaban el hígado y le desarreglaban  la digestión, le daban aquel color amarillo a la cara y le hacían sentirse cansada.

Y mientras Colin, pues... mientras se ocultó en su habitación pensando sólo en sus temores y debilidades, en su odio hacia la gente que le miraba, y pensaba cada hora en bultos en la espalda y muertes prematuras, no fue más que un chico hipocondríaco, histérico y algo loco, que desconocía el sol y la primavera, y que tampoco sabía que podía ponerse bueno y aguantarse con sus pies si lo intentaba. Cuando los pensamientos nuevos y agradables empezaron a desplazar a los anteriores, horribles y antiguos, la vida volvió a él, y la sangre empezó a correrle sanamente por las venas y la fuerza penetró en él como un torrente. Su experimento científico fue bastante práctico y sencillo, y no tenía nada de extraño.

Cosas mucho más sorprendentes le pueden suceder a alguien que, cuando un pensamiento desagradable o descorazonador penetra en su mente, tiene el buen juicio de acordarse a tiempo y echarlo fuera, sutituyéndolo por otro agradable y decididamente valeroso. Dos cosas no pueden estar en un mismo lugar:

Donde plantes una rosa, hijo mío,
no podrá crecer un cardo [...]

 


Fragmento del libro El jardín secreto de Frances Hodgson Burnett 



Los sepulcrales

Estaban acabando de cenar. Eran cinco amigos, ya maduros, todos hombres de mundo y ricos; tres de ellos casados, los otros dos solteros. Se reunían así todos los meses, en recuerdo de sus tiempos mozos; acabada la cena, permanecían conversando hasta las dos de la madrugada. Seguían manteniendo amistad íntima, les agradaba verse juntos, y eran tal vez aquellas veladas las más felices de su vida. Charlaban de todo, de todo lo que al hombre de París interesa y divierte. Al estilo de los salones de entonces, hacían de viva voz un repaso de lo leído en los diarios de la mañana.

 Uno de los más alegres entre los cinco era José de Bardón, soltero, quien sólo pensaba en vivir de la manera más caprichosa la vida parisiense. No era un libertino, ni un depravado; más bien era versátil, el calaverón todavía joven, porque apenas alcanzaba los cuarenta. Hombre de mundo, en el más amplio y benévolo sentido que se puede asignar al vocablo, estaba dotado de mucho ingenio, aunque no de gran profundidad; enterado de muchas cosas, no llegaba por eso a ser un verdadero erudito; rápido en el comprender, pero sin verdadero dominio de las materias, convertía sus observaciones y aventuras -cuanto veía, se encontraba o descubría- en episodios de novela a un tiempo cómica y filosófica, y en comentarios humorísticos que le daban en la capital fama de hombre inteligente.

 Le correspondía en aquellas cenas el papel de orador. Se daba por descontado que siempre contaría algún lance, y él llevaba su cuento preparado. No aguardó, para entrar en materia, a que se lo pidiesen.

 Fumando, con los codos sobre la mesa, una copita de fine champagne a medio llenar delante de su platillo, entumecido por aquella atmósfera de humo de tabaco aromatizado por el vaho del café caliente, se sentía en su propio elemento, como ciertos seres que en determinados lugares y circunstancias parecen estar como en casa; por ejemplo: una beata en la iglesia o un pez de colores en su globo de cristal.

 Entre bocanada y bocanada de humo, comenzó a decir: -Me ocurrió no hace mucho una curiosa aventura.

 De todas las bocas salió casi a un tiempo la misma petición:

 "¡Venga!"

 Él prosiguió:

 -Allá voy. Ya saben que yo recorro París como los coleccionistas de chucherías los escaparates. Ando al acecho de escenas, de tipos, de cuanto pasa por la calle y de cuanto en la calle ocurre.

