Hacia finales del siglo XIX conocí en París a uno de tantos españoles que pululan por allí. Era un riojano, a quien llamábamos Luis el de Nájera, porque hablaba con frecuencia de este pueblo, que debía de ser el suyo. Luis no sabía el francés necesario para hacerse servir en el restaurante, y se mostraba al mismo tiempo reclamador y exigente, como si quisiera que le atendieran los que no le entendían.
Él creía que eso de hablar francés era como una mala broma que algunos se empeñaban en sostener por capricho, cuando hubiera sido mucho más fácil que se hubieran puesto a hablar en castellano.
Al parecer, aquel hombre era de casa rica, gastador y muy decidido. Él contaba una anécdota que demostraba su decisión. Había estado en Londres en una casa de huéspedes española poco tiempo. Un día, en un restaurante, había encontrado una muchacha muy bonita que le sonreía. Él no sabía una palabra de inglés ni ella de español; pero él quería manifestar su admiración a la damisela.
Luis, muy expedito, llamó por teléfono a la casa de huéspedes donde vivía y después hizo que la muchacha inglesa tomara el auricular del aparato, y los piropos del riojano fueron por teléfono pasando por la casa de huéspedes a la chica que estaba a su lado y que reía a carcajadas, sin duda asombrada del procedimiento y de la imaginación de los españoles.
Una tarde vi al riojano en el bulevar y me dijo que quería vender un esmalte. Me explicó que era de su casa de Nájera. Pretendía que le acompañara a varias tiendas de antigüedades del barrio latino.
-Bueno -le indiqué -, no tengo nada que hacer. Ya le acompañaré.
Entramos en varios comercios del bulevar Saint Germain. El esmalte era un poco tosco, pero tenía su valor. Los anticuarios ofrecían alrededor de mil francos. No pasaban de ahí. En una tienda de la calle de Rennes, el encargado se alargó hasta ofrecer dos mil quinientos francos.
-¿Que le parece a usted? -me preguntó el de Nájera.
-Yo no sé lo que vale eso -le contesté-. No tengo idea. Usted haga lo que le parezca.
El hombre se decidió: dejó el esmalte, tomó el dinero y se puso a redactar un recibo, por indicación del anticuario.
Mientras tanto, yo miraba algunos de los objetos, entre ellos una caja de música antigua con cinco muñecos músicos que se movían y dos bailarinas que se deslizaban por un alambre.
-Es bonito eso -le dije al amo-. ¿Vale mucho?
-No le he puesto precio. No lo vendo. Está como muestra de la casa.
-¡Ah, ya!
-Ustedes, ¿son españoles? -preguntó el de la tienda de antigüedades.
-Sí
-Yo también soy español, pero ya llevo mucho tiempo aquí, en París.
-¡Ah! ¿Es usted español? -preguntó el de Nájera, mientras presentaba el recibo para cobrar.
-Sí.
-¿Quiere usted cenar con este señor y conmigo?
-¡Muchas gracias! Me espera la familia.
-¡Qué le importa a usted por una noche!
El de Nájera insistió tanto, que el de la tienda de antigüedades cedió y dijo que iría después de cerrar su comercio a donde se le indicase.
-Yo quisiera cenar en un restaurante bueno -dijo el de Nájera.
-Nosotros, algunos del oficio -indicó el anticuario-, solemos ir al restaurante Marais.
-No se dónde está.
-En los grandes bulevares.
-¿Cuanto costará el cubierto allí?
-Quince o veinte francos.
-Es poco.
-¡Bah! No tenga usted cuidado. Ya se le acabarán pronto los francos.
-Bueno. Pues iremos al restaurante Marais. ¿Cualquier cochero nos llevará allí?
-Sí.
-Entonces a las ocho le esperamos.
Al salir de la tienda de antigüedades vi que en la muestra decía:
“A LA CAJA DE MÚSICA”. Téllez, Ferrari
Fuimos el de Nájera y yo a un café de la plaza de San Germán de los Prados. El riojano bebió cerveza y habló por los codos, y poco antes de la hora señalada tomamos un café, cruzamos el río y bajamos delante del restaurante Marais.
Nos llevaron a un comedor aparte, de techo alto y de cierto lujo ostentoso, como el segundo Imperio. Parecía que el encargado del restaurante se había dado cuenta de que teníamos dinero fresco. Vino poco después el anticuario. Se llamaba Ángel Téllez. Era un buen tipo: esbelto, correcto, moreno, con la cabeza ya entrecana y la tez pálida. Vestía de luto. Tenía una cortesía un poco exagerada, que contrastaba con la turbulencia bárbara del riojano.
Hicimos el menú y comimos muy bien.
-Ahora vamos a algún teatro. A ver mujeres guapas -dijo el de Nájera.
Yo no puedo estar más de las once -advirtió Téllez.
-Tiene usted tiempo.
El anticuario nos condujo a una plaza y entramos en un teatro, que creo era el Folies -Berguére. Después de ver el acto de una revista, nos sentamos en el paseo.
