jueves, 10 de junio de 2010

MARI Anboto

Mari es la diosa suprema de la mitología vasca. Posee varias moradas, pero una de las más conocidas es la que tiene en el monte Anboto, por lo que también es conocida como Anbotoko Dama o Damla.

Mari tiene un compañero, Maju o Sugoi, que la visita todos los viernes por la tarde y le peina el cabello con su peine de oro. Tiene también dos hijos, Atarrabi y Mikelats, representantes el primero del bien y el segundo del mal.

Algunas veces Mari se casa con mortales, con los cuales tiene hijos e hijas. Aunque se la representa de muy diversas maneras, hay una particularmente atractiva: una hermosa mujer, con largos cabellos, un castillo de oro en su mano derecha y un dragón a sus pies. La siguiente leyenda se encuentra recogida en el «Libro dos Linhagens», escrito por el conde Pedro de Barcellos en el siglo XVI.


Era don Diego López de Haro, señor de Bizkaia en el siglo XIV, un gran cazador, y siempre que podía salía en busca de algún jabalí o de algún otro animal salvaje de los que, en aquel entonces, abundaban en nuestros bosques y montes. Un día en que se afanaba en la caza de una buena pieza, oyó cantar a una mujer en lo alto de una peña.

La voz era tan bella que don Diego sintió unos enormes deseos de conocer a su dueña, y se dirigió hacia ella. Nunca había visto una mujer tan hermosa. Era alta y esbelta, de piel blanca y ojos negros que contrastaban con el rubio dorado de sus cabellos, que casi llegaban hasta el suelo. Llevaba un vestido verde bordado con hilos de oro, y una cinta, también de oro, en la frente.

Era tal su esplendor que don Diego se enamoró locamente de ella. —¿Quién eres?—le preguntó. —La señora de Anboto —respondió ella. —Puesto que tú eres señora de Anboto y yo señor de Bizkaia, ¿quieres casarte conmigo? La Dama aceptó, pero le hizo prometer que nunca, nunca haría la señal de la cruz en su presencia. Se casaron y tuvieron una hija, Urraka, y un hijo, Iñigo Gerra.

Pasaron los años y la felicidad reinaba en el castillo de don Diego López de Haro. Un día volvió de la caza el caballero trayendo consigo un enorme jabalí que los encargados de la cocina dispusieron para la cena. Estando toda la familia a la mesa, dos de los perros de la casa entraron en el comedor y empezaron a ladrar pidiendo parte del banquete. Uno era un gran perro alano, muy fiero, y el otro una perrita de aguas, mucho más pequeña. Don Diego, divertido, les lanzó una pata del jabalí y los dos perros se abalanzaron sobre ella, disputándosela. Ante el asombro de todos, la perrita mató al alano y escapó arrastrando la jugosa pata. Don Diego no pudo reprimirse e hizo la señal de la cruz, al tiempo que exclamaba: —¡Dios mío! ¡Jamás había visto algo igual.

En aquel mismo instante, Mari cogió a su hija de la mano y ambas salieron volando por una de las ventanas. Nunca más se supo de ellas.

Pasaron de nuevo los años y, durante una guerra contra los castellanos, don Diego fue hecho prisionero y llevado a una fortaleza en Toledo. Iñigo Gerra pidió consejo a los suyos para liberar a su padre, pero nadie conocía el modo, hasta que un viejo de larga barba blanca abrió la boca.

—Iñigo, si quieres ayuda —le dijo—, ve a pedírsela a tu madre. Ella sabrá decirte lo que tienes que hacer.

Fue pues Iñigo al monte Anboto y vio a Mari encima de una peña.

—Iñigo Gerra, querido hijo —habló Mari—, ven hasta mí porque ya sé que vienes a preguntarme cómo sacar a tu padre de la prisión.

Mari lanzó un grito y apareció un hermoso caballo blanco ensillado. —Este es Pardal —continuó diciendo la Dama—. Te lo doy. Con él ganarás batallas, pero nunca debes de quitarle la silla, ni siquiera darle de comer o beber. Hoy mismo te llevará a Toledo y os traerá de vuelta a casa.

En efecto, Iñigo montó el caballo y, al momento, se encontró en el patio de la fortaleza en donde estaba encerrado su padre, lo buscó, lo cogió de la mano, lo llevó hasta el caballo y ambos regresaron a Bizkaia sin que ningún soldado hiciera nada por detenerlos, puesto que se habían vuelto invisibles. Desde aquel entonces, todas las entrañas de las vacas que se mataban en la casa del señor de Bizkaia eran colocadas sobre una peña como ofrenda a la Dama de Anboto. Y decían que, de no hacerlo, caería un mal sobre don Diego o sobre sus descendientes, como así ocurrió. Un tataranieto de don Diego dejó de hacer la ofrenda y perdió un ojo por no seguir la tradición.

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Leyendas de Euskal Herria
Toti Martinez de Lezea




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