 "Hacia la mitad de septiembre, con unos días magníficos, salí de casa por la tarde, sin rumbo fijo. Más o menos, nunca falta ese deseo indefinido de visitar a una mujer bonita cualquiera. Se hace un repaso mental de las que conocemos, comparándolas, sopesando el interés que nos inspiran, el encanto que sobre nosotros ejercen, y se deja uno llevar por la preferida del día. Pero un sol hermoso y una atmósfera tibia borran muchas veces las ganas de hacer visitas.

 "Esa tarde hacía un sol hermoso y una atmósfera tibia; encendí un cigarro y me dejé ir, sin pensarlo siquiera, hacia los bulevares exteriores. Caminando sin rumbo ni propósito, me asaltó de improviso la idea de seguir hasta el cementerio de Montmartre y penetrar en él. A mí me gustan mucho los cementerios; responden a la necesidad que siento de sosiego y de melancolía. Hay en ellos, además, buenos amigos a los que ya nadie visita; yo sí voy a verlos de cuando en cuando. En ese cementerio de Montmartre, precisamente, tengo un capítulo de amor, una querida que me hizo sufrir mucho y sentir mucho: una mujercita adorable, cuyo recuerdo me deja profundamente dolorido, pero también pesaroso..., pesaroso por muchos conceptos... Sobre su tumba suelo abandonarme a mis pensamientos... Todo ha acabado para ella.

 "Mi amor a los cementerios nace también de que son ciudades enormes, habitadas por un número prodigioso de personas. Imagínense la cifra de muertos que habrá en espacio tan reducido, la cantidad de generaciones de parisienses que están alojadas allí para siempre, trogloditas perpetuos, encerrados cada cual en su pequeña bóveda cubierta con una piedra o marcada con una cruz, mientras los imbéciles de los vivos exigen tanto espacio y arman tanto estrépito.

 "Hay más aún: en los cementerios hallamos monumentos casi tan interesantes como en los museos. Tengo que decir que la tumba de Cavaignac me ha traído el recuerdo de la obra maestra de Jean Goujon, la estatua yacente de Luis de Brézé, en la capilla subterránea de la catedral de Ruán; de ahí ha salido, señores, ese arte que llamamos moderno y realista. La estatua yacente de Luis de Brézé tiene más de verdad, más de carne que se quedó petrificada en las convulsiones de la agonía que todos los cadáveres dislocados que hoy se someten al tormento sobre las tumbas.

 "Puédese admirar también en el cementerio de Montmartre el monumento de Baudin, obra que tiene cierta majestad; el de Gautier, el de Murger. ¿Quién depositaría en éste la solitaria y modesta corona de amarillas siemprevivas que vi yo hace poco? ¿Las llevó la última superviviente de sus alegres modistillas, viejísima ya y tal vez hoy portera de algún inmueble de los alrededores? ¡El monumento tiene una linda estatuilla de Millet, carcomida de suciedad y de abandono! ¡Para que cantes a la juventud, oh, Murger!




"Entré, pues, en el cementerio de Montmartre, y me sentí de pronto impregnado de tristeza, pero no de una tristeza exagerada, sino de una de esas tristezas capaces de sugerir al hombre que goza de buena salud esta reflexión: 'No es muy alegre este lugar; pero de aquí a que yo venga ha de pasar un tiempo...'

 "El ambiente de otoño, con su olor a tibia humedad de hojas muertas y sol extenuado, mortecino y anémico, agudiza, envolviéndola en poesía, la sensación de soledad, de acabamiento definitivo que flota sobre aquel lugar en el que el hombre husmea la muerte.

 "Iba adelantando a paso lento por las calles de tumbas en las que los vecinos no se tratan ni se acuestan por parejas ni leen los periódicos. Pero yo sí que me puse a leer los epitafios. Les aseguro que es la cosa más divertida del mundo. Ni Labiche ni Meilhac me han movido jamás a risa tanto como la comicidad de la prosa sepulcral. Las planchas de mármol y las cruces en que los deudos de los muertos dan rienda suelta a su dolor, hacen votos por la felicidad del que se fue y pintan el anhelo que los acucia de ir a reunirse con él, son más eficaces que las mismas obras de Paul de Kock para descongestionar el hígado... ¡Vaya bromistas!