Era verano. La noche estaba caliente.
Se nos acercaron algunas mujeres, que, al oírnos hablar castellano, decían:
-¡Ah! ¡Españoles! ¡Ole ya!
El que tenía más éxito era Téllez, el anticuario.
Al de Nájera le vimos poco después con una muchacha guapa, que dijo que era de Valladolid. El hombre, que había estudiado en esta ciudad, se conmovió y perdió los estribos. Bebió, se exaltó, se puso a hablar como un descosido con el sombrero en el cogote, y lo perdimos de vista.
-Este paisano nuestro va a liquidar el esmalte en un momento -dijo el anticuario.
-Sí; poco le van a durar los cuartos.
-Bueno; yo me voy.
-¿Va usted hacia la orilla izquierda?
-Si. Vivo cerca del jardín del Luxemburgo.
-Pues yo también. Si quiere usted, iremos andando.
-Muy bien.
Salimos del teatro a los grandes bulevares, y luego por el bulevar Sebastopol, a cruzar el río y tomar el bulevar Saint-Michell. La noche era tibia y hermosa.
-Este mozo se va a gastar el dinero en cuatro o cinco días -dijo Téllez.
-Probablemente.
-Y quizá lo necesite.
-No sé, yo apenas le conozco.
-Pues mire usted: yo comencé mi fortuna por un esmalte que adquirí por casualidad, mejor dicho, que no lo adquirí, porque me vino como llovido del cielo. Le contaré el caso, si no le aburre.
-Hombre, no.
Se veía que al anticuario le gustaba hablar castellano, sin duda para convencerse de que lo recordaba.
II. De bohemio
-Pues verá usted. Hace diez años vivía yo en una buhardilla de la calle de Vaugirard, enfrente del jardín del Luxemburgo. La casa, por fuera, era elegante. Tenía un patio palaciego; hasta el segundo piso, una escalera muy ornamental, y del segundo al tercero, una escalerilla de madera apolillada y estrecha.
Yo era pintor. Había estudiado en la Escuela de Bellas Artes de Madrid y tenía una pequeña pensión del Ayuntamiento de mi pueblo.
Vivía en un cuartucho, por el que pagaba treinta francos al mes, con una alcoba con su balconcillo al tejado y un rincón que yo llamaba mi estudio, con una claraboya en el techo.
En la alcoba había una chimenea, y en el estudio, una estufa.
En invierno se pasaba un frío terrible, y en verano, de día, no se podía estar de calor. En invierno había el recurso de meterse en la cama, con todas las mantas y abrigo encima. En verano, después de las horas de calor, se abría y se refrescaba el cuarto, y si no quedaba del todo fresco, se podía salir a dormir al tejado.
No había aún luz eléctrica, y para trabajar empleaba un quinqué de petróleo, y para acostarme, una vela.
Entonces yo era un hombre un poco salvaje y consideraba que no necesitaba de nadie.
Era capaz de ponerme unas medias suelas, de coserme los botones que se me caían y de zurcirme la ropa. No sabía apenas hablar francés ni me importaba.
En invierno yo mismo guisaba en la estufa; en verano comía en restaurantes de un franco y de un franco y diez, y estaba contento. Muchas veces no hacía más que una comida al día.
No me importaba más que lo mío. Para mí no había más que la pintura, y discutía de ella con vehemencia y terquedad. Tenía algunos conocidos y paseaba con ellos en el Jardín de Luxemburgo.
A pesar de esto, no estaba a la moda. La moda entonces era ser impresionista, usar barba, melenas y pipa y pintar paisajes con mucha pasta de color. A mí no me gustaba ni la barba ni las melenas ni la pipa, y hacía una pintura correcta y discreta. Sabía dibujar de una manera un poco académica. No tenia sentido del color. Esto tardé bastante en comprenderlo; pero al último lo comprendí. Los compañeros me decían que era pompiet, lo que me indignaba un tanto; pero yo vendía alguno que otro cuadro, y esto para mí era una compensación.
Era también exacto en el cumplimiento de mis obligaciones; pagaba al casero y al sastre, y no hacía tonterías.
Después comprendí, como le digo a usted, que no era un artista. Generalmente, el artista es un extravagante y no tiene buen sentido.
Casi todos los sábados, por la noche, solíamos ir a un café que hace esquina a la calle Soufflot y al bulevar Saint-Michell, que se llamaba, y supongo que se llama, La taberna del Panteón. Estábamos una noche diez o doce bohemios charlando, entre los cuales abundaban los melenudos de barba y pipa. En el grupo había cuatro o cinco chicas y una que era modelo de escultor. Esta muchacha, griega, tenía formas clásicas. Vivía o había vivido hasta entonces con un artista italiano, pequeño y calvo.
-Y ese escultor italiano, ¿dónde anda? -preguntó alguno a la griega.
-Ése es un cochino-contestó ella.
-¿Pues? ¿Qué ha hecho?
