Había una vez un leñador que iba al bosque a arrancar cepas de árboles. Un día, mientras se dedicaba a desenterrar una, sintió entre sus raíces algo duro. Era un cofrecito de hierro lleno de monedas de oro. El leñador no cabía en sí de contento. Puso el cofre en su carrito, lo cubrió con ramas secas y se dirigió a su casa. Con todo aquel oro, quién sabe cuántas cosas hermosas podría comprar.
Al llegar a la ciudad, se encontró con un rico mercader, que le dijo:
-Querría comprarte esa leña.
-Lo siento, pero no puedo venderla.
-¿Y por qué?
El mercader, curioso, hurgó entre las ramas secas y encontró el cofre lleno de monedas de oro.
-¡Ah, ahora sé por qué! ¿De dónde has sacado esto, ladrón?
Y después de pronunciar estas palabras, el mercader cogió el cofre y se marchó, indiferente a los llantos y lamentos del leñador.
El pobre desdichado volvió a su casa y se sentó a la mesa suspirando.
-¿Qué te ha ocurrido, papá? –le preguntó su única hija.
El leñador le contó todo y la muchacha, después de escucharlo con mucha atención, le dijo:
-No te preocupes, papá. Ya verás que yo misma traeré a casa ese cofre.
Y sin perder tiempo, se dirigió a casa del mercader.
-¿Qué quieres?
-Querría trabajar para usted, señor.
-De acuerdo, me hace falta una criada. ¿Y cómo te llamas?
-Nadie-en ningún sitio-nada.
-Qué nombre tan extraño –dijo el mercader, pero la puso a su servicio.
La hija del leñador trabajó en la casa del mercader un día; trabajó otro día, sin dejar de observar todos los rincones. AL tercer día, el mercader tuvo que salir. Ella cogió el cofre lleno de oro y se lo llevó corriendo a su padre.
El mercader, al regresar, ya no encontró ni a la muchacha ni el cofre del tesoro. Enseguida entendió lo que había ocurrido, salió a la calle y se puso a gritar a voz en cuello:
-¡Socorro! ¡Al ladrón! ¡Me han robado!
La gente acudía de todas partes y le preguntaba:
-¿Quién te ha robado? ¿Dónde te han robado? ¿Qué te han robado?
Y el mercader respondía:
-¡Nadie-en ningún sitio-nada!
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