 "Lo que mayor reverencia me inspira en este cementerio es la parte abandonada y solitaria, poblada de grandes tejos y cipreses, viejo barrio de los muertos antiguos que ha de convertirse pronto en un barrio flamante, cuando se derriben los árboles verdes, nutridos con savia de cadáveres humanos, para ir colocando en fila, debajo de pequeñas chapas de mármol, a los difuntos recientes.

 "Cuando, a fuerza de vagabundear por allí, sentí aligerado mi espíritu, supe comprender que la insistencia traería el aburrimiento y que no me quedaba por hacer otra cosa que llevar el homenaje fiel de mi recuerdo al lecho postrero de mi amiguita. Al acercarme a su tumba, experimenté una ligera angustia. ¡Pobre mujercita querida, tan gentil, tan apasionada, tan blanca, tan lozana como era!... Mientras que ahora..., si esa losa se alzase...

 "Asomado por encima de la verja de hierro, le expresé, muy quedo, mi aflicción, completamente seguro de que ella no me oía. Disponíame a partir, cuando vi que se arrodillaba junto a la tumba de al lado una mujer vestida de negro, de luto riguroso. El velo de crespón, echado hacia atrás, dejaba al descubierto una linda cabeza rubia, y sus cabellos, partidos en dos bandas laterales simétricas, brillaban con reflejos de luz de aurora, entre la noche de su tocado. Me quedé donde estaba.

 "No cabía duda de que el dolor que la aquejaba era profundo. Sepultados los ojos en las palmas de las manos, rígida como estatua que medita, volando en alas de sus pesares, desgranando a la sombra de sus ojos ocultos y cerrados las cuentas del rosario torturador de sus recuerdos, se le hubiera podido tomar por una muerta que estaba pensando en un muerto. Adiviné de improviso que iba a romper a llorar; lo adiviné por un movimiento apenas perceptible de sus espaldas, algo así como un escalofrío del viento en un sauce. Al suave llanto de los primeros momentos sucedió otro más fuerte, acompañado de rápidas sacudidas del cuello y de los hombros. Dejó ver de pronto sus ojos. Estaban cuajados de lágrimas y eran encantadores; los paseó en torno suyo, y tenían expresión de loca que parece despertar de una pesadilla. Cayó en la cuenta de que yo la miraba y ocultó, como avergonzada, el rostro entre las manos. Sus sollozos se hicieron convulsivos y su cabeza se fue inclinando lentamente hacia el mármol. Apoyó en él su frente, y el velo, que se desplegó en torno de ella, vino a cubrir los ángulos blancos de la sepultura amada como una pena nueva. La oí gemir y, de pronto, se desplomó, quedando inmóvil y sin conocimiento, con la mejilla apoyada en la loseta.

 "Me precipité hacia ella, le di golpecitos en las manos, le soplé sobre los párpados, y entre tanto recorría con mi vista el sencillo epitafio: 'Aquí descansa Luis-Teodoro Carrel, capitán de infantería de marina, muerto por el enemigo en Tonquín. Rogad por él'.

 "La muerte databa de algunos meses. Me enternecí hasta derramar lágrimas y puse doble interés en mis cuidados. Fueron eficaces y ella volvió en sí. Mi emoción se reflejaba en mi rostro -no soy mal parecido, aún no he cumplido los cuarenta. Me bastó su primera mirada para comprender que sería atenta y agradecida. Lo fue, después de otro acceso de lágrimas y de contarme su historia, que fue saliendo entrecortada de su pecho anhelante; cómo al año de casados cayó el oficial muerto en Tonquín, y cómo había sido el suyo un matrimonio de amor, porque ella era huérfana de padre y madre, y apenas disponía de la dote reglamentaria.