-Se ha marchado sin pagar la casa. Esos italianos son unos cerdos. Quisiera que los mataran a todos.
-Son muchos -dijo uno- para hacer esa matanza.
La griega siguió diciendo improperios contra los italianos, cuando vimos a un señor viejo, de barba blanca, que estaba en una mesa próxima acompañado de una muchacha pálida, que se ponía rojo, miraba a la que le acompañaba con aire triste y al mismo tiempo indignado, se levantaba, pagaba y se marchaba con ella.
-Ha afrentado usted a ese pobre viejo, que debe de ser italiano -advirtió uno.
-¿Por qué no ha protestado? -dijo la griega-, hubiéramos discutido.
-Sí; podían haber discutido lo que han hecho los italianos desde Rómulo y Remo hasta la Triple Alianza -aseguró alguien con ironía.
-Yo no sé quiénes son Rómulo y Remo -afirmó la griega.
-Naturalmente; ¿para qué?
-Pero hay que reconocer que hablando se entiende la gente.
-Otros creen lo contrario.
-También hay que reconocer que eso de no pagar el hotel no es exclusivo de los italianos, sino internacional -dijo uno de los pintores.
Nos olvidamos de la cuestión y seguimos hablando de nuestras cosas. La modelo griega encontró pronto un rumano que le acompañaba.
Unos días después, en el jardín de Luxemburgo, vi al viejo italiano y a la muchacha pálida que habían estado cerca de nosotros en el café, y a quien las palabras de la modelo griega había hecho levantarse con aire de indignación.
III Lorenzo Borda
El viejo italiano era un tipo de garibaldino: barba tupida y blanca, melenas, sombrero de ala ancha, corbata flotante y carrick con esclavina. La muchachita tenía aire de madonna: las facciones muy finas y la expresión amable.
Les seguí a los dos. Ella se dio cuenta enseguida. Vivían en una casa próxima a la mía.
Me dediqué al espionaje amoroso, y vi que solían ir con frecuencia a una tienda de antigüedades de la calle del Bac. Me presenté en la tienda, hablé con el dueño y me ofrecí como restaurador. En la conversación me referí al viejo italiano y a la muchacha y averigüé que él se llamaba Lorenzo Borda; ella, que era su nieta, Carlota Ferrari. Hacían juguetes y restauraciones.
Sabiendo su nombre, escribí a la muchacha e intenté dejar la carta en la portería; pero la portera me dijo que tenía orden de no recibir ninguna carta para aquellos inquilinos.
Un día, sospechando si desde los tejados próximos a mi casa se vería el cuarto de Carlota Ferrari, salí de exploración, gateando, y desde una azotea de cinc vi a Carlota delante de una ventana, trabajando.
Ella me vio también y quedó estupefacta. La mostré un papel, dándole a entender que tenía una carta para ella. Ella movió la cabeza como aceptando. Al día siguiente se la di en el paseo, y desde entonces comenzaron nuestros amores.
Carlota Ferrari hizo, poco después, que el dueño de la tienda de la calle del Bac me presentara oficialmente a Lorenzo Borda, el viejo italiano, abuelo de la muchacha. Desde entonces comencé a acompañarlos en el paseo a los dos, y más tarde entré en su casa.
El señor Lorenzo era muy suspicaz en ocasiones, y en otras muy confiado.
El viejo italiano y su nieta hacían juguetes mecánicos y restauraban muebles y porcelanas. De esto vivían. Por entonces trabajaban casi únicamente para la tienda de antigüedades de la calle del Bac. Yo comencé a ayudarles, y a cambio de mi colaboración comía con ellos.
Tenían el señor Lorenzo y su nieta una casa pequeña, formada por un cuarto con una ventana al tejado, con su hornillo para hacer la comida, mesa de trabajo y dos alcobas estrechas con tragaluces. La alcoba de Carlota solía estar siempre cerrada; la del viejo Lorenzo tenía un camastro bajo, una silla y un baúl grande lleno de herrajes.
Ya sabe usted la vida de los extranjeros aislados y sin conocimiento en un pueblo inmenso como París. A las pocas semanas son como de la familia. Luego, con la misma facilidad que se hacen amigos, riñen y se separan para siempre.
El viejo Lorenzo me contó su vida. Hablaba conmigo una jerga entre italiana y francesa que estaba a la altura de la francoespañola que yo empleaba. El padre de Lorenzo le había dejado, al morir, un taller de relojero en la calle principal de la ciudad de Pavía, en el Corso di Porta Nuova. Lorenzo Borda tenía gran cariño por su ciudad y protestaba de que algunos lo considerasen como un pueblo triste.
-¿Oh, no! Yo no digo que sea tan grande y animada como Parigi…
-No, no. Es evidente -replicaba su nieta, sonriendo.
