miércoles, 8 de abril de 2020

El ratoncito verde

El ratoncito Martín era la desesperación de sus padres. Era, incluso, la desesperación de sus tios, tías, hermanos, hermanas, primos y primas.

Martín era un ratoncito blanco como la nieve, de ojos rosados y aspecto distinguidísimo. Esto le hacía sentirse muy orgulloso de sí mismo, ya que todos sus parientes y vecinos eran grises.

Es cierto que el más viejo de todos los ratones recordaba que el tatarabuelo de Martín había sido también completamente blanco, pero de esto hacía tanto tiempo, que la gloria del ratoncito no se reducía en nada.
Pero era tan grande la admiración que despertaba, que acabó convirtiéndose en un ratoncito muy mal educado, exigiendo siempre el mejor lugar para dormir, los mejores alimentos que comer, y quería que todos hicieran lo que él ordenase.

Los ratoncitos jóvenes que vivían en el granero admiraban mucho a Martín, pero los más viejos movían la cabeza pronosticando que le ocurriría algo malo. Y es que a Martín le gustaba pasearse por el granero en pleno día. Lanzaba desafiadores chillidos a los trabajadores, y hasta le robaba la comida al gato estando éste presente... Pero lo peor de todo es que no le importaba hacer ruido. Su distracción favorita era saltar desde el pesebre hasta el cubo de cinc, que siempre estaba boca abajo. El estruendo que armaba al caer allí le gustaba mucho.

Era inútil que su mamá le dijera, con los ojos llenos de lágrimas, que el gato acabaría cazándolo. Era inútil que su abuelo le dijese, irritado, que acabaría cayendo en una ratonera. Y no sólo él, sino todos, pues armaba tanto estrépito, que llamaría la atención de los dueños de la granja, que pondrían ratoneras para cazarlos a todos.

Martín se echaba a reir, acariciábase los bigotes y seguía y seguía haciendo lo que le daba la gana.

Un día en que salió con su hermanita, quiso demostrarle de lo que era capaz, y de un salto se tiró sobre el cubo de cinc. Pero ¡Oh, desgracia!, Aquel día el cubo estaba boca arriba, y Martín en vez de caer sobre el fondo, cayó dentro del cubo, y por más que hizo, le fué imposible salir de allí, ya que los costados del cubo eran demasiado resbaladizos.

Su hermanita corrió a dar la voz de alarma.Toda la familia se asomó al granero para dar algún consejo a Martín. Pero todos los consejos hubieran sido inútiles y Martín habría sido cazado dentro del cubo si, al regresar las vacas al corral, no hubieran tropezado con aquél, haciéndolo caer y librando así al ratoncito.
Éste, sin dirigir ni una mirada a sus familiares, salió corriendo del establo, en dirección a la casa donde vivian los dueños. Su madre lanzó un chillido de abatimiento. Todos los tíos, tías, primos y hermanos chillaron igual que ella, al ver cómo Martín se metía dentro de aquella peligrosa casa.

En realidad, Martín no se sentía muy tranquilo al entrar allí, mas por nada del mundo se hubiera vuelto atrás. El ratoncito era un animal muy travieso y tozudo. Corrió por el marco de una ventana y vió, sobre una mesa, una olla boca abajo. Al momento sintió deseos de saltar sobre ella, esperando armar un ruido que se oyera hasta en todos los rincones del granero.

Martín hizo lo que pensaba y saltó sobre el fondo de la olla, pero éste era tan resbaladizo, que el ratoncito no se pudo detener, resbaló y fue a caer dentro de un cacharro lleno de agua verdosa.

Con la boca, los ojos y las orejas llenas de agua, Martín oyó entrar a alguien en la cocina, y, haciendo un esfuerzo, saltó fuera del cacharro, quedándose, jadeante, sobre la mesa.

-¡Oh, oh!-exclamó una voz-. Un ratón ha caído dentro del cacharro del tinte.

¡Venid a verlo! ¡Se ha vuelto completamente verde!

La voz asustó a Martín, pero aún le asustó más el ladrido de un perro, que acababa de entrar en la cocina. De un salto, el ratoncito se echó al suelo y salió a toda velocidad hacia el granero, seguido por el perro, que estaba a punto de darle alcance cuando, al fin, el ratón consiguió meterse en uno de los agujeros que conducían a la vivienda de su familia.

Pero ni su madre, ni su padre, ni sus tíos, primos ni hermanos quisieron dejarle entrar en su morada. Un ratón blanco podía ser algo digno de orgullo, pero a nadie le gustaban los ratones verdes, pues jamás se ha oído decir que en ninguna parte del mundo existan ratoncitos de semejante color.  Fué inútil que Martín insistiera en ser recibido por su familia. A partir de aquel momento, ninguno de sus hermanos o parientes quiso tener ningún trato con él, y tuvo que irse a vivir a otro agujero en espera de que su piel volviera a ser blanca.

Cuando esto acurrió, al fin, el ratoncito había aprendido que:

Ser blanco no es lo importante
ni tener los ojos brillantes.
Lo que importa es ser juicioso,
prudente y poco curioso.

FIN

Cuentos de hadas de América del Norte, original de José Mallorquí Figuerola
ilustraciones de R. Riera Rojas

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