 "Le di ánimos, la consolé, la incorporé, la levanté del suelo y luego le dije:

 "-No debe permanecer aquí. Venga.

 "Ella murmuró:

 "-Me siento incapaz de caminar.

 "-Yo la sostendré.

 "-Gracias, caballero, es usted bondadoso. ¿También usted ha venido a llorar a algún muerto?

 "-También, señora.

 "-¿Tal vez a una mujer?

 "-A una mujer; sí, señora.

 "-¿Su esposa? "-Una amiga mía. "-Se puede querer a una amiga tanto como a su propia esposa; la pasión no reconoce ley.

 "-Exacto, señora.

 "Y hétenos en marcha, juntos los dos, ella apoyándose en mí, yo llevándola casi en brazos por los caminos del cementerio. Fuera ya de éste, murmuró con acento desfallecido:

 "-Temo que me vaya a dar un desmayo.

 "-¿Por qué no entramos en algún sitio? Podría tomar usted alguna cosa.

 "-Entremos, sí, señor.

 "Descubrí un restaurante, uno de esos establecimientos en los que los amigos del difunto celebran haber cumplido ya con la pesada obligación. Entramos. Hice que bebiese una taza de té bien caliente, y esto pareció reanimarla. Se esbozó en sus labios una tenue sonrisa. Me habló de sí misma.


"Era triste, muy triste, encontrarse sola en la vida; sola siempre en casa, noche y día; sin tener ya nadie a quien dar su cariño, su confianza, su intimidad.

 "Tenía visos de sincero todo aquello. Dicho por tal boca, resultaba un encanto. Me enternecí. Era muy joven, quizá de veinte años.

 "Le dirigí algunos cumplidos, que ella aceptó con agrado. Me pareció que aquello se alargaba demasiado y me brindé a llevarla a su casa en carruaje. Aceptó, y dentro ya del coche nos quedamos tan juntos, hombro con hombro, que el calor de nuestros cuerpos se mezclaba a través de la ropa, que es una cosa que a mí me trastorna por completo.

 "Al detenerse el carruaje frente a su casa, me dijo ella en un susurro:

 "-Vivo en el cuarto piso, y me siento sin fuerzas para llegar por mi pie hasta arriba. Puesto que ha sido tan bondadoso, ¿quiere darme una vez más su brazo para subir a mis habitaciones?

 "Me apresuré a aceptar. Subió despacio, jadeando mucho. Cuando estuvimos frente a su puerta, agregó:

 "-Entre usted y pase conmigo unos momentos para que pueda darle las gracias.

 "Entré, ¡vaya si entré! "El interior era modesto, casi tirando a pobre, pero sencillo y muy en orden.

 "Nos sentamos, el uno junto al otro, en un pequeño canapé, y otra vez me habló ella de su soledad. Llamó a su criada, con intención de ofrecerme alguna bebida, pero la criada no acudió, con grandísimo contento mío. Supuse que la tendría nada más que para las mañanas; lo que se llama una asistencia.

 "Se había quitado el sombrero. Era un verdadero encanto de mujer, y sus ojos claros se clavaban en mí; se clavaban de tal manera y eran tan claros, que sentí una tentación terrible, y me dejé llevar de la tentación. La cogí entre mis brazos, y sobre sus párpados, que se cerraron de pronto, puse besos... y besos... y cada vez más besos.

 "Ella forcejeaba, rechazándome, a la vez que repetía:

 "-Acabe..., acabe..., acabe ya.

 "¿En qué sentido lo decía? Dos por lo menos puede tener, en situaciones semejantes, el verbo acabar. Yo le di el que era de mi gusto, y salté de los ojos a la boca para hacerla callar. No llevó su resistencia al extremo; y cuando, después de tamaño insulto a la memoria del capitán muerto en Tonquín, volvimos a mirarnos, vi en ella una expresión de languidez, enternecimiento y resignación, que disipó mis inquietudes.