En la juventud, Lorenzo había tomado parte en las intrigas del revolucionario Mazzini. Su taller de relojero había sido un punto de reunión de carbonarios. Su yerno Ferrari, el padre de Carlota, abogado venido de Brescia, que anduvo mezclado en la política, fue perseguido y marchó a vivir a Marsella.. Lorenzo Borda, ya viudo, no podía vivir sin Carlota. Traspasó la relojería, cogió algún dinero y se fue a Marsella.. Ferrari murió, y entonces el viejo y la niña se trasladaron a París, donde vivían con gran modestia de su trabajo.
El viejo italiano se lamentaba siempre de sus apuros. Carlota y yo estábamos cada vez más unidos. Nuestra gran ilusión era pasear por el jardín de Luxemburgo.
Lorenzo no se expresaba bien en francés. Esto ya, para él, era imposible. Carlota, sí; lo hablaba como una parisiense, pero no del pueblo, sino de la clase ilustrada.
Carlota me convenció de que debía aprender el francés. Cada día me obligaba a estudiar una relación de Chateaubriand o unos versos de Racine, y me corregia la pronunciación. Íbamos también al teatro del Odeón. El anticuario de la calle del Bac nos daba, a veces billetes de favor.
En esto, un día descubrimos en el escaparate de una tienda de antigüedades de la calle de Babilonia una caja de música con unos muñecos. No era ninguna maravilla. Desde que la vio, el abuelo comenzó a hablar a todas horas de una caja de música que había en su casa, en Pavía. ¡Aquélla era caja! La tenía su hermana Matilde; pero no era sólo suya, sino de los dos. Habían heredado por partes iguales la caja y otros muebles, pero él no había retirado ninguno.
Su hermana Matilde, viuda de un empleado, era un poco avara. Le había dicho a Lorenzo que la caja de música estaba tasada en mil liras, y que si le enviaba la mitad, quinientas, se la daría.
Pero, ¿es que vale? -le pregunté yo.
-¡Oh, sí; mucho, mucho!
Y el viejo la describía con grandes extremos.
-¿Y de dónde procede?
Según Lorenzo, su tío abuelo Paolo había sido médico del ejército austriaco y había estado en Francia, cuando la caída de Napoleón, con los aliados. Se decía que allí había comprado objetos de mucho valor. Estos objetos de gran valor no habían salido a la superficie. El padre de Lorenzo, sobrino del médico, no había heredado más que algunos cuadros, libros, relojes; nada de gran importancia.
Lorenzo pensaba si la caja de música tendría algún secreto.
-¡Ah, si yo tuviera esas quinientas liras para mandárselas a mi hermana! -decía el abuelo.
De oír con frecuencia esta lamentación, me comenzó a preocupar, y dije a Carlota:
-¿Tú crees que valdría la pena de pedir esa caja de música?
-No sé. El abuelo está ya tan trastornado…
-Porque yo tengo ahorrados unos quinientos francos.
-No sé qué decirte. Yo no he visto la caja de música.
-¿Y si es algo que vale?
Me decidí, y le dije al señor Lorenzo que le prestaba las quinientas liras. El abuelo se puso loco de contento.
Escribió a su hermana Matilde, que contestó que si le enviaban de antemano las quinientas liras mandaría la caja de música a porte debido.
-Mi hermana es avara, muy avara -repitió Lorenzo.
Se envió el dinero a la signora Matilde Borda, y ésta mandó a su hermano unas cartas y un talón.
Pasó el tiempo y la caja no llegaba. Fuimos varias veces a la estación. Nada.
Habíamos hecho un mal negocio. El abuelo estaba abatido.
-Es la jettatura -decía-, la jettatura. A mí no me puede salir nada bien.
Y se lamentaba y se quejaba amargamente.
Carlota y yo solíamos ir a los almacenes de la compañía del ferrocarril adonde llegaban las mercancías de Italia y de la zona mediterránea francesa.
Al fin un mes y medio más tarde, después de varios viajes infructuosos, apareció la caja de música en un rincón de un almacén, metida en un baúl viejo, negro y roto y atado con unas cuerdas zarrapastrosas. Sin duda, nadie lo había tomado en cuenta ni había querido quedarse con aquel bulto, que había andado seguramente tirado por los rincones de las estaciones. Los mozos nos dieron algunas bromas a Carlota y a mí al mostrarnos aquel baúl destrozado y lleno de Polvo, y al tomar un coche y poner el baulito en el pescante, el cochero nos preguntó con ironía si era nuestro equipaje o nuestro ajuar de bodas.
Carlota se encolerizó al oír estas bromas.
Llegamos a la casa, y yo subí como pude el baúl hasta la buhardilla, ayudado por la muchacha.
Al sacar la caja de música, su mal aspecto nos dejó desilusionados. Los muñecos que tenía sobre la tabla de arriba estaban doblados y con muchas piezas rotas, y a los cilindros de cobre les faltaban púas; así que el aparato sonaba muy mal.
“Esto creo que no vale nada -pensé yo-. Hemos hecho, indudablemente, un mal negocio.”
El abuelo miraba su caja de música con la sonrisa del conejo.
