domingo, 17 de octubre de 2010

Mamarruak


Los pequeños genios que en algunos lugares dicen que tienen aspecto de insectos y en otros que son pequeños hombrecillos vestido de rojo, reciben los nombres más diversos: prakagorriak, mamarruak, galtzagorriak, gaizkiñak, mozorroak, bestemutilak, etxejaunak, ximeigorriak o aidetikakoak, todos ellos recogidos por J. M. de Barandiaran en su «Diccionario de mitología vasca», así como el extraño nombre de patu, del cual dicen que, cuando una persona no tiene suerte en sus negocios, se comenta de ella que “ez du horrek patu onik”, es decir: “ése no tiene buena suerte”.

Estos personajillos son capaces de los mayores portentos y ayudan a aquél que los posee. Lo mismo pueden hacer que una yunta de bueyes gane una apuesta de arrastre que pueden arar un campo en un abrir y cerrar de ojos o, incluso, trasladar a su dueño a largas distancias, como la historia que cuentan del brujo de Bargota, en Nafarroa, que se trasladaba a Madrid para ver una corrida de toros y estaba de vuelta nada más terminada.

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En Añes de Araba vivía un hombre que era tenido por brujo. Su casa estaba un poco apartada del pueblo y nadie se acercaba por allí, a menos que tuviese una buena razón para hacerlo. Todo el mundo lo temía, pues era capaz de acabar con una buena cosecha o de desaparecer durante varios días y volver con pócimas y objetos mágicos de los países más lejanos.

Durante muchos años, los habitantes de Añes y el brujo vivieron en paz, pero, con el tiempo, el brujo se convirtió en una persona ambiciosa y desagradable. Empezó a exigir

más y más cosas. Si veía un caballo que le gustaba, se lo pedía al dueño, amenazándole con matar a todos los
animales de su cuadra si se negaba; otro día era un jamón; otro, un par de ocas o una barrica de buen vino. Los habitantes del pueblo soportaban su tiranía porque no
convenía hacerlo enfadar, pero cada vez era más difícil tenerlo contento. —Tenemos que hacer algo... —comentaban.

—¡Hay que acabar con ese brujo! —decían unos.

—¿Y quién va a ser el valiente? —respondían otros.

Un día, el temido brujo decidió casarse. Mandó recado al alcalde diciéndole que quería una esposa, y que le preparase una muchacha para el día siguiente. En caso de no cumplir sus deseos, destruiría el pueblo. El alcalde no tuvo más remedio que seguir las órdenes y eligió a Grazia, una chica alegre y lista que no estaba dispuesta a casarse con el brujo, pero tampoco quería que les ocurriera nada a sus vecinos.

No sabiendo cómo solucionar el problema, aquella noche la muchacha se acercó a la casa del brujo y se puso a mirar por la ventana. El brujo estaba haciendo una de sus mezclas mágicas. Echaba hierbas y polvos en una gran olla y luego lo revolvía todo con un palo largo. Estuvo así durante mucho rato, pero cuando quiso retirar la olla del fuego, no pudo hacerlo porque era muy pesada. Entonces cogió una hoz que había encima de la mesa, soltó el mango y de su interior salieron cuatro hombrecillos vestidos de rojo que se pusieron a dar saltos mientras decían:

—¿Qué quieres que hagamos? ¿Qué quieres que hagamos?

—Retirad la olla del fuego —les ordenó el brujo.

Ante el asombro de Grazia, que seguía mirando por la ventana, los cuatro enanillos cogieron la enorme olla y la retiraron del fuego.

—¿Y ahora? ¿Qué quieres que hagamos? —volvieron a preguntar.

El brujo extendió su mano y los cuatro se subieron a su palma.

—Ahora nada, queriditos. No sé lo que haría sin vosotros... Si supieran en el pueblo que vosotros sois mi magia... Ja, ja, ja —rió el brujo—. ¡Pero nunca lo sabrán! Si mañana no me han buscado una novia, os mandaré para que destruyáis las casas, queméis los campos y matéis a todos los animales. Y ahora, meteos en el mango de la hoz.

Así lo hicieron los cuatro geniecillos, y el brujo enroscó de nuevo el mango a la cuchilla. Luego, apagó la luz y se fue a dormir.

Grazia esperó mucho tiempo quieta, sentada debajo de la ventana, pensando. Decidió robar la hoz y, con mucho cuidado, abrió la ventana y se metió en la casa. Se acercó a la mesa y cogió la hoz. Entonces, los geniecillos empezaron a gritar:

—¡Amo! ¿Eres tú? ¿Qué quieres que hagamos?

Grazia salió corriendo de la casa con la hoz en la mano, pero el ruido que hizo y los gritos de los geniecillos despertaron al brujo, que, al darse cuenta de lo que ocurría, saltó de la cama y empezó

a perseguirla. La muchacha corría y corría, pero el brujo corría más deprisa.

—¡Devuélveme la hoz! —gritaba.

Grazia, desesperada, veía cómo el brujo estaba cada vez más cerca y, cuando éste ya estaba a punto de alcanzarla, se detuvo en seco y con todas sus fuerzas lanzó la hoz que fue a caer al camino de piedra. La hoz rebotó tres veces y el mango se rompió. Al instante salieron los cuatro geniecillos y desaparecieron de la vista dando saltos de alegría.

El brujo se detuvo. Empezaba a amanecer.

—¿Qué has hecho? —preguntó con una voz muy débil.

Grazia se giró para mirarle. ¿Era cierto lo que estaba viendo?

¡El brujo estaba desapareciendo! En pocos segundos, sólo quedó de él la túnica tirada en el suelo. La joven fue corriendo hasta el pueblo y contó lo ocurrido. Se formó una cuadrilla para ir a investigar, pero, cuando llegaron al lugar, no encontraron nada, ni siquiera la casa.

Durante muchos años, los habitantes de Añes intentaron apoderarse de los cuatro geniecillos, dejando un mango de hoz encima de un arbusto en la noche de la víspera de San Juan. Pero, que nosotros sepamos, nadie lo ha conseguido todavía.

Leyendas de Euskal Herria de Toti Martínez de Lezea


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