 "Entonces me mostré galante, solícito, agradecido. Después de otra charla íntima de casi una hora, le pregunté:

 "-¿Dónde acostumbra cenar?

 "-En un pequeño restaurante aquí cerca.

 "-¿Completamente sola?

 "-Desde luego.

 "-¿Quiere cenar conmigo?

 "-¿Dónde va a ser?

 "-En un buen restaurante del bulevar.

 "Se mostró un poco reacia. Insistí, y ella se rindió, diciendo para justificarse a sí misma:

 "-Me aburro tanto..., tanto.

 "Y agregó a continuación:

 "-Es preciso que me ponga un vestido menos lúgubre.

 "Se metió en su dormitorio y cuando reapareció vestía de alivio luto; estaba encantadora, delicada y esbelta con su sencillísimo vestido gris. Tenía, por lo visto, trajes distintos para el cementerio y para la ciudad.

 "La cena fue cordial. Bebió champaña, se enardeció, cobró valor y yo me recogí a su casa con ella.

 "Esta conexión, trabada sobre las tumbas, duró cerca de tres semanas. Pero todo cansa, y aún más las mujeres. La dejé, alegando como pretexto cierto viaje ineludible. Me despedí con mucha esplendidez, lo que me valió su efusivo agradecimiento. Me hizo prometer, me hizo jurar que volvería a visitarla a mi regreso. Parecía que, en efecto, me hubiese tomado algo de cariño.

 "Corrí en busca de otras ternuras, y transcurrió casi un mes sin que el pensamiento de entrevistarme otra vez con aquella delicada amante funeraria se me presentase con fuerza tal que me obligase a ceder a él. A decir verdad, nunca la olvidé por completo. Me asaltaba a menudo su recuerdo como un misterio, como un problema de psicología, como una de esas cuestiones inexplicables cuya solución nos aguijonea.

 "Sin saber por qué sí ni por qué no, vino a figurárseme cierto día que otra vez iba tropezar con ella en el cementerio de Montmartre, y allí me fui.

 "Largo rato anduve paseando sin encontrar más que a las visitas corrientes de aquel lugar, es decir, personas que no han roto del todo sus lazos con los muertos. Ninguna mujer derramaba lágrimas sobre la tumba del capitán muerto en Tonquín, ni había flores ni coronas sobre el mármol.

 "Pero al desviarme por otro barrio de aquella gran ciudad de difuntos, descubrí de pronto, al final de una estrecha avenida de cruces, a una pareja, hombre y mujer, que venían en dirección a donde yo estaba. ¡Qué asombro! ¡Era ella! ¡La reconocí cuando se acercaron!

 "Me vio, se ruborizó y, al rozar yo con ella de pasada, me dirigió un guiño imperceptible que quería decir: 'Haga como que no me conoce', pero que también debía de entenderse como: 'No dejes de verme, amor mío.'

 "Su acompañante era un caballero distinguido, elegante, oficial de la Legión de Honor, como de cincuenta años. La iba sosteniendo como yo mismo la sostuve cuando salimos del cementerio.

 "Me alejé de allí, estupefacto, dudando aún de lo que había visto, preguntándome en qué clasificación biológica habría que colocar a la cazadora sepulcral. ¿Era una chica cualquiera, una prostituta inspirada que hacía sobre las tumbas su cosecha de hombres tristes, apegados a la memoria de una mujer, esposa o amante, y sacudidos todavía por el recuerdo de las caricias que se fueron para siempre? ¿Era ella la única? ¿Existen otras más? ¿Se trata de una verdadera profesión? ¿Corren unas el cementerio como otras corren la acera? ¡Cazadoras sepulcrales! ¿O es que tuvo ella acaso la idea admirable, de una filosofía profunda, de explotar la necesidad de un amor que quienes lo perdieron sienten reavivarse en aquellos lugares fúnebres?

 "¡Me hubiera gustado saber el nombre del difunto de quien había enviudado por aquel día!"

Cuento de Guy de Maupassant