Comenzó a ver si la arreglaba, y notando que no lo conseguía, la envió al taller de un mecánico de la calle de Babilonia, amigo suyo. Éste tardó en componerla cerca de un mes. Le puso las púas que faltaban a los cilindros de cobre y renovó una porción de piezas de los muñecos que tocaban y de las dos bailarinas.
El mecánico puso, como cuenta de su arreglo, doscientos francos, que tuve que pagar yo.
-Esto va a ser un negocio ruinoso para nosotros -me decía Carlota.
-Sí, me parece que sí.
Al abuelo le entró la manía de perfeccionar la mecánica y de restaurar la cara, las manos y los trajes de los muñecos. Quedó la caja de música muy bien, como la ha visto usted.
Como el viejo no trabajaba, yo le tenía que sustituir. Carlota y yo hacíamos muñecos con rapidez. El señor Lorenzo miraba y oía su caja, la arreglaba y perfeccionaba constantemente; limaba una palanca, sustituía una rueda, ponía aquí una cuerda de guitarra y restauraba con pintura las desconchaduras de los muñecos. El hombre estaba loco de entusiasmo con su aparato.
IV. La princesa
Al llegar al bulevar Saint-Germain, Téllez, el anticuario, me invitó a sentarme y a tomar un bock en la terraza del café de Flora. Hacía una noche templada. Téllez prosiguió su relación.
-No sé si usted se ha fijado en mi caja de música -dijo-. Tiene sobre la tapa cinco muñecos músicos, articulados, en fila, con trajes de 1830 al 1850, o quizá más tarde. El de en medio, con frac azul, de botones dorados, chaleco blanco, barba y melenas, dirige la orquesta; a sus dos lados, uno toca el violín, y el otro el violonchelo; en los extremos, un negro toca la flauta, y el otro el tambor. Alrededor de ellos corren y giran dos bailarinas.
La caja no tiene marca de fábrica ni fecha. Delante, bajo un cristal, hay un tarjetón en el que se leen, con letras manuscritas, las piezas de música que tiene. Éstas son: El carnaval de Venecia, de Paganini; «Ecco ridente il cielo», de El barbero de Sevilla, de Rossini.
Carlota y yo estábamos ya aburridos de oír todo esto. El viejo señor Lorenzo no se cansaba, y miraba con ojos ansiosos a sus muñecos para ver si realizaban sus movimientos con toda perfección o fallaban en algo.
No sé si porque se lo contó el mecánico del taller de la calle de Babilonia o por qué, una tarde se presentó un señor elegante, vestido de negro, con el pelo blanco y monóculo, y dijo que quería ver la caja de música.
La hicimos funcionar delante de él, y dijo que daría por ella hasta tres mil francos. El abuelo contestó que no la podía vender y que tenía que consultar con su hermana.
-Bien; consúltelo usted. Hasta tres mil quinientos francos le doy.
El señor, al marcharse, dejó su tarjeta. Por ella vimos que era vizconde y que vivía en la avenida de los Campos Elíseos. Carlota dijo a su abuelo que no había más remedio que vender la caja, porque aquellos francos nos estaban haciendo mucha falta.
El viejo replicó que no quería venderla; que primero había que hacer pruebas.
-¿Qué pruebas? -preguntó Carlota.
-Destornillarla y deshacerla. El tío Paolo recomendó en una carta que no se vendiera la caja, y que si por una extrema necesidad nos viéramos en la precisión de venderla, que la deshiciéramos antes.
-¿En dónde lo dijo? -preguntó la muchacha.
-Aquí.
El abuelo sacó una cartera vieja del bolsillo del pecho, y, de ella, una carta amarillenta. Estaba escrita en italiano, con tinta de color de ala de mosca. Era del tío Paolo, el médico del ejército austríaco, y estaba dirigida a su sobrino, el padre de Lorenzo. Al último, le decía:
“Si no encontráis el secreto de esta caja de música de los muñecos, no la vendáis. Deshacedla. Rota os valdrá más que entera.”
Esto tenía un aire misterioso y daba la impresión de que allí existía algún secreto.
El abuelo había pensado muchas veces si en la actitud de los muñecos habría alguna indicación especial que diera la clave o si esta clave estaría en la combinación de las letras del tarjetón. Lo que no quería de ninguna manera era ni vender ni romper en pedazos la caja de música.
Para impedirlo, el viejo metió el aparato en el baúl de su cuarto, y lo cerró con llave.
Seguimos Carlota y yo trabajando. Lo malo era que desde la cuestión de la caja de música el señor Lorenzo estaba inquieto y no se ocupaba de nada. Al último se puso enfermo.
Pasamos días y más días. El dinero en la casa se iba acabando.
-¿Qué hacemos? -preguntaba yo a Carlota.
-Esperaremos otra semana, a ver.
Esperamos. Ya no fue posible esperar más, y le dijimos al abuelo que no había más remedio que vender la caja, porque si no, habría que llevarle a él al hospital, cosa que no queríamos.
El señor Lorenzo refunfuñó, dijo que le dejaran morir en paz y guardó la llave de su baúl debajo de la almohada.
Al día siguiente, por la mañana, Carlota habló con el señor Lorenzo.
-Mira, abuelo -le dijo-: tú ya sabes que nos pagan poco; con lo que ganamos Ángel y yo no hay para sostener la casa con un enfermo. Yo desearía que no fueras al hospital y que empeñáramos o vendiéramos la caja de música para sacar algún dinero; tú no quieres, pero una de las dos cosas hay que hacer: o ir al hospital o vender la caja a ese señor. Tú decide.
El viejo se lamentó e invocó a todos los santos y a la Madonna. Apretado, dijo:
-Bueno; pues antes de hacer una de las dos cosas, id a ver a una señora italiana conocida mía, a ver si quiere venir aquí y me presta algún dinero.
-¿Quién es esa señora?
-Es la princesa de Olevano-Visconti. Yo le arreglaba los relojes en su palazzo de Pavía.
-¿Vive en París?
-Sí.
-¿En dónde?
-En la calle de la Universidad.
Indicó el número, y por la tarde Carlota y yo fuimos a su casa y no encontramos a la princesa. En vista de ello, dejamos las señas del señor Lorenzo.
Al día siguiente estábamos Carlota y yo trabajando en nuestros muñecos, cuando oímos voces a la puerta y apareció una vieja de lo más estrambótica posible.
Tenía una cara de polichinela con la nariz corva y la barba en punta, los ojos claros y el pelo blanco. Hablaba como una cotorra. Vestía con un traje de seda gris; llevaba muchas joyas y unos impertinentes colgados del cuello.
Era la princesa de Olevano-Visconti.
La princesa preguntó por el señor Lorenzo, el pobre relojero que le arreglaba los relojes en su palazzo de Pavía. “Povero! Benedetto!”, dijo.
Carlota le preguntó si le quería ver. Ella contestó que sí, que le quería ver.
Mi novia le pasó a la alcoba, y allí estuvieron hablando la princesa y el relojero durante largo tiempo.
Luego me llamaron a mí, porque, sin duda, había llegado la cuestión difícil de pedir dinero a la princesa.
Ésta quería ver primero la caja de música.
El señor Lorenzo dio a regañadientes la llave del baúl y sacamos el aparato entre Carlota y yo, y lo pusimos encima de la mesa del taller y le dimos cuerda.
La princesa hizo una de esas exageraciones cómicas. Le pareció un aparato magnífico, admirable.
-Lo más sencillo es que me lo lleve a casa. Yo llamaré a una persona entendida, y lo que ella diga que vale yo pagaré.
El señor Lorenzo protestó. Él estaba enfermo y era su único consuelo el ver aquellos muñequitos y oír la música, que le recordaba su querida ciudad de Pavía.
-Pero entonces, ¿qué quiere usted, señor Lorenzo, que yo le regale el dinero? -dijo la princesa-. ¡Oh, no! Eso, no Benedetto!; eso, no.
-Lo que podría usted hacer, señora princesa -dijo Carlota-, si fuera usted tan amable, sería darnos una cantidad a cuenta de la caja de música, y si nosotros no podemos devolvérsela, se la entregamos.
-¿En cuánto está tasada?
-Hay un señor que nos da por ella tres mil quinientos francos.
-¿No es mucho?
-El señor nos ha ofrecido esa cantidad. Si no le hemos dado la caja ha sido porque el abuelo no quiere.
La princesa reflexionó un instante, y dijo:
-Bueno. Yo aquí no tengo dinero. Yo les daré en casa mil quinientos francos, y si no me los devuelven dentro de un mes, les daré otros dos mil y me quedaré con la caja.
-Está bien. Haremos un papelito.
La princesa dictó a Carlota una cláusula de compromiso muy comercial y muy sabia. Hizo que la firmaran el señor Lorenzo y Carlota.
-Fírmelo usted también -me dijo la vieja dama.
Lo firmé
-Ahora, cualquiera de ustedes dos viene conmigo a mi casa: yo le doy el dinero y me deja el papel.
Se decidió que fuera Carlota. Yo me quedé con el viejo, que comenzó a lamentarse amargamente.
-La princesa es avara -me dijo-. ¡Una Olevano! ¡Una Visconti! ¡Yo, que creía que me prestaría el dinero! ¡Ella, que es tan rica y que es de Pavía!
-Usted también es de Pavía -le contesté yo-; pero no habrá usted prestado a todos los paisanos que le hayan pedido dinero.
El pobre hombre comenzaba a divagar un poco. De pronto, me preguntó:
-¿Ya habéis guardado la caja de música?
-Sí -le contesté yo, aunque no era verdad.
-Pues cierra el baúl, y dame la llave.
Cerré el baúl y le di la llave, que la metió debajo de la almohada.
Poco después vino Carlota con el dinero.
-Aquí están los francos -dijo-; podremos pagar las deudas y seguir viviendo; pero será imposible devolver el dinero a la princesa, que se quedará con la caja de música, porque esa señora me parece que es tan comerciante como cualquiera.
-Sí; yo también lo creo.
Al ver la caja sobre la mesa del taller, me preguntó:
-¿Esto se ha quedado aquí?
-Sí.
-¿Y el abuelo no ha reclamado que la guardes en el baúl?
-Sí; me ha preguntado si la había encerrado, le he contestado que sí, y me ha pedido la llave del baúl, y se la he dado.
-Y ¿con qué objeto has dejado la caja fuera?
-Con el objeto de ver definitivamente si tiene algún secreto.
-¿Aunque haya que romperla?
-Claro; aunque haya que romperla.
V. El secreto
Para engañar al señor Lorenzo, Carlota le pidió con insistencia la llave del baúl para ver la caja de música.
-No, no doy la llave -decía el viejo-. Cuando venga por ella la princesa, ya veremos qué se hace.
-Se la tendremos que dar -replicaba su nieta.
-Bueno, bueno; ya se verá.
-Me voy a llevar la caja de música a mi estudio -le dije a Carlota-, por si hay que andar con ella y deshacerla, que tu abuelo no se entere.
-Bueno, sí; llévala.
Busqué un carrito de mano y bajé la caja con grandes esfuerzos, y luego la tuve que subir a mi buhardilla.
«Este trasto va a ser nuestra desesperación», pensé cuando lo dejé, rendido, encima de la mesa.
Desde entonces comencé a examinarla detenidamente y a hacer suposiciones para si encontraba algún indicio que revelara su secreto. No se podía creer que el viejo médico italiano dijera lo que decía en su carta para burlarse de sus descendientes.
Todas las hipótesis que ideé, algunas complicadas y de cierto ingenio, no dieron el menor resultado.
Entonces me dirigí a un muchacho, joven mecánico del taller de la calle de Babilonia, donde habían compuesto el aparato, y le propuse que viniera a mi casa una hora después de su trabajo a destornillar la caja y los muñecos, por lo que le pagaría cinco francos. Le expliqué de qué se trataba. El joven aceptó mi proposición.
-¿Qué espera usted que haya? -me dijo.
-No sé; quizá un papel con una indicación o alguna joya le contesté.
Yo no quería que la caja quedara rota. Destornillamos todas las palancas de los muñequitos con dificultad y no se encontró nada. En el interior del cilindro, con púas, donde yo sospechaba si habría algo, no había nada tampoco.
-Vamos a desarmar también la caja.
La desarmamos. Separadas ya las tablas, encontramos que la parte del suelo tenía doble fondo. La madera de encima era distinta que las otras y estaba apolillada.
-Bueno. Mañana veremos si hay aquí algo -dije, para hacer la investigación solo.
El mecánico se marchó y me quedé con las tablas encima de la mesa.
Primero cogí un taladro, y en una esquina probé con él; hice un agujero y vi que la punta daba sobre metal.
Vacilaba en meter la hoja del cortaplumas por la rendija de la tabla. Al último me decidí.
“Esta madera, aunque se rompa al arrancarla, no puede costar gran cosa el sustituirla. Así que… adelante.”
Por si la punta del cortaplumas arañaba, iba a meter por la hendidura una espátula y a hacer saltar la tabla, cuando vi que en los ángulos había tornillos. Los fui sacando despacio, y cuando levanté la tabla y descubrí el suelo de la caja, vi en medio un cuadro de metal, a juzgar por el peso, envuelto en un lienzo basto.¿Qué podría ser esto?
Quité la tela; después, un papel amarillento, y apareció una lámina de cobre rojizo. Le di la vuelta. Era un esmalte magnífico, intacto. Le pasé por encima el pañuelo humedecido y aparecieron sus colores espléndidos.
Representaba la coronación de la Virgen. Las figuras tenían unos mantos azules y unas coronas doradas, de un color y de una transparencia ideales. Alrededor de la Virgen había una guirnalda de rosas, y en los cuatro ángulos figuras más pequeñas que representaban La Anunciación, La huída a Egipto, La adoración de los pastores y El portal de Belén.
Con la idea de que podía haber hecho una huella con el taladro, me comenzó a latir el corazón; pero no: la muesca quedaba por la parte de atrás, no esmaltada. Dentro del lienzo había un papel. Era, sin duda, del tío Paolo, el médico del ejército austríaco. Contaba cómo había entrado en Francia con los aliados cuando la caída de Napoleón y había comprado por quinientos francos el esmalte en Chalon-sur-Saone. Decía después que le habían asegurado que valía mucho y que como vivía en una época de guerras, revoluciones y trastornos, lo había quitado del marco donde lo tenía en la pared para guardarlo en la caja de música.
«Esto debe de valer muchísimo», me dije.
No pude dormir con la preocupación. Había que obrar con cautela. Tenía miedo de que me robasen.
Al día siguiente, con el esmalte envuelto en un papel, fui a casa de Carlota. Se lo mostré y le expliqué dónde lo había encontrado.
¿Sería mejor decírselo al abuelo o callárselo? No fuera a considerarlo como algo que no se podía vender.
-Es mejor que lo guardes tú -dijo Carlota.
Lo guardé detrás de un bastidor pintado por mí, le puse encima un remiendo de tela y lo dejé colgado en la pared. No le advertí nada a la portera, que a veces entraba allí a limpiar.
En los días siguientes, entre el joven mecánico y yo, compusimos la caja de música, y la volví a llevar a casa de Carlota.
Quería saber el valor exacto del esmalte, y fui a varias tiendas de antigüedades de la orilla derecha y expliqué y describí cómo era. Me pidieron que lo llevara para que lo examinaran. Pude sacar en consecuencia que era un esmalte lemosín, de los pintados, y que en el Museo del Louvre estaban las piezas más importantes de esta clase de obras.
-Si ese esmalte que me describe usted no está falsificado -me dijo un anticuario-, yo le doy por él ciento cincuenta mil francos.
Estuve en el Museo del Louvre y me convencí de que el esmalte era auténtico.
Tenía un conocido fotógrafo, y fui a su taller para que hiciera varias fotografías de mi tesoro. Naturalmente, no me separé de él.
Pensaba enviar las pruebas fotográficas a varios museos con una carta en francés y en inglés que escribiría Carlota.
Todo aquel tiempo lo pasé inquieto y nervioso.
El viejo Lorenzo estaba enfermo ya grave. Se había olvidado del préstamo de la princesa de Olevano-Visconti y quería tener la caja de música delante y oírla y ver sus muñecos.
Como la princesa se presentaría al terminar el plazo a exigir que se le pagara o a llevarse la caja de música, pensamos Carlota y yo que podíamos ir a visitar al vizconde que había ofrecido antes tres mil quinientos francos y que vivía en los Campos Elíseos y contarle una historia, pedirle un anticipo y devolverle el dinero a la princesa. Así se hizo.
Se le dijo al vizconde que el viejo Lorenzo quería venderle la caja de música, pero que como no era suya, sino también de su hermana, necesitaba que ésta diera su consentimiento, y que ella no quería darlo mientras no viera el dinero.
El vizconde aceptó el prestar dos mil francos, y se le dijo que se le devolverían al mes si por una eventualidad la hermana de Lorenzo no aceptaba la venta, y si la aceptaba, se le llevaría la caja y él entregaría mil quinientos francos más.
La situación nuestra iba siendo cada vez más difícil. El viejo Lorenzo estaba ya en las últimas. De los museos adonde yo había escrito y mandado fotografías no contestaban.
De pronto se presentó un agente del Museo Británico. Subió a mi casa. Venía a ver el esmalte. Fui al estudio, busqué el bastidor en la pared… No estaba. Me habían robado. Estuve a punto de caerme. Me serené. Pensé que la portera entraba a veces a arreglar aquel rincón. Quizá había movido los bastidores. Efectivamente, aquel en donde estaba el esmalte lo había puesto tapando un agujero que daba al tejado.
Descubrí mi tesoro y se lo presenté al agente del Museo Británico. Lo examinó con atención con una lente, y dijo:
-Sí, efectivamente, es auténtico. ¿Cuánto quiere usted por él?
-Está tasado en doscientos cincuenta mil francos.
-No sé si encontrará quién se los dé.
-Ya veremos.
-Yo le podría ofrecer doscientos mil.
-Venga usted dentro de ocho días. Yo se lo diré al dueño.
El agente del Museo Británico se fue, y cuatro días más tarde apareció otro de un museo de Nueva York. Se resistía a dar los doscientos cincuenta mil francos; pero yo me manifesté inexorable, y tuvo que darlos.
El mismo día que terminé este asunto murió Lorenzo Borda. Después de colocar en un Banco doscientos cuarenta y cinco mil francos, fui a su entierro. Pagamos al vizconde, y pocas semanas después nos casamos Carlota y yo.
Luego tomamos en traspaso una tienda pequeña de antigüedades, y después otra mayor. La caja de música fue siempre como nuestro emblema.
El anticuario Téllez estaba, sin duda, muy satisfecho de la inteligencia que había demostrado en aquellos asuntos que habían sido la base de su riqueza. Todas aquellas combinaciones daban la impresión de que el anticuario tenía una habilidad de judío.
-¿Y su mujer? ¿Vive? -le pregunté.
-No. Murió la pobre.
-¿Tiene usted hijos?
-Sí, un chico y una chica.
-¿Les dejará usted su establecimiento?
-Al hijo. A la chica le daré una buena dote.
-Y ¿hay muchos judíos en la profesión de anticuario?
-¿Por qué lo pregunta usted? -me preguntó como alarmado.
-No sé. Parece que debe de haber entre ellos gente inteligente en esas materias.
-Sí, los hay.
Como si la pregunta mía hubiera abierto un surco entre el anticuario y yo, nos despedirnos fríamente, y cada cual se marchó a su casa.
FIN
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